El SEMANARIO RECONQUISTA es el órgano de prensa de la Agrupación Reconquista del Partido Colorado, fundado por Honorio Barrios Tassano y Carlos Flores. Director Prof. Gustavo Toledo.

viernes, 29 de junio de 2012

¡Qué ojos tan grandes tienes, abuelita!

Por Felipe Flores Silva (**)

En abril de 1984, Maneco Flores Mora escribió en la contratapa del semanario Jaque pidiendo por Raúl Sendic. Todavía eran tiempos de dictadura en los que se torturaba y asesinaba en los cuarteles, como ocurriría semanas después con el Dr. Vladimir Roslik. Roslik fue sacado de noche de su casa, arrancado de los brazos de su mujer y de sus propias súplicas, porque temía que le repitiesen las torturas padecidas en anteriores oportunidades, probablemente luego sumergido en alguna cloaca, porque se encontró líquido maloliente en sus pulmones, y le destrozaron el hígado a culatazos. Es decir que tuvo una muerte espantosa, aterrado y sufriendo, indefenso, en manos de gente que habría que preguntarse si merece ser llamada gente. Los partes oficiales hablaban de muerte por causas naturales y fue Maneco quien consiguió acceder a la lectura de la autopsia cuyo contenido se mantenía oculto, y lo publicó en Jaque, forzando a las autoridades a procesar a los responsables. Aquellas contratapas semanales del último año y pico de dictadura lograron sintetizar el sentimiento generalizado de repudio a la misma, y de entre los muchos testimonios que guardo de ello, sea la carta que le escribió Wilson desde su prisión en Trinidad en que le cuenta la emoción que le produjo leer una contratapa que le “metieron de contrabando” y le pondera el discurso por la amnistía general e irrestricta pronunciado en la convención colorada, o sean las cartas de Onetti desde Madrid en que le pide que se cure pronto y le “devuelva la alegría de releer sus comentarios sobre los intelectuales uniformados” y le dice que “han repartido tantas fotocopias de sus artículos que ya su nombre debe ser muy respetado en las europas”, quiero transcribir un extracto de la carta que le escribe desde su exilio en Suecia Sarandy Cabrera: “me llegó hace poco el número 18 del semanario Jaque con su artículo sobre ‘Las ánimas del purgatorio’. Lo leí con la emoción que usted puede entender cuando le digo que desde hace trece años tengo dos hijos presos en el penal de Libertad: Daymán de 35 años y Yanduy de 33. Le digo las edades para que vea que se han pasado allí lo mejor de su juventud, es decir desde que tenían poco más de 20 años. Y ahora usted levanta –a lo que yo sepa- la primera voz que pide por todos sin exclusiones. Si pide usted y con razón, por Sendic, pide también por Daymán y por Yanduy, entre tantos otros, naturalmente. Permítame que le diga cuánto valoro su valiente y generosa actitud (…) leer lo que usted escribe me reconcilia con un vasto sector del Uruguay y hasta afirmaría, con el género humano. He hecho copias de su alegato y lo he enviado a mis otros hijos que viven en Suecia, a amigos y conocidos. ¿Sabe qué me dijo mi hija Anahy por todo comentario? ‘Ese artículo me hace sentirme uruguaya’. Fue una breve conversación telefónica, pero le aseguro que ella estaba tan profundamente tocada como yo (…) me toca a mí señalarle mi respeto y mi estima al ver en usted el primer abanderado de la única causa común a todos los orientales de sentimientos humanos y justicieros: la libertad de todos los presos políticos, de Sendic para abajo, sin exclusiones ni cortapisas, con toda la generosidad que usted plantea. El problema urge: muchos ya han muerto y otros pueden morir presos, entre ellos mi hijo Daymán cuya salud (asma crónica y pobrísima capacidad respiratoria) es tan precaria que puede tener una crisis fatal en cualquier momento”.

Empiezo con esta referencia a Maneco, porque me interesa dar el tono justo desde el cual escribo, y ponerme a cobijo de la descalificación abusiva en que suelen incurrir los antiliberales cuando se está en desacuerdo con ellos. Es decir: no aprobar el daño que los tupamaros le hicieron al país que teníamos y que ya nunca tendremos, no significa que se esté a favor de la dictadura, o se sea imperialista u oligarca, o simpatizante de Hitler. Por el contrario, fueron los liberales herederos de la tradición que construyó el país modelo que fue el Uruguay, quienes actuaron para recuperar la democracia de la cual se benefician hoy entre otros los tupamaros apoltronados en el senado de la república. Actuaron primero combatiendo el nefasto plebiscito del año ’80, cuya aprobación la dictadura empujaba para perpetuarse, y donde emergió la figura de Tarigo; luego arrasando en las elecciones del año ’82 con los blancos a la cabeza; y finalmente en las negociaciones que llevaron a las elecciones del año ’84. Maneco integró la Comisión de Derechos Humanos multipartidaria en aquellos años, y en su última intervención política, con la voz ya quebrada por la terrible enfermedad que lo aquejaba, en la convención de su partido, pidió la palabra para reclamar una vez más la apertura de las puertas de las cárceles mediante la aprobación de una amnistía general e irrestricta que nos devolviera la paz. Pero defender los derechos humanos y constitucionales de los tupamaros no significa que se esté de su lado. Porque ser liberal es justamente eso: respetar al que disiente de uno, incluso si usa la violencia. Releo ahora el último editorial que Maneco escribió en Jaque, a días de su muerte, y me sorprende su advertencia premonitoria: “si el régimen de facto que fenece representó la exaltación del arbitrio sobre el derecho, por desdicha la tendencia a lo arbitrario no le es exclusiva. Más: aunque en escala considerablemente menor, el régimen militar fue precedido por la irrupción de otras vertientes que arrasando con las leyes de juego democrático, se sentían autorizadas, en nombre de valores que por sí mismas proclamaban, a todos los abusos de la acción o de la imposición directas. Muchas de esas tentaciones y patologías de la militancia, lejos de desaparecer, vivieron enquistadas bajo el régimen de facto y ahora que el país –no ellas- ha terminado con la dictadura, se aprestan a una resurrección multiplicada, que confía más en la presión que en la persuasión y prefiere la maniobra al juego limpio. Causa de dictadura, carne de dictadura y rémora de dictadura, todo procedimiento de autoritarismo, a cualquier nivel –político, partidario, patronal, sindical, estudiantil o profesional- supone alzarse insoportablemente contra la esencia misma de la libertad democrática”.

