Por Felipe Flores Silva (**)
En abril de 1984, Maneco Flores Mora escribió
en la contratapa del semanario Jaque pidiendo por Raúl Sendic. Todavía eran
tiempos de dictadura en los que se torturaba y asesinaba en los cuarteles, como
ocurriría semanas después con el Dr. Vladimir Roslik. Roslik fue sacado de
noche de su casa, arrancado de los brazos de su mujer y de sus propias
súplicas, porque temía que le repitiesen las torturas padecidas en anteriores
oportunidades, probablemente luego sumergido en alguna cloaca, porque se
encontró líquido maloliente en sus pulmones, y le destrozaron el hígado a
culatazos. Es decir que tuvo una muerte espantosa, aterrado y sufriendo,
indefenso, en manos de gente que habría que preguntarse si merece ser llamada
gente. Los partes oficiales hablaban de muerte por causas naturales y fue
Maneco quien consiguió acceder a la lectura de la autopsia cuyo contenido se
mantenía oculto, y lo publicó en Jaque, forzando a las autoridades a procesar a
los responsables. Aquellas contratapas semanales del último año y pico de
dictadura lograron sintetizar el sentimiento generalizado de repudio a la
misma, y de entre los muchos testimonios que guardo de ello, sea la carta que
le escribió Wilson desde su prisión en Trinidad en que le cuenta la emoción que
le produjo leer una contratapa que le “metieron de contrabando” y le pondera el
discurso por la amnistía general e irrestricta pronunciado en la convención
colorada, o sean las cartas de Onetti desde Madrid en que le pide que se cure
pronto y le “devuelva la alegría de releer sus comentarios sobre los
intelectuales uniformados” y le dice que “han repartido tantas fotocopias de
sus artículos que ya su nombre debe ser muy respetado en las europas”, quiero
transcribir un extracto de la carta que le escribe desde su exilio en Suecia
Sarandy Cabrera: “me llegó hace poco el número 18 del semanario Jaque con su
artículo sobre ‘Las ánimas del purgatorio’. Lo leí con la emoción que usted
puede entender cuando le digo que desde hace trece años tengo dos hijos presos
en el penal de Libertad: Daymán de 35 años y Yanduy de 33. Le digo las edades
para que vea que se han pasado allí lo mejor de su juventud, es decir desde que
tenían poco más de 20 años. Y ahora usted levanta –a lo que yo sepa- la primera
voz que pide por todos sin exclusiones. Si pide usted y con razón, por Sendic,
pide también por Daymán y por Yanduy, entre tantos otros, naturalmente.
Permítame que le diga cuánto valoro su valiente y generosa actitud (…) leer lo
que usted escribe me reconcilia con un vasto sector del Uruguay y hasta
afirmaría, con el género humano. He hecho copias de su alegato y lo he enviado
a mis otros hijos que viven en Suecia, a amigos y conocidos. ¿Sabe qué me dijo
mi hija Anahy por todo comentario? ‘Ese artículo me hace sentirme uruguaya’.
Fue una breve conversación telefónica, pero le aseguro que ella estaba tan
profundamente tocada como yo (…) me toca a mí señalarle mi respeto y mi estima
al ver en usted el primer abanderado de la única causa común a todos los
orientales de sentimientos humanos y justicieros: la libertad de todos los
presos políticos, de Sendic para abajo, sin exclusiones ni cortapisas, con toda
la generosidad que usted plantea. El problema urge: muchos ya han muerto y otros
pueden morir presos, entre ellos mi hijo Daymán cuya salud (asma crónica y
pobrísima capacidad respiratoria) es tan precaria que puede tener una crisis
fatal en cualquier momento”.
