Un mundo sin leyes ni autoridades, en el que cada individuo haga y diga lo que se le antoje sin más límite que el de su conciencia, es una hermosa utopía, pero incompatible con la vida civilizada. La historia enseña que no hay paz ni libertad sin orden; es decir, sin normas. Sin ellas, sobrevendría el caos y la anarquía. Aun así, ¿quién no ha sido un poco anarco cuando joven? ¿Quién no soñó alguna vez con vivir al margen de las instituciones y los convencionalismos sociales, como dueños absolutos de nuestros actos, más allá del deber ser de la moral dominante y del qué dirán de los grupos de pertenencia? Seguramente todos o casi todos. El problema no está en haber sentido esa pulsión libertaria a los 16 ó 17 años, sino en querer cultivarla más allá de la adolescencia, haciendo oídos sordos a las responsabilidades que supone la vida adulta.
Es preocupante que una persona que alcanzó hace rato la mayoría de edad no lo entienda o no lo quiera entender y decida vivir en estado de inconsciencia permanente. Pero es más preocupante aun que esa persona sea el mismísimo presidente de la República, a quien le corresponde, entre otras responsabilidades, la administración de nuestras finanzas, el comando de las fuerzas armadas y el relacionamiento de nuestro país con el mundo exterior.
Al revés de lo que muchos imaginan, calzarse esos zapatos supone más obligaciones que favores y más desventajas que beneficios; desde el momento en el que la población le confía a un ciudadano X la responsabilidad de conducir a su país, su familia se amplía al conjunto de sus habitantes. Deja de ser él y los suyos, para ser él y todos sus compatriotas. Y a partir de ese instante todo lo que diga o haga va a repercutir positiva o negativamente en sus vidas. Por cinco años nuestro destino queda ligado al suyo y su suerte va a ser indefectiblemente la nuestra.
Por tanto, no puede decir o hacer cualquier cosa. No puede disfrazarse de libertario antisistema y al mismo tiempo ser el garante del orden institucional. No puede jugar al vale todo y al mismo tiempo desconocer las normas que juró guardar y defender el día que asumió el gobierno. Aunque más que “no puede”, debería decir “no debe”... Pero eso a casi nadie le importa. El dislate es mayúsculo, pero pocos lo ven. ¿Se imagina, estimado lector, a un fumador empedernido a cargo del mantenimiento de un gasoducto? ¿O a una persona que padece de vértigo limpiado vidrios, trepado a un andamio a 100 metros de altura? La respuesta es obvia, ¿verdad? El problema no está en la temeridad de la persona sino en el riesgo que conlleva ese tipo de imprudencias. Seamos claros: hay trabajos que son incompatibles con ciertos vicios o patologías, sobre todo si ponen en riesgo el bienestar de los demás. Si uno no es responsable consigo mismo, al menos debería serlo con su entorno, ¿no? Así como está la sugerencia “Si bebe, no maneje”, debería instituirse su símil para las alturas del poder: “Si no respeta las normas y las instituciones, si quiere jugar a los indios, no se postule a la presidencia”.
Ya sé, nos tapó la ola. La seguridad pública es un desastre. La educación está al garete, dominada por un puñado de fanáticos que hace y deshace a su antojo. La salud pública dista de ser lo que debería ser. Y, por si faltara algo, en medio de una crisis internacional sin precedentes, que le vuela la bata a medio planeta, que ya se llevó puesta a Europa y dejó tecleando a Estados Unidos, acá nos entretenemos viendo cómo nuestro presidente y parte de su gabinete juegan al gran bonete con las cuentas fiscales. Uno propone un impuesto que se le ocurrió en medio de una siesta de verano a la sombra de un ombú; otro lo tranca, amenazando con mandarse a mudar; uno le agrega una coma; otro se la quita; uno dice una cosa; otro dice otra. Y así vamos… ¿A dónde? Nadie lo sabe.
Para colmo, nos venimos a enterar por estos días que no hay un equipo económico sino dos: el que conduce desde las sombras el vicepresidente de la República y el otro, con asiento en la OPP (cada vez más PP). Uno tira para la derecha; y el otro, para la izquierda. Lo que uno escribe, el otro trata de borrarlo. Algo bastante razonable para un presidente que “como te dice una cosa, te dice la otra”; que lunes, miércoles y viernes le hace caso a Harvard; y martes, jueves y sábados a “la Barra”. Domingos, ¿descansa?
Por desgracia los agentes económicos no lo entienden así y comienzan a ponerse nerviosos. No hay nada más bruto y cobarde que el capital. Ante el menor atisbo de riesgo, se manda a mudar.
No hay caso, amigos, cada día nos parecemos más a los Kung San.
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