Quiero contar ahora un pequeño cuento que no me contó nadie, porque lo viví directamente. Era el año 1968, cuando yo entré, con 16 años, a cursar preparatorios de Abogacía –que así se llamaba en aquella época el 5º de secundario- en el IAVA. Año crucial para el mundo y para el Uruguay, si los hay. Venía de ser asesinado, hacía unos meses, en Bolivia, el Che Guevara, y matarían durante el año, a Martin Luther King y a Robert Kennedy. Los estudiantes franceses iniciaron una revuelta que marcó a una generación, se propagó por el mundo, y ha quedado en la historia de la humanidad registrada como el mayo francés. Con la salvedad de que los franceses la superaron y al poco tiempo volvieron a ser el país civilizado que eran. Pero otros países, como el nuestro, no. Para el Uruguay ya las cosas no volvieron a ser nunca más como antes, porque un grupo organizado que operaba desde hacía cinco años con más pena que gloria aprovechó la oportunidad para engrosar sus filas. La necesidad de protestar era más que un medio, un fin. Aquí, las primeras barricadas y quemas de cubiertas en 18 de Julio, con ocupaciones de centros de estudio, fueron en protesta por la suba del boleto. Algo así como si ahora, porque al hijo de Sendic se le ocurriese subir el supergás en Ancap, las enfermeras de la capital ocupasen los nosocomios y paralizasen la salud. El IAVA estuvo casi todo el año cerrado y la mayoría de los estudiantes lo perdimos inexorablemente. Yo recuerdo a alguien que sobresalía del resto por su carisma personal y coraje. Se llamaba Carlos López y se paraba encima de una mesa y nos arengaba a todos en las asambleas a patio lleno. Creo que fue al primero que vi con pelo largo y lacio peinado al medio y tenía una novia que todos le envidiábamos. Supongo que en alguna parte de mi alma habré querido parecerme a él. No sé si llegó a cumplir los 18 años. Una mañana, por el verano de fin del ’69, nos enteramos de que le había explotado una bomba entre las manos en el Bowling de Carrasco, y que con su vida se había llevado la de una inocente mujer que sin tener la menor posibilidad de sospechar lo que le pasaría -igual a como le habrá pasado a alguna en las torres gemelas-, realizaba la limpieza en el lugar. Esa mañana se murió un estudiante que no llegó a tener la vida que podría haber tenido, una limpiadora que tampoco pudo terminar la vida como la podría haber terminado, y se destruyó para siempre un supuesto icono de la oligarquía, porque aquí, si no se divierten todos, que no se divierta nadie. A Carlos López un irresponsable mayor que él le dio una bomba y lo mandó a la muerte.

En el invierno de aquel año ’69, una nochecita los tupamaros entraron en malón a mi casa. Todavía era el Uruguay en que a las puertas no se les pasaba llave hasta que el último se fuese a dormir. Escudados en la oscuridad bajaron corriendo de un camión y se metieron corriendo por toda la casa, revólver en mano. Eran como veinte o treinta y parecían cien. Los dirigían Zabalza y Fernández Huidobro. Este último se quedó cuidándonos a mi madre, a mis hermanos menores y a mí, en torno de la mesa del comedor. Mi madre tuvo que pedirle a Huidobro que dejase de apuntar, que éramos todos inofensivos. A mi hermana de doce años la bajaron en vilo desde su dormitorio en la planta alta. Revolvieron todo y se fueron. Dos frases me quedaron en la memoria: una se la escuché a uno que pasaba corriendo y le decía a otro: “che, parece que este viejo no mete la mano en la lata”. Seguro que el estado de austeridad en que vivíamos o alguna olla con la que se habrá tropezado puesta en el piso por mi madre para recibir el agua de alguna gotera, no lo sacaban de su sorpresa. La otra me la dijo Huidobro casi que justificándose y sin sacarme la vista de los ojos: “cuando seas más grande vas a entender por qué hacemos lo que hacemos”. Me parece que la primera frase habla del estado de impulsividad, prejuzgamiento y desinformación con que actuaban los tupamaros. Sobre todo considerando que Maneco había renunciado el año anterior al gabinete ministerial, junto con Michelini y Vasconcellos, en discrepancia con las primeras medidas prontas de seguridad que había decretado Pacheco. Ministros de Gestido los tres, los tres renunciaron juntos cuando advenido Pacheco enfiló para el lado de la represión. Es decir que renunciaron en alguna forma en defensa, no de los tupamaros, pero sí de sus derechos constitucionales. Para los tupamaros, si eras senador de la república -igualito a como lo son ellos ahora-, eras mala persona, seguramente rico y seguramente enriquecido de manera indebida, así que contra vos vamos. La otra frase me parece impagable, porque habla del estado de iluminación en que se sentían. Es decir, como nosotros entendemos más de las cosas que los demás, actuamos. En contra de los demás, pero por su bien. Que un día nos agradecerán. Yo te vengo a contestar ahora, Huidobro, cuarenta años después, que he crecido y que no entiendo nada de lo que hiciste. Más bien estoy esperando que tú digas que tú tampoco y pidas de una vez por todas, desde la poltrona del senado que ocupás, tal vez la misma que ocupó Maneco, disculpas.