Empiezo
con esta referencia a Maneco, porque me interesa dar el tono justo desde el
cual escribo, y ponerme a cobijo de la descalificación abusiva en que suelen
incurrir los antiliberales cuando se está en desacuerdo con ellos. Es decir: no
aprobar el daño que los tupamaros le hicieron al país que teníamos y que ya
nunca tendremos, no significa que se esté a favor de la dictadura, o se sea
imperialista u oligarca, o simpatizante de Hitler. Por el contrario, fueron los
liberales herederos de la tradición que construyó el país modelo que fue el
Uruguay, quienes actuaron para recuperar la democracia de la cual se benefician
hoy entre otros los tupamaros apoltronados en el senado de la república. Actuaron
primero combatiendo el nefasto plebiscito del año ’80, cuya aprobación la
dictadura empujaba para perpetuarse, y donde emergió la figura de Tarigo; luego
arrasando en las elecciones del año ’82 con los blancos a la cabeza; y
finalmente en las negociaciones que llevaron a las elecciones del año ’84.
Maneco integró la Comisión de Derechos Humanos multipartidaria en aquellos años,
y en su última intervención política, con la voz ya quebrada por la terrible
enfermedad que lo aquejaba, en la convención de su partido, pidió la palabra
para reclamar una vez más la apertura de las puertas de las cárceles mediante
la aprobación de una amnistía general e irrestricta que nos devolviera la paz. Pero defender los
derechos humanos y constitucionales de los tupamaros no significa que se esté
de su lado. Porque ser liberal es justamente eso: respetar al que disiente de
uno, incluso si usa la
violencia. Releo ahora el último editorial que Maneco
escribió en Jaque, a días de su muerte, y me sorprende su advertencia
premonitoria: “si el régimen de facto que fenece representó la exaltación del
arbitrio sobre el derecho, por desdicha la tendencia a lo arbitrario no le es
exclusiva. Más: aunque en escala considerablemente menor, el régimen militar
fue precedido por la irrupción de otras vertientes que arrasando con las leyes
de juego democrático, se sentían autorizadas, en nombre de valores que por sí mismas
proclamaban, a todos los abusos de la acción o de la imposición directas.
Muchas de esas tentaciones y patologías de la militancia, lejos de desaparecer,
vivieron enquistadas bajo el régimen de facto y ahora que el país –no ellas- ha
terminado con la dictadura, se aprestan a una resurrección multiplicada, que
confía más en la presión que en la persuasión y prefiere la maniobra al juego
limpio. Causa de dictadura, carne de dictadura y rémora de dictadura, todo
procedimiento de autoritarismo, a cualquier nivel –político, partidario,
patronal, sindical, estudiantil o profesional- supone alzarse insoportablemente
contra la esencia misma de la libertad democrática”.
Quiero
contar ahora un pequeño cuento que no me contó nadie, porque lo viví
directamente. Era el año 1968, cuando yo entré, con 16 años, a cursar
preparatorios de Abogacía –que así se llamaba en aquella época el 5º de
secundario- en el IAVA. Año crucial para el mundo y para el Uruguay, si los
hay. Venía de ser asesinado, hacía unos meses, en Bolivia, el Che Guevara, y
matarían durante el año, a Martin Luther King y a Robert Kennedy. Los
estudiantes franceses iniciaron una revuelta que marcó a una generación, se
propagó por el mundo, y ha quedado en la historia de la humanidad registrada
como el mayo francés. Con la salvedad de que los franceses la superaron y al
poco tiempo volvieron a ser el país civilizado que eran. Pero otros países,
como el nuestro, no. Para el Uruguay ya las cosas no volvieron a ser nunca más
como antes, porque un grupo organizado que operaba desde hacía cinco años con
más pena que gloria aprovechó la oportunidad para engrosar sus filas. La
necesidad de protestar era más que un medio, un fin. Aquí, las primeras
barricadas y quemas de cubiertas en 18 de Julio, con ocupaciones de centros de
estudio, fueron en protesta por la suba del boleto. Algo así como si ahora,
porque al hijo de Sendic se le ocurriese subir el supergás en Ancap, las
enfermeras de la capital ocupasen los nosocomios y paralizasen la salud. El IAVA
estuvo casi todo el año cerrado y la mayoría de los estudiantes lo perdimos
inexorablemente. Yo recuerdo a alguien que sobresalía del resto por su carisma
personal y coraje. Se llamaba Carlos López y se paraba encima de una mesa y nos
arengaba a todos en las asambleas a patio lleno. Creo que fue al primero que vi
con pelo largo y lacio peinado al medio y tenía una novia que todos le
envidiábamos. Supongo que en alguna parte de mi alma habré querido parecerme a
él. No sé si llegó a cumplir los 18 años. Una mañana, por el verano de fin del
’69, nos enteramos de que le había explotado una bomba entre las manos en el
Bowling de Carrasco, y que con su vida se había llevado la de una inocente
mujer que sin tener la menor posibilidad de sospechar lo que le pasaría -igual
a como le habrá pasado a alguna en las torres gemelas-, realizaba la limpieza
en el lugar. Esa mañana se murió un estudiante que no llegó a tener la vida que
podría haber tenido, una limpiadora que tampoco pudo terminar la vida como la
podría haber terminado, y se destruyó para siempre un supuesto icono de la
oligarquía, porque aquí, si no se divierten todos, que no se divierta nadie. A
Carlos López un irresponsable mayor que él le dio una bomba y lo mandó a la
muerte.
