Si el reciente asesinato a palazos de una perrita en la localidad de Nueva Palmira a manos de un grupo de adolescentes es reflejo de la evidente crisis de valores que afecta a nuestra sociedad, los reclamos de venganza, justicia por mano propia y toda clase de castigos físicos a sus responsables surgidos luego de conocido el hecho por parte de grupos defensores de los animales son igualmente reveladores del desequilibrio moral que padecemos. Buscamos combatir la violencia con más violencia. Algo así como querer apagar un incendio con un balde de nafta.
Puede que este episodio sea un acontecimiento puntual, tristemente anecdótico, pero aun así expresa un preocupante estado de situación. El tema va bastante más allá del cruel asesinato de un animal; refiere a la violencia como medio de expresión y divertimento para muchos jóvenes y no tan jóvenes, pero sobre todo al notorio deterioro de una sensibilidad humanista y compasiva con el más débil (sea anciano, mujer, niño, discapacitado o animal) que nos distinguió como sociedad desde los tiempos del viejo Batlle. Me refiero a aquella escala de valores y a aquel estilo de vida austero y respetuoso del prójimo que construimos a principios del siglo pasado y que mucho le debemos a los inmigrantes que arribaron a nuestras costas por aquel entonces con una mano atrás y otra adelante con el doble propósito de vivir en paz y forjarles un futuro digno a sus hijos, pero también a la ejemplaridad de una clase dirigente dispuesta a alumbrar el camino de la civilización y el progreso no con palabras sino con hechos. Así se construyó lo que Renán Rodríguez llamó la “batllidad” (es decir, aquel “pequeño país modelo” que más que una telaraña de instituciones y normas de vanguardia fue en un estado del alma, una forma de ver y sentir la vida, una sensibilidad como señalé más adelante, que sobrevivió hasta que la violencia, la intolerancia y el desprecio hacia el otro -¿quién no lo es?- se apoderaron de nosotros a principios de los sesenta y ya nunca más nos abandonaron).
Un siglo después de que se sentaran los cimientos de aquel mundo feliz, apenas nos quedan sus escombros. En las últimas semanas vimos y oímos, sin ir más lejos, cómo una directora de un centro educativo realizaba declaraciones homofóbicas sin que la sociedad se indignara por ello; vimos y oímos cómo un reconocido jugador de futbol se refería a otro de manera soez y discriminatoria por su color de piel y más que el repudio generalizado recibió la indulgencia de las máximas autoridades del futbol y de la afición futbolera; vimos y oímos a docentes de Educación Secundaria cómo impedían que un grupo de colegas pudieran hacer uso de su libertad de trabajo, ante la mirada cómplice de las autoridades; vimos y oímos cómo el presidente de la República cual Terencio moderno se refería a todos los temas de la peor manera, sin medir sus palabras en cuanto a su forma ni a su contenido, invitándonos a los hombres a “aprender a perder” si nuestras novias, esposas o compañeras “nos meten las guampas”, a “manguear como los niños de los semáforos” en aras de tal o cual emprendimiento o a ponernos un uniforme militar de otro país si tenemos frío, y, salvo un puñado de opositores consuetudinarios entre los que me encuentro, no oí ni vi a ninguna de las organizaciones defensoras de los derechos humanos, ni a aquellos que dicen ser los abanderados de la liberación nacional repudiar con igual fuerza que en otras ocasiones semejante suma de desatinos, pero tampoco –y aquí está lo más grave- a los ciudadanos comunes y corrientes exigirles a sus máximos representantes políticos, institucionales y populares más recato y ejemplaridad.
Por el contrario, lo que vi fue complicidad y lo que oí fue un lastimoso silencio.
Quizás no todos estén enterados que la sensibilidad social no se construye con normas sino con ejemplos. A nadie se le puede ordenar ser educado, respetuoso o tolerante con los demás; se aprende por contagio. El niño no aprende a ser bueno de manera instintiva, ni en función de lo que sus mayores le dicen, sino por cómo los ve actuar. Si su entorno es intolerante o violento, se impregnará de esos valores; si los valores son otros, se integrará a la civilización de la mejor manera. Cada uno es uno y su circunstancia.
Es evidente que en las alturas no hay liderazgo moral. Quizás no falta buena voluntad, pero sí –y esto es notorio- conciencia de la realidad. A diferencia de los tiempos del viejo Batlle, de Aparicio y de Frugoni, estamos huérfanos de modelos y buenos ejemplos, por eso terminamos aceptando –quizás por comodidad- como válidas actitudes y conductas que no lo son. No nos debería extrañar, entonces, que el 80% de las personas que reciben “ayuda” del MIDES no quieran trabajar. Como tampoco nos debería sorprender el nivel de inseguridad en el que vivimos, las altísimas tasas de repetición y deserción en Secundaria o que miles de uruguayos se sigan yendo del país. Todo esto es producto de nuestra manera de ver (o mejor dicho no ver) las cosas.
Ahogados en un materialismo ramplón, sin norte ni dirección; endiosando ídolos de barro; sin capacidad de reacción ni conciencia de nuestra condición de ciudadanos, guardamos silencio e incluso aplaudimos el caos, la improvisación y la barabarie de la que somos víctimas. Nos encerramos –solitos- en el círculo de la resignación. Nos quejamos, le echamos la culpa a la televisión de lo que vemos como si la ventana fuera responsable del paisaje que nos ofrece, pero no hacemos nada para cambiar. Nos transformamos en espectadores de nuestra propia vida, dejando su conducción en las peores manos. No asumimos responsablemente el ejercicio y administración de nuestra libertad; nos da miedo.
Claro que es correcto que nos indignemos con la muerte de un perro, eso habla bien de nosotros, siempre y cuando no recurramos a la ley del talión; lo que está mal es que sólo lo hagamos cuando se trata de un perro o que reclamemos sangre.
Ya lo decía Gandhi, “lo más atroz de las cosas malas es el silencio de la gente buena”.
Demos el ejemplo. Seamos líderes de nuestros líderes. Conductores más que conducidos.
En estos momentos, un poquito de indignación no nos vendría nada mal.
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