Recuerdo que a la mañana siguiente estaba el comisario Otero en mi casa, con fotos de los posibles intrusos para que los reconociéramos, y recuerdo a mi padre hablando para la televisión y diciendo que emplazaba a los tupamaros a que dijesen qué habían venido a buscar y de qué se trataba todo eso, y que en todo caso volviesen cuando estuviese él presente. El comisario Otero era también juez de primera división en fútbol, de manera que todavía estábamos en el país en que a los tupamaros los combatía un solo hombre, como Eliot Ness contra la mafia. Los militares no existían y al director de inteligencia y enlace de la policía se lo podía putear el domingo en el estadio, porque estábamos todos en familia. De ese país dice Maneco en su último editorial que “fue durante décadas, por obra de algunos grandes gobernantes que tuvo, el más libre de América. El país del régimen de derecho, refugio para los perseguidos de todas las latitudes y ejemplo de convivencia que mereció por igual el expreso reconocimiento del Che Guevara, por un lado, y el del presidente Eisenhower, por otro, en días próximos entre sí (…) pero fuimos además país de la cultura, en todas partes respetado –en Carrasco, Juan Carlos I de España creyó oportuno recordárselo al General Gregorio Álvarez- por la valía de sus escritores y artistas, por su pensamiento y su irradiación espiritual. Fuimos también la tierra laboratorio de los cambios sin miedo, donde se ensayaban con audacia, décadas antes que en cualquiera otra parte del mundo, reformas sociales y económicas que otros pueblos todavía discuten, como el divorcio o la enseñanza obligatoria, laica y gratuita. Fueron característica de Uruguay la previsión social y regímenes jubilatorios y pensionarios, el amparo de los derechos obreros con muy temprana limitación a ocho horas de la jornada de trabajo, o las garantías de la estabilidad administrativa para los funcionarios. También lo fue el rescate para la nación de la propiedad de sus servicios públicos, arrancada de las manos extranjeras, o el monopolio de explotación de algunas grandes actividades industriales y comerciales –seguros, destilación de alcoholes, etc.- asimismo cobradas a la avidez capitalista privada y extranjera”.

Pues, contra ese país arremetieron los tupamaros. Yo digo que en los años sesenta, aunque los que ahí estábamos ya no teníamos conciencia de ello, todavía éramos la Suiza de América. Había un sistema colegiado de gobierno, no había analfabetismo y los indicadores de salud nos tenían en todos los rubros a la cabeza de América. No había indigencia, no se veían ni niños durmiendo en la vereda en pleno 8 de Octubre y Garibaldi, ni las cuadras tupidas de cuidacoches o de muchachos limpiando parabrisas en todos los semáforos. Las ventanas de las casas no tenían rejas y las páginas policiales de los diarios traían noticias tan insignificantes que en otros países provocaban risa. Andaba Onetti deambulando por la ciudad y Paco Espínola dictando clases en la Facultad de Humanidades, como antes Bergamín y después José Pedro Díaz o Ángel Rama. A mí me tocó en preparatorios de Abogacía nada menos que Idea Vilariño primero y Guido Castillo después enseñando el Quijote. En primer año del IPA estaba Domingo Bordoli. Era el país de la clase media acomodada y las oportunidades para el ascenso social, donde un muchacho de origen humilde que hubiese venido del interior a la capital, con una vida de trabajo se jubilaba a los 54 años, habiendo comprado la casa a pagar en 30, más la casita en el balneario y el automóvil, y metido a sus hijos en la Universidad. ¡Cómo sería ese Uruguay en el que, por ejemplo, las mujeres empezaron a votar 30 años antes que en la Argentina y el Estado dejó de tener hace un siglo religión cuando Argentina todavía la tiene, que con el terrible deterioro que hemos sufrido, el índice de prosperidad Legatum, que mide la calidad de vida, riqueza, salud, educación y felicidad en 104 países de todo el mundo, aún nos da como el segundo país latinoamericano, superado únicamente por Costa Rica con muy escaso margen! La propia propaganda oficial sin darse cuenta lo reconoce. Hay un video del plan Ceibal, que pasó Lanata en su programa en Argentina, donde se habla que Uruguay debe recuperar el sitio de privilegio que tuvo en el pasado, siendo el primer país de América en erradicar el analfabetismo y poniéndose a la cabeza de la educación pública continental. Me sorprendió gratamente, porque uno se ha acostumbrado a escuchar otras injusticias, como la de la reciente publicidad de la Vertiente Artiguista, en la que se ve venir caminando a sus dirigentes y la voz en off dice que hay que votarlos para que no se restauren los 170 años de trampas a los sistemas electorales que nos precedieron. O, hablando de esos mismos 170 años, aquella inefable respuesta de Benedetti al salir del acto en el Palacio Legislativo en que Tabaré Vázquez lanzó el famoso “festejen uruguayos”, en que preguntado sobre qué opinión le merecía el triunfo del Frente Amplio, dijo que “por fin, se llega al final de los 170 años de violaciones a los derechos humanos en que hemos vivido”. Con lo cual daría para preguntar si acaso para algunos el Uruguay nació de un repollo.