En
el invierno de aquel año ’69, una nochecita los tupamaros entraron en malón a
mi casa. Todavía era el Uruguay en que a las puertas no se les pasaba llave
hasta que el último se fuese a dormir. Escudados en la oscuridad bajaron
corriendo de un camión y se metieron corriendo por toda la casa, revólver en
mano. Eran como veinte o treinta y parecían cien. Los dirigían Zabalza y
Fernández Huidobro. Este último se quedó cuidándonos a mi madre, a mis hermanos
menores y a mí, en torno de la mesa del comedor. Mi madre tuvo que pedirle a
Huidobro que dejase de apuntar, que éramos todos inofensivos. A mi hermana de
doce años la bajaron en vilo desde su dormitorio en la planta alta. Revolvieron
todo y se fueron. Dos frases me quedaron en la memoria: una se la escuché a uno
que pasaba corriendo y le decía a otro: “che, parece que este viejo no mete la
mano en la lata”. Seguro que el estado de austeridad en que vivíamos o alguna
olla con la que se habrá tropezado puesta en el piso por mi madre para recibir
el agua de alguna gotera, no lo sacaban de su sorpresa. La otra me la dijo Huidobro casi
que justificándose y sin sacarme la vista de los ojos: “cuando seas más grande
vas a entender por qué hacemos lo que hacemos”. Me parece que la primera frase
habla del estado de impulsividad, prejuzgamiento y desinformación con que
actuaban los tupamaros. Sobre todo considerando que Maneco había renunciado el
año anterior al gabinete ministerial, junto con Michelini y Vasconcellos, en
discrepancia con las primeras medidas prontas de seguridad que había decretado
Pacheco. Ministros de Gestido los tres, los tres renunciaron juntos cuando
advenido Pacheco enfiló para el lado de la represión. Es decir
que renunciaron en alguna forma en defensa, no de los tupamaros, pero sí de sus
derechos constitucionales. Para los tupamaros, si eras senador de la república
-igualito a como lo son ellos ahora-, eras mala persona, seguramente rico y
seguramente enriquecido de manera indebida, así que contra vos vamos. La otra
frase me parece impagable, porque habla del estado de iluminación en que se
sentían. Es decir, como nosotros entendemos más de las cosas que los demás,
actuamos. En contra de los demás, pero por su bien. Que un día nos agradecerán.
Yo te vengo a contestar ahora, Huidobro, cuarenta años después, que he crecido
y que no entiendo nada de lo que hiciste. Más bien estoy esperando que tú digas
que tú tampoco y pidas de una vez por todas, desde la poltrona del senado que
ocupás, tal vez la misma que ocupó Maneco, disculpas.
