Por Dr. Óscar Ventura (*)
En un artículo anterior expuse por qué pienso que el sufragio no debe ser obligatorio. A continuación mostré como surge con meridiana claridad que el sufragio no es un derecho humano, individual, propio y connatural con la persona, sino un derecho político, para acceder al cual se imponen determinadas condiciones por la sociedad que la persona integra. Cumplidas estas condiciones, la persona adquiere el derecho al sufragio. Todo ciudadano en pleno uso de sus derechos, está habilitado para sufragar (obligatoriamente en nuestro país, si lo desea en otros lados) y su único voto posible vale lo mismo que el de cualquier otro ciudadano. Es lo que llamamos voto universal e igual de los ciudadanos.
En lo que sigue me voy a referir a las condiciones para adquirir el derecho al sufragio. Pido que se tenga en cuenta ciertas premisas respecto a lo que voy a sugerir, ya que no estamos hablando del elector en mi propuesta con el rol que cumple el ciudadano hoy día. Aunque voy a desarrollar solo parte de mi argumentación en este artículo, las premisas sobre las que voy a trabajar y que comentaré in extenso más adelante son las siguientes:
La idea rectora es ampliar y mejorar la democracia, no limitarla o bastardearla. Por lo tanto es absurdo pensar que pueda volverse al voto censitario, donde solo los varones adultos de una cierta posición económica podían votar. En cualquier propuesta de modificación del sistema electoral, no es aceptable que la posibilidad de emitir un sufragio o el valor del mismo dependan de la raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, o nacimiento del ciudadano involucrado y no es lo que estoy sugiriendo.
El sufragio del ciudadano, en el tipo de modificación a nuestro sistema democrático republicano que estoy sugiriendo, servirá no solo para la elección de sus representantes, en las dos Cámaras legislativas que tenemos ahora –ver el punto 3—sino también para la votación de leyes, ya que sugiero que en buena parte nuestra democracia representativa sea transformada en una democracia directa. Por ello, los ciudadanos tendrán la posibilidad de sufragar en mucho más casos que lo que sucede actualmente, yendo hacia una democracia más genuina, directa y deliberativa.
Como desarrollaré en otro artículo, sugiero cambiar la estructura actual de un sistema bicameral a un sistema tricameral, sin aumentar el número de representantes, donde el Senado pasaría a ser una Cámara de Representación de Departamentos o Regiones, la Cámara de Representantes pasaría a tener el rol de cámara política proporcional por excelencia, y existiría una tercera Cámara, dentro de la teoría de las cámaras sorteadas –es decir, donde sus integrantes serían sorteados, no electos, y no desarrollarían una carrera política dentro de un partido— que serviría para incluir la expresión estadística de opiniones relativamente por fuera del sistema democrático de partidos políticos, a efectos de evitar la excesiva partidocracia.
Es obvio que en un sistema así, el rol del ciudadano se ve fuertemente potenciado, hay una ampliación de la democracia para intentar corregir algunos defectos que se discuten a nivel de autores conocidos (como puede ser, por ejemplo, la partidocracia, la carrera política, los intereses corporativos y otros que desarrollaré más adelante). También, por supuesto, aumenta su responsabilidad.
Dejando por ahora esas premisas ahí planteadas, para hablar de ellas in extenso más adelante, discurriré ahora sobre la forma de determinar quienes tenemos derecho al sufragio y sobre el procedimiento mediante el cual llegamos a adquirirlo.
La teoría general dice que la persona adquiere el derecho al sufragio una vez que que alcanza aquella edad que se considera suficiente para tener libre discernimiento, siempre que no esté incursa en alguna de las condiciones excluyentes. Por ejemplo, un extranjero residente en Uruguay o Chile solo puede votar luego de un cierto lapso, en otros países solo puede sufragar en elecciones locales, y en otros directamente no puede hacerlo. En algunos países no pueden sufragar personas que estén sometidas a regímenes de obediencia debida, legalmente detenidas o carentes de salud mental. Estas restricciones son marginales, y en general la única condición que se exige es que la persona supere una cierta edad límite.
En nuestro país, la edad de acceso a la condición de ciudadano sufragante es tener 18 años. En Irán es 15, 16 en Cuba y Austria, 17 en Indonesia, 19 en Jordania, 20 en Japón y 21 en Kuwait. Es obvio entonces que poner el límite en esta o aquella edad no es un problema de definición de la democracia, sino de elección de las distintas sociedades, a la que se ha llegado mediante un proceso histórico y político. Esto se muestra en la figura adjunta, donde se ve que hay claramente tres situaciones. Una es aquella de edades a las que en ningún país pueden sufragar, por ejemplo 10 años, otra es la zona de edades donde en todas las democracias liberales pueden sufragar, digamos 30 años, y otra es esa zona gris donde depende de qué país hablemos el que una persona pueda o no votar, por ejemplo 18 años.