Cuando el Che Guevara estuvo en Uruguay a principios de los sesenta supe ahora que dijo en su discurso en la Universidad que Uruguay era un país de libertades plenas, en el cual él podía venir a hablar en público, y que aquí no se requería de una revolución. Yo ya sabía que el Che pensaba así, porque siempre me lo dijo Maneco, a quien se lo había dicho el propio Che en una charla privada que tuvieron y de la cual guardo con celo registro fotográfico. No obstante, más realistas que el rey, los tupamaros se juntaron, se organizaron, se armaron, y se lanzaron a la conquista del poder. Si la acción era incorrecta de por sí porque implicaba violentar las instituciones, ponerse fuera de la ley y cometer delitos, todo supongo yo que para cortar camino porque no creían en la vía democrática o en que la gente pudiese darse cuenta por si sola de que ellos eran los mejores y los votara, o directamente porque el acceso al poder en un país bajo el imperio del derecho no les servía, ya que su intención era imponer un régimen totalitario en el que pudieran avasallar con la propiedad privada e implementar otras consignas marxistas que más temprano que tarde el mundo se encargó de probar que no servían, digo que si la acción era incorrecta de por sí, además pecaba del peor pecado que puede pecar cualquier proyecto político, que es el de ser inconducente y no tener ninguna probabilidad de prosperar. Se puede derrotar a la fuerza del Estado, con la gente a favor. O a la voluntad de la gente, con la fuerza del Estado. No se puede derrotar a ambas a la vez, o al Estado sin la gente. Imaginemos por un instante que en este Uruguay de hoy surgiese de golpe un grupo armado que secuestrase gente, empresarios, ex políticos, diplomáticos, que asesinase a quien no le cayese en gracia, de manera indefensa y a traición, saliendo de su casa, abrazado a su mujer y su hijo, que ejecutase a gente inocente, por ejemplo, el guardia de una embajada que dormita en su garita en pleno invierno, o un obrero que tuvo la mala fortuna de descubrirles un escondite. A nadie le entraría en la cabeza una acción de este tipo, nadie la avalaría. Pues así fue antes, solo que los jóvenes actuales no lo saben y parece que está mal tratar de explicárselos. Una gran mayoría de los jóvenes de hoy cree que los tupamaros actuaron para salvarnos de la dictadura y fueron sus víctimas. Cuando los tupamaros empezaron a hacer lo que hicieron, nadie lo aprobó. El país entero se les puso en contra. El propio Frente Amplio tardó décadas en aceptar que se integraran a su organización. En el año ’71, Bordaberry ganó las elecciones, no porque tuviera un voto, sino porque iba como segunda opción a la reelección de Pacheco. Y la reelección de Pacheco tuvo la adhesión que tuvo, no porque Pacheco por sí mismo tuviese votos, sino porque encarnaba la oposición a los tupamaros. Ahora se quiere desvirtuar aquello hablando de elección fraudulenta (leer una reciente columna de Fernández Huidobro al respecto). Si hubiese habido fraude, que el sistema electoral uruguayo es de los más seguros del mundo, para empezar Pacheco habría salido reelecto. No tiene sentido pensar que se trampeó la elección a favor de Bordaberry dejando a Pacheco afuera. Pero además, es incontestable la popularidad que alcanzó Pacheco en aquellos días. El país se polarizó entre dos opciones que no tenían ninguna posibilidad de prosperar, la reelección de Pacheco, que por más fuerza que tuviera requería de mayorías inalcanzables, y el Frente Amplio, que surgía como fuerza y que en la mejor de las hipótesis podía alcanzar un 18 % de los votos, como alcanzó. Todo el mundo sabe que fue así y que en el medio quedaron las opciones verdaderas, como la de Wilson Ferreira, que habrían triunfado si los tupamaros no hubiesen creado las condiciones en el país que crearon. Pacheco accedió a la presidencia por descarte. Era un personaje prácticamente desconocido a nivel de opinión pública, un diputadillo periodista, como podría ser hoy cualquiera de los que están sentados en el parlamento y que el grueso de la gente no sabe ni sus nombres. Llegó a la vicepresidencia producto de negociaciones y como cuarta o quinta opción, con la única virtud de que no presentaba para los acuerdistas aristas que lo resaltasen. Es decir, como anodino llegó y como anodino se habría ido si los tupamaros no lo hubiesen agrandado. Qué probabilidad de quedar en la historia como presidente puede tener alguien con la única credencial de haber sido boxeador, si no es que se lo sube a un ring y se lo pone a pelear. La gente vio en él al hombre fuerte que quería ver en el momento en que había que combatir a la plaga que había surgido en el país: los tupamaros.

El episodio del asalto a mi casa fue reconocido explícitamente como un error por Zabalza, en un libro publicado no hace mucho. Digo gracias, pero el reconocimiento tiene un componente que incomoda y es que remite inexorablemente a todas las cosas que en el mismo momento no se están reconociendo. Si todo lo que los tupamaros hicieron estuvo mal –como lo estuvo-, ¿cuál es el sentido de señalar puntualmente algo como un error? ¿Dentro de qué lógica que aún no los abandona se inscribe? Los tupamaros se han dedicado más bien a vanagloriarse, directa o indirectamente. Escuché hace un tiempo a Mujica, Huidobro y Rosencof, en un programa de Omar Gutiérrez, contar cómo se reúnen todos los años en la fecha de la toma de Pando para conmemorarla. Tuve la impresión cuando escuchaba eso de que estaba ante una forma de la apología del delito. ¡Hay que reunirse para celebrar un hecho absurdo que duró unas pocas horas y no sirvió para más nada como no fuera hacerle perder allí la vida al hermano de Zabalza! Supongo que sentirán algo así como que fue el momento en que estuvieron más cerca. Me recuerda al festejo de los árabes ante la caída inútil de las torres gemelas con todos sus muertos adentro. He escuchado con cierto estupor cómo se reconoce también el “error” de haber matado a Pascasio Báez. Digo con estupor porque no me gusta la ligera magnanimidad con que se da vuelta esa página. Error fue en todo caso haberse metido sin permiso en mi casa y no dejó más secuelas que tal vez alguna –no se lo he preguntado- en alguna pesadilla de mi hermana. Lo de Pascasio Báez fue un crimen imperdonable. Premeditado y frío. Era la época de “el fin justifica los medios” y alguien sintió que su razón era más importante que la vida de ese hombre inocente, cuyo único pecado fue toparse sin quererlo con un escondite tupamaro. Alguien, que la sociedad no demanda saber su nombre y que según se dice se fue al exilio y ni siquiera pagó con un día de cárcel, decidió un día, con todo su tiempo por delante, reducido e indefenso como estaba, cobardemente, aplicarle una inyección letal al peón rural. ¡Qué alienada tiene que estar una persona para tomarse esa prerrogativa en la vida y después seguir tan campante! Creo que el hecho demanda por lo menos respeto y solemnidad. Yo, guardaría silencio y no lo instrumentalizaría en el marco de ninguna divagación.