Recuerdo
que a la mañana siguiente estaba el comisario Otero en mi casa, con fotos de
los posibles intrusos para que los reconociéramos, y recuerdo a mi padre
hablando para la televisión y diciendo que emplazaba a los tupamaros a que
dijesen qué habían venido a buscar y de qué se trataba todo eso, y que en todo
caso volviesen cuando estuviese él presente. El comisario Otero era también
juez de primera división en fútbol, de manera que todavía estábamos en el país
en que a los tupamaros los combatía un solo hombre, como Eliot Ness contra la mafia. Los militares no
existían y al director de inteligencia y enlace de la policía se lo podía
putear el domingo en el estadio, porque estábamos todos en familia. De ese país
dice Maneco en su último editorial que “fue durante décadas, por obra de
algunos grandes gobernantes que tuvo, el más libre de América. El país del
régimen de derecho, refugio para los perseguidos de todas las latitudes y
ejemplo de convivencia que mereció por igual el expreso reconocimiento del Che
Guevara, por un lado, y el del presidente Eisenhower, por otro, en días
próximos entre sí (…) pero fuimos además país de la cultura, en todas partes
respetado –en Carrasco, Juan
Carlos I de España creyó oportuno recordárselo al General
Gregorio Álvarez- por la valía de sus escritores y artistas, por su pensamiento
y su irradiación espiritual. Fuimos también la tierra laboratorio de los
cambios sin miedo, donde se ensayaban con audacia, décadas antes que en
cualquiera otra parte del mundo, reformas sociales y económicas que otros
pueblos todavía discuten, como el divorcio o la enseñanza obligatoria, laica y
gratuita. Fueron característica de Uruguay la previsión social y regímenes
jubilatorios y pensionarios, el amparo de los derechos obreros con muy temprana
limitación a ocho horas de la jornada de trabajo, o las garantías de la
estabilidad administrativa para los funcionarios. También lo fue el rescate
para la nación de la propiedad de sus servicios públicos, arrancada de las
manos extranjeras, o el monopolio de explotación de algunas grandes actividades
industriales y comerciales –seguros, destilación de alcoholes, etc.- asimismo
cobradas a la avidez capitalista privada y extranjera”.
Pues,
contra ese país arremetieron los tupamaros. Yo digo que en los años sesenta,
aunque los que ahí estábamos ya no teníamos conciencia de ello, todavía éramos
la Suiza de América. Había un sistema colegiado de gobierno, no había
analfabetismo y los indicadores de salud nos tenían en todos los rubros a la
cabeza de América. No había indigencia, no se veían ni niños durmiendo en la
vereda en pleno 8 de Octubre y Garibaldi, ni las cuadras tupidas de cuidacoches
o de muchachos limpiando parabrisas en todos los semáforos. Las ventanas de las
casas no tenían rejas y las páginas policiales de los diarios traían noticias
tan insignificantes que en otros países provocaban risa. Andaba Onetti
deambulando por la ciudad y Paco Espínola dictando clases en la Facultad de
Humanidades, como antes Bergamín y después José Pedro Díaz o Ángel Rama. A mí
me tocó en preparatorios de Abogacía nada menos que Idea Vilariño primero y
Guido Castillo después enseñando el Quijote. En primer año del IPA estaba
Domingo Bordoli. Era el país de la clase media acomodada y las oportunidades
para el ascenso social, donde un muchacho de origen humilde que hubiese venido
del interior a la capital, con una vida de trabajo se jubilaba a los 54 años,
habiendo comprado la casa a pagar en 30, más la casita en el balneario y el
automóvil, y metido a sus hijos en la Universidad. ¡Cómo sería ese Uruguay en
el que, por ejemplo, las mujeres empezaron a votar 30 años antes que en la
Argentina y el Estado dejó de tener hace un siglo religión cuando Argentina
todavía la tiene, que con el terrible deterioro que hemos sufrido, el índice de
prosperidad Legatum, que mide la calidad de vida, riqueza, salud, educación y
felicidad en 104 países de todo el mundo, aún nos da como el segundo país
latinoamericano, superado únicamente por Costa Rica con muy escaso margen! La
propia propaganda oficial sin darse cuenta lo reconoce. Hay un video del plan
Ceibal, que pasó Lanata en su programa en Argentina, donde se habla que Uruguay
debe recuperar el sitio de privilegio que tuvo en el pasado, siendo el primer
país de América en erradicar el analfabetismo y poniéndose a la cabeza de la
educación pública continental. Me sorprendió gratamente, porque uno se ha
acostumbrado a escuchar otras injusticias, como la de la reciente publicidad de
la Vertiente
Artiguista , en la que se ve venir caminando a sus dirigentes
y la voz en off dice que hay que votarlos para que no se restauren los 170 años
de trampas a los sistemas electorales que nos precedieron. O, hablando de esos
mismos 170 años, aquella inefable respuesta de Benedetti al salir del acto en
el Palacio Legislativo en que Tabaré Vázquez lanzó el famoso “festejen
uruguayos”, en que preguntado sobre qué opinión le merecía el triunfo del
Frente Amplio, dijo que “por fin, se llega al final de los 170 años de
violaciones a los derechos humanos en que hemos vivido”. Con lo cual daría para
preguntar si acaso para algunos el Uruguay nació de un repollo.