La sugerencia que ya avancé en forma mucho menos elaborada, es que no se asuma como obvio y evidente que una persona pueda o no discernir qué es lo mejor para el bien común en base exclusivamente a su edad. Sugiero extender la posibilidad de demostrar que uno está capacitado para sufragar a toda persona mayor de 15 años. Sugiero también que no solo el derecho, sino también el acceso efectivo e irrestricto al sufragio se adquiera sin cortapisas luego de una determinada edad, por ejemplo 22 años. Y sugiero que el derecho al sufragio, derecho al cual toda persona puede acceder entre esas edades, se realice mediante un examen que es posible tomar todos los años y no automáticamente al celebrar su cumpleaños número tanto. Esta propuesta es, a primera vista, lo que parece limitar el derecho al sufragio y que ha llevado, erróneamente, a algunas acerbas críticas del estilo de que intento restaurar aristocráticamente la democracia censitaria o que el mío es un pensamiento fascista. No hay tal cosa.
En primer lugar, bajar la edad límite a la cual se puede aspirar a votar a los 15 años (edad no arbitraria, sino que coincide con lo que normalmente sería el egreso del Ciclo Básico de Educación Secundaria) aumenta teóricamente el universo de los posibles ciudadanos sufragantes. Si todos los que lo dieran, aprobaran el examen de que hablamos, entonces habría más votantes de los que hay ahora. Por otra parte, la situación no se modifica en nada de lo que es actualmente, para personas que tengan más que aquella edad superior de 22 años, de la que antes hablaba a manera de ejemplo. En el único caso en que teóricamente podría restringirse el derecho al sufragio sería en aquellas personas que teniendo más de 18 años y menos de 22, que ahora automáticamente adquieren el derecho al voto, no aprobaran el examen. Tal cosa se daría, como es obvio, a lo sumo por 3 o 4 años, ya que luego la persona superaría la edad límite y quedaría habilitada para el sufragio tal como lo está ahora. En sí, estas personas no estarían en situación diferente que las que hoy día cumplen 18 años algunos meses después de la elección nacional y no quedan habilitadas para sufragar hasta la próxima elección, que normalmente ocurrirá cuando tengan unos 22 años o más. A todos los efectos prácticos, es simplemente la redefinición de la edad a la que se asume que ya necesariamente se está en condiciones de discernir el bien común y por lo tanto poder ser ciudadano de pleno derecho. Como ya abundé antes, esto no es antidemocrático, porque la edad que cada sociedad en una época determinada asume como suficiente para poder discernir es una potestad política de esa sociedad. Desde luego que ninguna reforma que pueda sugerir se implantaría sin un proceso democrático de aceptación de los cambios, bajo el imperio de las reglas que rijan en el momento en que se decida. El aspecto final del universo de connacionales sufragantes quedaría, con esta sugerencia, transformado en algo más similar a la figura de la derecha, donde la cantidad de votantes de una edad determinada se iría acumulando suavemente entre los 15 y los 22 años, en función del momento en que aprobaran el examen, para transformarse en el mismo 100% de antes luego de cruzar la edad límite superior. En función de la distribución etaria y otras condiciones, no puede descartarse que algunas personas que hoy votarían, con esa sugerencia no podrían hacerlo hasta pasados unos años. Pero también es cierto que algunas personas que hoy no pueden votar, con mi sugerencia sí lo harían.
¿Cuál es la conveniencia de examinar la madurez cívica de las personas? Cualquier examen puede mirarse de dos formas. Por un lado, incorrectamente, como una barrera para evitar que determinadas personas accedan a algo. Por otro lado, puede mirarse como una forma de aquilatar la formación cívica de quienes estaremos en definitiva a cargo de conducir nuestros propios destinos, los de todos. Al testear si personas más jóvenes de lo que se asume actualmente están preparadas realmente para la tarea que, como dije más arriba, concibo como mucho más compleja que la actividad electoral actual, cubriremos un viejo anhelo de muchos menores de 18 años que se sienten incluso más capacitados que personas más viejas para entender el funcionamiento de un país y discernir cuáles son las mejores propuestas para el bien público. Por otra parte, es dar una muy fuerte señal de que votar –y más en el caso de la democracia semidirecta y deliberativa de la que hablo—es algo muy serio e importante, que hay que encarar con mucha responsabilidad. En sociedades en las que pedimos certificados de competencia para casi todo, desde manejar un ciclomotor hasta ejercer cualquier profesión, hay solo dos casos flagrantes en los cuales asumimos que la competencia viene dada por una especie de gracia divina: votar y educar hijos. Creo que, en ambos casos, es una percepción equivocada, y que cambiarla nos va a llevar a mejorar la sociedad.
Es muy claro que el examen del que hablo es una cuestión muy delicada. Sin duda alguna, tanto su implementación como la elección, el comportamiento y el prestigio del cuerpo que esté destinado a diseñarlo y aplicarlo, son factores claves. No cabe, obviamente, hacer preguntas que de alguna manera prejuzguen sobre las preferencias políticas, las simpatías o antipatías por candidatos, o cualquier otra cosa donde el tener opiniones diversas sea completamente admisible. Y obviamente que hay que asegurarse que todas las personas puedan acceder a información y formación suficiente como para que el examen no resulte un obstáculo, sino simplemente una constatación de la madurez cívica de la persona, independientemente de su clase social, su localización geográfica o su posición económica.
Sobre estos temas y otros complementarios deberemos discutir, y escribiré sobre ello en otro artículo, ya que este ha quedado demasiado largo tal como es.
(*) Doctor en Química
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