Pero lo que más me incomoda –repito- son las barbaridades que no se reconocen, muchas de las cuales de manera cómplice todos pasamos por alto porque no nos animamos a ponerle el cascabel al gato. Dan Mitrione habrá sido un crápula y por eso a nadie le queda bien nombrarlo. Me he preguntado todos estos años cómo reaccionarían hoy día los tupamaros que se sientan en el parlamento de la república, si a alguien, ante la ola de inseguridad que se vive y la demanda de penas más duras para los delincuentes, se le ocurriese ya no bajar la edad de imputabilidad, sino pedir la vigencia de la pena de muerte. Seguro que todos se llenarían la boca con los valores que ha conquistado nuestra sociedad, por cierto construida por los partidos tradicionales. Pues, los tupamaros practicaron la pena de muerte. Dan Mitrione no murió en un hecho de guerra o en un fuego cruzado. Fue secuestrado y bajo sujeción física cobardemente ejecutado por alguien cuyo nombre tampoco la sociedad demanda conocer. Nunca nos enteraremos “qué resignación a último momento lo purificó y lo dejó en nada más que un hombre”, transpolando palabras de Maneco referidas a otro caso. Un tiro en la nuca y el cadáver abandonado en la maleta de un auto, igual a como harían bárbaramente luego los de signo contrario con Michellini y Gutiérrez Ruiz. A Acosta y Lara los tupamaros lo fusilaron a traición saliendo de la puerta de su casa ante la mirada de su mujer y su hijo. No uno, sino varios, uno de los cuales se anda jactando por ahí de haber estado en ese pelotón traicionero. No le dieron siquiera oportunidad de defenderse. Lo mismo a los cuatro soldados que dormían una madrugada de invierno en un jeep y se quedaron sin saber que alguien decidiría que jamás despertasen. Todo avalado u ordenado, por supuesto, por la dirección que integraban Mujica y Huidobro.

Ahora bien, estos crímenes y otros, como digo, fueron repudiados unánimemente por la sociedad. Repito que en las elecciones del ’71, que fue en gran medida un plebiscito sobre los tupamaros, los partidos tradicionales tuvieron el 82 % del respaldo de la ciudadanía. El Frente Amplio alcanzó el 18 %. Pero, sin Mujica ni las corrientes afines a las que no se les permitió ingresar, porque ese 18 % tampoco los quería. Es decir que la adhesión a los tupamaros era nula o se medía en decimales. Sin embargo eso no los desanimaba. Me resulta muy extraño que nadie les pregunte ahora, que el país –no ellos- les ha devuelto la libertad para expresarse y tanto se llenan la boca con la opinión de la gente, por qué no la escuchaban en aquellos años y provocaron el daño irreparable que provocaron. Hay como un pacto de silencio que no comprendo. Sobre todo cuando están ni más ni menos que compareciendo ante la ciudadanía, por propia iniciativa, para pedirle que los respalde. Disfrazados de abuelita. Sanguinetti ha declarado que él ha sido el presidente de las amnistías, que el pasado de Mujica está perdonado y no hay que referirlo, que lo que le preocupa es el futuro y las inseguridades que Mujica genera a partir de las cosas que dice actualmente. Lacalle, preguntado en un programa televisivo sobre el por qué de la dureza de la campaña previa a las elecciones del 25 de octubre, dijo -casi disculpándose- que él apenas una sola vez había hablado del Mujica guerrillero, que quienes habían recurrido a la descalificación personal habían sido sus adversarios. Parece que aludir a los antecedentes de Mujica es dar golpes bajos. Algo así como si al Goyo Álvarez se le ocurrirse ser candidato y nadie le dijese a las nuevas generaciones que no vivieron su época: “che, miren que éste fue dictador”. Y sólo fuera admisible replicarlo a partir de lo que diga hoy día. ¡Cuánto se estará riendo el lobo feroz por adentro de todos nosotros, que le hacemos el caldo gordo!

Golpes bajos: efectivamente, si se tratase de las elecciones de Peñarol, podría entenderse que se juzgase como un golpe bajo traer el pasado de Mujica a colación. Yo por lo menos no sé nada sobre su idoneidad para la cosa deportiva. Pero sé sobre su falta de idoneidad para llevar al Uruguay a buen puerto y no meterlo en un callejón sin salida. Es demasiado grueso que un sujeto que hizo lo que hizo Mujica antes, se presente ahora tan campante, por la vía de la democracia formal que antes despreció e intento derribar, a pedir que lo dejen dirigir los destinos del país y no se le haga un examen exhaustivo. Se confunde la responsabilidad penal con la política, ni más ni menos que Sanguinetti las confunde. De la penal, nada que reclamarle, por lo menos quienes no fuimos sus víctimas directas, que habría que estar en esa situación para saber si es posible perdonar. Pertenecemos a una tradición que da las penas por cumplidas y no destierra ni fusila, o encarcela a los opositores de por vida -como ocurre en los totalitarismos como el que quiso instaurar en este país el movimiento cuya dirección integraba Mujica-, y me remito al principio de esta nota. Pero la responsabilidad política no caduca. Forma parte de la historia, de lo que es ineludible aprender de la misma, y sus actores no se pueden desprender de los actos que los acompañaron así como así, por lo menos hasta tanto no den pruebas suficientes de arrepentimiento, o pidan disculpas públicas. ¿Por qué nadie le pregunta a Mujica qué opinión le merecería que un grupo como el de ellos apareciese ahora cometiendo los mismos delitos que ellos cometieron? Despertarse una mañana con la noticia de que un grupo extremista actuando desde la clandestinidad ha robado un banco, y que en la operación ha muerto un guardia policial. Y que el accionar ha sido enmarcado en una estrategia de toma del poder por la fuerza. ¿Qué opinaría Mujica de ello hoy día, en contra del gobierno del Frente Amplio, de la voluntad del pueblo y de su apoltronamiento en una banca del senado? ¿Por qué no reconocen los tupamaros que se equivocaron de manera inaceptable? ¿Por qué no piden perdón al país, a las víctimas irreparables, a las nuevas generaciones a las que les birlaron el Uruguay que podrían haber tenido y que debieron haber heredado de acuerdo a cómo lo pensaron para ellas sus mayores? ¿Acaso no nos deben eso los tupamaros?