Cuando
el Che Guevara estuvo en Uruguay a principios de los sesenta supe ahora que
dijo en su discurso en la Universidad que Uruguay era un país de libertades
plenas, en el cual él podía venir a hablar en público, y que aquí no se
requería de una revolución. Yo ya sabía que el Che pensaba así, porque siempre
me lo dijo Maneco, a quien se lo había dicho el propio Che en una charla
privada que tuvieron y de la cual guardo con celo registro fotográfico. No
obstante, más realistas que el rey, los tupamaros se juntaron, se organizaron,
se armaron, y se lanzaron a la conquista del poder. Si la acción era incorrecta
de por sí porque implicaba violentar las instituciones, ponerse fuera de la ley
y cometer delitos, todo supongo yo que para cortar camino porque no creían en
la vía democrática o en que la gente pudiese darse cuenta por si sola de que
ellos eran los mejores y los votara, o directamente porque el acceso al poder
en un país bajo el imperio del derecho no les servía, ya que su intención era
imponer un régimen totalitario en el que pudieran avasallar con la propiedad
privada e implementar otras consignas marxistas que más temprano que tarde el
mundo se encargó de probar que no servían, digo que si la acción era incorrecta
de por sí, además pecaba del peor pecado que puede pecar cualquier proyecto
político, que es el de ser inconducente y no tener ninguna probabilidad de
prosperar. Se puede derrotar a la fuerza del Estado, con la gente a favor. O a
la voluntad de la gente, con la fuerza del Estado. No se puede derrotar a ambas
a la vez, o al Estado sin la gente. Imaginemos por un instante que en este
Uruguay de hoy surgiese de golpe un grupo armado que secuestrase gente,
empresarios, ex políticos, diplomáticos, que asesinase a quien no le cayese en
gracia, de manera indefensa y a traición, saliendo de su casa, abrazado a su
mujer y su hijo, que ejecutase a gente inocente, por ejemplo, el guardia de una
embajada que dormita en su garita en pleno invierno, o un obrero que tuvo la
mala fortuna de descubrirles un escondite. A nadie le entraría en la cabeza una
acción de este tipo, nadie la
avalaría. Pues así fue antes, solo que los jóvenes actuales
no lo saben y parece que está mal tratar de explicárselos. Una gran mayoría de
los jóvenes de hoy cree que los tupamaros actuaron para salvarnos de la
dictadura y fueron sus víctimas. Cuando los tupamaros empezaron a hacer lo que
hicieron, nadie lo aprobó. El país entero se les puso en contra. El propio
Frente Amplio tardó décadas en aceptar que se integraran a su organización. En
el año ’71, Bordaberry ganó las elecciones, no porque tuviera un voto, sino
porque iba como segunda opción a la reelección de Pacheco. Y la reelección de
Pacheco tuvo la adhesión que tuvo, no porque Pacheco por sí mismo tuviese
votos, sino porque encarnaba la oposición a los tupamaros. Ahora se quiere
desvirtuar aquello hablando de elección fraudulenta (leer una reciente columna
de Fernández Huidobro al respecto). Si hubiese habido fraude, que el sistema electoral
uruguayo es de los más seguros del mundo, para empezar Pacheco habría salido
reelecto. No tiene sentido pensar que se trampeó la elección a favor de
Bordaberry dejando a Pacheco afuera. Pero además, es incontestable la
popularidad que alcanzó Pacheco en aquellos días. El país se polarizó entre dos
