Mujica no es un presidente más. Eso está a la vista. A lo largo de estos dos años de gobierno, por llamarlos de alguna manera, se encargó de cavar una fosa lo más ancha posible entre sus antecesores y él. Para fortuna de ellos, no se parece a ninguno. Para desgracia nuestra, es distinto a todos. Carece del aplomo de Vázquez; la ejecutividad de Lacalle; la cultura de Sanguinetti; y la inteligencia de Batlle. Se destaca, eso sí, por un estilo sobreactuado y volátil, que desconcierta hasta a los suyos.
A diferencia de cualquiera de nuestros gobernantes del 85 para acá, la presidencia no lo modificó; el peso de la investidura no lo hizo entrar en caja; y su corte de amanuenses, en lugar de aconsejarlo y orientarlo por el buen camino, no hace otra cosa más que aplaudir sus monólogos insufribles y sus cada vez más frecuentes salidas de libreto.
Así, en vez de moderar el personaje que lo catapultó hacia lo más alto del poder y adecuarlo a sus nuevas responsabilidades, parece haber ido acentuando ciertas características que en su momento nos resultaban simpáticas y hoy francamente insoportables.
Como cualquier actor de reparto que alcanza un protagónico de manera tardía, el presidente quiere disfrutar de los reflectores y la lisonja del público, sin renunciar al disfraz de extra. Es un divo extraño, atípico. Dueño de una estética extravagante y una retorica cantinflesca, a medio camino entre la realidad y la ficción.
Para algunos, cuestionar su forma de hablar o su atuendo es una frivolidad. Una nimiedad sin importancia. Con todo respeto, quienes piensan así, se equivocan. La forma de hablar y el atuendo de un presidente distan de ser simples detalles; son una cuestión de Estado, que hacen a la imagen del país y a la dignidad del gobierno.
Que los hay peores, no hay duda. Que el mundo está lleno de líderes impresentables al frente de países mucho más grandes e importantes que el nuestro, no es ninguna novedad. Pero eso no debería servirnos de consuelo ni mucho menos de excusa.
Nuestra historia está llena de ejemplos de mandatarios de vida austera y escaso acartonamiento que mantuvieron los pies sobre la tierra y un contacto fluido con la gente, sin caer por eso en la chabacanería o el ridículo. ¿Quién no recuerda a Luis Batlle, que andaba por la calle sin custodia y no tenía el menor inconveniente en parar su automóvil en cualquier esquina para intercambiar ideas de igual a igual con algún ciudadano anónimo?¿O a don Tomas Berreta, que luego de cumplir sus funciones como jefe de Estado, se iba a su chacra a cuidar de sus frutales y preparar vino casero? ¿O el estilo de vida sobrio, casi monacal, del general Óscar Gestido, que siendo presidente se negó a trasladarse a la Residencia de Suárez y Reyes y su esposa siguió baldeando la vereda de su casa como cualquier ama de casa hasta el último de sus días?
Ni Batlle, ni Berreta, ni Gestido, entre tantos otros, sobreactuó. Ninguno de ellos despertó la vergüenza de sus conciudadanos por su vocabulario o sus modales. Por el contrario, se ganaron el respeto de todos. Aun de sus contrincantes.
Por desgracia, los tiempos han cambiado.
Cuando el presidente viaja al exterior y le obsequia una piedra dentro de una caja de zapatos a un mandatario extranjero y se la olvida detrás de una cortina, suscitando un episodio tragicómico ante la sospecha de que se trataba de una bomba; cuando visita a uno de sus pares de la región vistiendo un pantalón arrugado y se transforma en el hazmerreir de la prensa de ese lugar; cuando se calza la chaqueta de un oficial del ejercito de otro país en medio de una cumbre presidencial, aduciendo que “tenía frio”; cuando hace uso de la palabra en una reunión de mandatarios del Mercosur portando un par de anteojos al que le faltaba una de sus patillas y esa imagen recorre el mundo; cuando inaugura un emprendimiento productivo en el interior del país calzando un par de championes o va a almorzar a un bolichón y es fotografiado dándole de comer sandwuchitos a su perra de tres patas como si se tratara de una atracción turística, no está reflejando un modo de ser sencillo, popular o como gusten llamarlo. Por el contrario, está exhibiendo un estilo exagerado, grosero, casi grotesco que lejos de inspirar respeto, violenta nuestra sensibilidad.
Está claro que al presidente le encanta infringir las normas del protocolo y el buen gusto. Disfruta salteándose las formalidades y los compromisos oficiales. Le gusta sobreactuar, pero sobre todo que lo aplaudan. Y cuando no lo hacen, se pone loco. Grita. Insulta. Tilda de “nabo” a cualquiera. Agita los brazos. Se violenta.
Por fortuna, la imagen que nos devuelve el espejo presidencial no es reflejo de la sociedad que gobierna. Sencilla, discreta, bastante alejada del exhibicionismo obsceno de una pobreza impostada. Cuya ostentación, con fines propagandísticos, es tan obscena como la otra.
Sería bueno que lo supiera y actuara en consecuencia.
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