Nadie les desea un día de castigo más, ni siquiera a los que no cumplieron con ninguno. Pero la sociedad debería saber qué piensan de lo que hicieron y que por los avatares de la vida, o la desinformación generalizada –fallas insubsanables de la democracia, por las que antes creyeron que tenían que actuar y de las que ahora se aprovechan-, los terminó trayendo a donde están. Aunque más no sea para que nadie piense que lo hicieron para esto. Porque en el medio quedó el país. Una o dos generaciones perdidas, la educación irreversiblemente deteriorada... Muchas veces me he preguntado cómo sería el Uruguay de hoy si los tupamaros no hubiesen decidido en los años sesenta, mucho antes de Pacheco y de dictadura alguna que lo siguiese, patear el tablero. No digo que ellos solos hayan traído la dictadura. Los partidos políticos no estuvieron a la altura y se equivocaron dándoles protagonismo a los militares y no sabiendo contrarrestarlos luego. Todos los partidos políticos, porque el estado de guerra interna lo declararon todos. Pero los militares fueron llamados, porque los tupamaros estaban actuando contra un país que no estaba preparado para defenderse de ellos, y fueron llamados con la aprobación de la opinión pública también. Es más: los propios dirigentes frenteamplistas celebraron, bajo su miopía antiliberal, las primeras intromisiones militares en la política cuando las creyeron de corte peruanista e iban contra el gobierno constitucional al que ellos se oponían. Y aquí hay otra gran complicidad a señalar. Pero, este país no habría tenido militares con protagonismo y sintiéndose salvadores de la patria, si los tupamaros no hubiesen atentado contra él. No es de recibo la teoría de que la coyuntura internacional ya tenía decidido los procesos dictatoriales del continente. Uruguay pasó indemne durante el siglo XX por situaciones análogas. Nadie puede sostener seriamente que sin tupamaros y militares enfrentándolos, durante un eventual gobierno de Wilson que hubiese sucedido al de Pacheco, por ejemplo, un día, porque sí, habría habido un golpe de estado igual.

Uruguay sería hoy, por lo pronto, un país con más gente viva. Carlos López no habría muerto con una bomba entre sus manos, habría llegado a ser padre y probablemente abuelo. Zelmar Michelini no habría muerto de un balazo en la sien adentro de un automóvil en Buenos Aires, tampoco Gutiérrez Ruiz y los dos cuyos cadáveres aparecieron junto a los suyos y de los cuales la gente ni siquiera recuerda sus nombres. Pascasio Báez estaría tal vez ahora tomando mate con sus nietos en algún lugar de esta tierra, sentado sobre la tierra. Roslik habría seguido curando gente en San Javier, y a los hijos de Sarandy Cabrera no se les habría estropeado la juventud, como a tantas centenas de otros, entre ellos dos amigos míos de toda la vida. Los hijos de los desaparecidos no estarían ahora pidiendo justicia por televisión, sino que habrían podido disfrutar de sus padres como debió ser. ¿Es que no sienten alguna responsabilidad los Mujica cuando ven a esos hijos de desaparecidos con sus vidas, viviendo lo que han tenido que vivir y aún siguen viviendo? ¿En ningún punto se les pasa por la mente sentirse culpables de haber puesto a andar un mecanismo que terminó con tanta gente pagando? Las nuevas generaciones, por no hablar de la nuestra que quedó inexorablemente estropeada, se habrían beneficiado de haber recibido un país como el que recibimos nosotros. Sin la mitad de las familias en el exterior. Sin la intelectualidad y los artistas en el exterior. Imaginemos por un momento un Uruguay con todos los que quedaron afuera, adentro, con una enseñanza con el nivel como la que había hace cuarenta años. Todo eso nos quitaron los tupamaros.

Ahora bien, a uno de ellos ahora se le ocurre presentarse para disputar la presidencia de la república y gobernar un país bajo las reglas del liberalismo político. Eso supone –ser liberal- que por encima de las propias convicciones está la opinión de los demás. Que uno no es dueño de la verdad. Que si para uno la democracia tiene fallas, eso no significa otra cosa que es lo que uno siente, pero que puede estar equivocado. Y que nada lo habilita a tratar de imponerse por la fuerza. Los antiliberales, daltónicos de la falibilidad del pensamiento, pero sobre todo huérfanos de la idea madre del peligro que implica, por más que uno se sienta mejor que el otro, dejar de respetar las reglas básicas de convivencia, no son diferentes de los militares que dieron el golpe de Estado en el ’73. ¿Alguien puede creer que éstos no creían también en su fuero íntimo que eran mejor para el país que los políticos? ¿Acaso llegaron porque en el fondo buscaban quedar en los libros de historia como los malos, y terminar presos? El mismo fundamento que hizo que los militares sintiéndose mejores que los políticos creyesen que debían sacarlos para ponerse ellos, guió a los tupamaros. Buscaban la toma del poder por la fuerza y si hubiesen tenido la fuerza suficiente y lo hubiesen logrado, igual a como hicieron los militares, habrían cometido desde el control del Estado todo tipo de excesos. Porque una cosa lleva a la otra. Cuando fallan las alertas de transgresión de los límites para lo primero, fallan para todo lo que venga después. Habrían encarcelado a quienes juzgasen merecedores de ello, fuera del imperio del derecho. Como lo hicieron cuanto pudieron en sus cárceles clandestinas y autodenominadas del pueblo. ¿Saben las nuevas generaciones que los tupamaros, sintiendo que el pueblo eran ellos y que todo lo demás era escoria, encarcelaron durante meses, por ejemplo, al embajador de Gran Bretaña, hasta ahora se sabe por qué? ¿Acaso el embajador de Gran Bretaña de entonces era peor persona que el actual? ¿Y si no era peor persona, dejando de lado la básica cuestión de que nadie debería de erigirse en juez y creer que puede decidir quién es mejor o peor persona, Mujica piensa que el actual embajador de Gran Bretaña merecería también estar preso bajo el piso durante meses? Los tupamaros, desde la toma del control del Estado, habrían avasallado los derechos de los demás, para empezar la propiedad privada, en coherencia con la ideología que al parecer, por lo menos en este punto, Mujica aún mantiene, y habrían ejecutado gente también si la entendían peligrosa para los intereses de la revolución, como lo hicieron cuanto pudieron desde su posición de acecho clandestino y como lo hicieron los regímenes que ellos tenían como modelo una vez que se hicieron con el control del Estado. Y habrían torturado también. ¿No es acaso una forma de tortura someter a gente como la sometieron en sus secuestros? Escuché hace un tiempo en un noticiero una grabación de Rosencof relatando con absoluto desparpajo cómo interrogaba a Bardesio, el fotógrafo de la policía que habían secuestrado. Parece que el hombre no lo podía ver a él, pero él sí al hombre, es decir que lo tenían encapuchado. Parece que estaba enterrado debajo de no sé qué y que una vez al día alguien entraba a sacarle las suciedades. ¿Cuánto de tortura psicológica hay en una situación así para el que la padece, sin poder saber cuál será el final, o si será el de Dan Mitrione?

El autoritarismo -que en el fondo no es otra cosa que el desprecio por el otro- se le sale por los poros a Mujica, aún hoy. En el preciso momento en que más esfuerzos tendría que estar haciendo para mostrar lo contrario, lo vemos someter a Lacalle a la descalificación y la sorna diarias, y hasta llegar a compararlo con Franco, nada más que porque no le tolera su condición de creyente. En el final del discurso del día de las elecciones, Lacalle hizo mención a los altos y bajos de la vida. Dijo, con ostensible emoción, que se daba cuenta que los malos momentos pasados habían sido la forma que había tenido la providencia, con mano dura, de mejor prepararlo para el mañana. Era una expresión de gratitud por estar, después de haber sido desahuciado políticamente, nuevamente en carrera. Agradecer a Dios no significa que se piense que Dios tiene preferencias, ni que interviene en los asuntos de los hombres. Es una apelación más formal que material que se corresponde con una estructura de pensamiento que ha sido y sigue siendo la predominante –mal que a Mujica le pese- en la historia de la humanidad. En todo caso, lo resaltable es que Lacalle sepa encontrarle sentido a su revolcón pasado. Pretender que eso lo aproxima a un dictador asesino como Franco, que se sentía caudillo de España por la gracia de Dios, es rayano con la canallada, y sólo se explica en un Mujica iracundo que no logra asimilar la carga que representa ser el primer candidato del Frente Amplio que frena con su candidatura su crecimiento histórico y lo hace retroceder. Porque en su exabrupto, Mujica además nos rezonga a todos. Dice ser el único que se ha dado cuenta de lo que dice y que es increíble que sea así. Se muestra fastidiado, y hace pensar en si el sentimiento de estado de iluminación que guió sus actos en el pasado lo habrá realmente abandonado. Va más allá aún: dice -con otras palabras- que la cosmovisión religiosa de Lacalle implica un retroceso de 300 años en la historia de la humanidad, no sé si pensando en Luis XIV. Y aquí es donde la enseñanza bíblica de no mirar la paja en ojo ajeno sin antes ver la viga en el propio, le viene a caer en falta a Mujica. Porque si unos días antes de las elecciones de octubre apareció declarando que de no haber sido Lacalle sino Larrañaga su oponente, las mismas habrían estado más reñidas, en función de la resistencia que genera Lacalle, sin darse cuenta que estaba hablando de sí mismo, porque si algo es seguro es que de haber sido Astori el candidato frenteamplista, el Frente Amplio habría ganado en primera vuelta, digo que Mujica le endilga al otro lo que ha sido su pecado capital. No sólo se situó en su etapa tupamara justo un momento antes de los valores de la Ilustración, hace 300 años, despreciando la democracia formal y queriendo conquistar el poder por la fuerza, en contra de la Constitución y de la opinión unánime de la gente, sino que metiéndose en la máquina del tiempo viajó directamente a la época de linchamiento de los cuatreros, haciendo ejecutar sin juicio previo a aquellos que entendió no merecían vivir. Increíblemente Mujica se siente más moderno que Lacalle y no logra controlar su encono. Un día declara burlonamente que de haber sabido que Dios prefería a Lacalle no se hubiese presentado (estaría a tiempo, ¿no?), al otro que Lacalle se vale del uso de la bandera uruguaya para engañar al electorado, sin reparar en que él mismo apareció envuelto con la bandera en el acto final del día de las elecciones. Éste no es el Mujica que hace un año aparecía bonachón en televisión y con espíritu abierto y generoso contestaba a la pregunta de si sería candidato con un “no, m´hijo, yo ya estoy viejo para esto, hay compañeros mejor preparados”. Aquél simulaba ser un Mujica despojado de egoísmos y vanidades a quien sólo le importaban los demás. Pero, la soberbia es un pecado traicionero que no hace distingos y emerge toda vez que se le suministra pista. Tenemos de golpe a un Mujica prepotente que como Maradona trata mal a los periodistas y a la teleaudiencia, y dice en la conferencia de prensa del final del día de las elecciones que está perdiendo el tiempo y que lo que quiere es irse de una vez por todas a cerrar filas con los suyos, como hacían los charrúas antes de librar batallas. Así que, sentimiento anacrónico de clase por un lado (ya se le había escapado en un programa de televisión que a la clase media no había más remedio que “bancársela”, porque está instruida y no se puede sacar a un país adelante con sólo los pobres), sentimiento despreciativo de pertenencia a un grupo por otro, agresividad a flor de piel, a Mujica se le está viendo la hilacha autoritaria y combativa y ya no parecen quedar dudas de lo que había debajo de su careta bonachona y cuánto le durará la disposición a “bancarse” nada.

En estos días ha aparecido una cuenta nueva en el collar de Rosencof con Bardesio. Finalmente el fotógrafo fue extraditado de Argentina y se le realizó un careo con Rosencof, el cual al salir del juzgado declaró al portal de Montevideo.Comm que “no hay la menor duda de que lo que hicimos nosotros fue correcto”. No me doy cuenta qué parte del “mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”, Rosencof aún no entiende. Rosencof actuó por la fuerza contra la voluntad de la gente, que quería la vigencia de la ley y de las instituciones. No se puede implementar una justicia paralela, o por mano propia, bajo ninguna circunstancia. Cuando se lo hace, por impulso pasional, está mal. Y peor está defender la acción casi cuarenta años después y cuando se tiene la responsabilidad de estar desempeñando cargos públicos y se puede influenciar negativamente en la construcción de valores en la juventud. No tengo formación jurídica, pero intuyo que la propia comparecencia de Rosencof al juzgado está viciada de nulidad. La prueba obtenida bajo presión no es válida y me preocupa enormemente que el sistema judicial aparezca como abrazado a los tupamaros para juzgar juntos a sus enemigos. Por supuesto que no defiendo a Bardesio y a lo que pudo hacer, que si fue lo que se dice estuvo horrible. Solo una mente malintencionada y maniobrera podría tergiversar así estas líneas. Simplemente me parece muy nocivo que con un trabajo fino y persistente se esté de a poco, en la medida que se va obteniendo poder, “blanqueando” el pasado de los tupamaros. No quiero que mis nietos vivan en un país en que se enseñen en los liceos las “proezas” de esta gente. Tal vez algún juez debería de actuar de oficio y llamar a Rosencof a responsabilidad.

Por otro lado escucho a la politóloga Constanza Moreira, que ha salido electa senadora por una lista de los tupamaros, la de Mujica, y que al parecer tendría gran influencia en un eventual gobierno futuro del mismo, hablar en términos inaceptables, por la irrespetuosidad y desprecio que transmite hacia todo lo que no sea estar de su lado. Cito de memoria: palabras más, palabras menos, Moreira explica que el Frente Amplio crece porque “trabaja” en la franja de la población que quiere la justicia social y que es la mayoritaria. Los pequeños partidos (Sic, y se refería a los partidos que construyeron la república de la cual hoy ella disfruta) tratan de capitalizar la franja conservadora. Todo dicho al pasar, con aire doctoral, y en medio de una elucubración académica, de acuerdo al rango que le daba además quien la entrevistaba. Es decir: algo así como que los “buenos”, por crecimiento vegetativo y a medida que los “calandracas” se vayan muriendo, terminarán siendo la unanimidad. No daría para más comentarios, si no fuera que la politóloga se está erigiendo en la cara visible del mujiquismo. La teoría de los dos países es muy peligrosa, además de mendaz. Aquí no hay unos que quieren la justicia social y otros que quieren la injusticia social. Bastaría que la politóloga encargase una encuesta para averiguar cuántos uruguayos quieren la justicia social, para que el resultado le tapase la boca. De otra manera: si la encuesta preguntase por el apoyo a un gobierno totalitario, aunque su programa fuese el más justo del mundo, vería que casi ninguno de sus votantes lo suscribiría. Si el Frente crece (que en rigor sería más apropiado que la politóloga se abocase a tratar de explicar por qué con Mujica dejó de crecer y decreció) es por dos razones que surgen como bastante claras: la primera es que cada vez son más quienes no están vacunados contra el antiliberalismo (los jóvenes), y la segunda es que los candidatos frentistas cada vez esconden más esa matriz de base. Quienes no los votan es, entre otras razones, porque desconfían de su reconversión. Si Mujica y lo que representa pasó de tener ningún apoyo a tener el apoyo que tiene hoy día, no es porque antes quisiese la injusticia social y ahora quiere la justicia social, Moreira, no nos subestime usted. En eso no ha cambiado Mujica. En lo que cambió, o en lo que dice haber cambiado, y aquí está el quid del asunto: su credibilidad, es en la aceptación de los valores republicanos. Yo no le creo a alguien que antes de ganar ya está amenazando con que no sería inteligente que le pusieran a Lacalle de interlocutor, y que el día de las elecciones confunde su responsabilidad con el electorado y con la importancia de lo que se está viviendo, con sus deberes a tractor subido en su chacra. Que por cierto estaría bueno que se supiese cuánto vale y cómo la obtuvo.


** La nota fue escrita entre la primera y la segunda vuelta de la elección del año 2009. Yo veía cómo Lacalle se desmoronaba sin dar batalla y no podía creer que hubiese como un pacto de perdonarle la vida a Mujica y no hablar de su pasado. Hoy ya no pienso que Mujica escondía un lobo feroz, sino más bien un coloidal totalmente inesperado. Había pensado actualizarla a la luz de lo que terminó resultando, pero finalmente decidí dejarla tal cual, porque creo que más allá del error en la predicción, la mayor parte de lo que ahí conté, tiene vigencia. Principalmente esta cuestión de que se sigue desinformando a la juventud sobre la historia reciente. Y además creo que da un testimonio, que no sé si ya tanto se recuerda, de lo intolerante que fue Mujica en el final de su campaña.

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