opciones que no tenían ninguna posibilidad de prosperar, la reelección de
Pacheco, que por más fuerza que tuviera requería de mayorías inalcanzables, y
el Frente Amplio, que surgía como fuerza y que en la mejor de las hipótesis
podía alcanzar un 18 % de los votos, como alcanzó. Todo el mundo sabe que fue
así y que en el medio quedaron las opciones verdaderas, como la de Wilson Ferreira ,
que habrían triunfado si los tupamaros no hubiesen creado las condiciones en el
país que crearon. Pacheco accedió a la presidencia por descarte. Era un
personaje prácticamente desconocido a nivel de opinión pública, un diputadillo
periodista, como podría ser hoy cualquiera de los que están sentados en el
parlamento y que el grueso de la gente no sabe ni sus nombres. Llegó a la
vicepresidencia producto de negociaciones y como cuarta o quinta opción, con la
única virtud de que no presentaba para los acuerdistas aristas que lo
resaltasen. Es decir, como anodino llegó y como anodino se habría ido si los
tupamaros no lo hubiesen agrandado. Qué probabilidad de quedar en la historia
como presidente puede tener alguien con la única credencial de haber sido
boxeador, si no es que se lo sube a un ring y se lo pone a pelear. La gente vio
en él al hombre fuerte que quería ver en el momento en que había que combatir a
la plaga que había surgido en el país: los tupamaros.
El
episodio del asalto a mi casa fue reconocido explícitamente como un error por
Zabalza, en un libro publicado no hace mucho. Digo gracias, pero el
reconocimiento tiene un componente que incomoda y es que remite inexorablemente
a todas las cosas que en el mismo momento no se están reconociendo. Si todo lo
que los tupamaros hicieron estuvo mal –como lo estuvo-, ¿cuál es el sentido de
señalar puntualmente algo como un error? ¿Dentro de qué lógica que aún no los
abandona se inscribe? Los tupamaros se han dedicado más bien a vanagloriarse,
directa o indirectamente. Escuché hace un tiempo a Mujica, Huidobro y Rosencof,
en un programa de Omar Gutiérrez, contar cómo se reúnen todos los años en la
fecha de la toma de Pando para conmemorarla. Tuve la impresión cuando escuchaba
eso de que estaba ante una forma de la apología del delito. ¡Hay que reunirse
para celebrar un hecho absurdo que duró unas pocas horas y no sirvió para más
nada como no fuera hacerle perder allí la vida al hermano de Zabalza! Supongo
que sentirán algo así como que fue el momento en que estuvieron más cerca. Me
recuerda al festejo de los árabes ante la caída inútil de las torres gemelas
con todos sus muertos adentro. He escuchado con cierto estupor cómo se reconoce
también el “error” de haber matado a Pascasio Báez. Digo con estupor porque no
me gusta la ligera magnanimidad con que se da vuelta esa página. Error fue en
todo caso haberse metido sin permiso en mi casa y no dejó más secuelas que tal
vez alguna –no se lo he preguntado- en alguna pesadilla de mi hermana. Lo de
Pascasio Báez fue un crimen imperdonable. Premeditado y frío. Era la época de
“el fin justifica los medios” y alguien sintió que su razón era más importante
que la vida de ese hombre inocente, cuyo único pecado fue toparse sin quererlo
con un escondite tupamaro. Alguien, que la sociedad no demanda saber su nombre
y que según se dice se fue al exilio y ni siquiera pagó con un día de cárcel,
decidió un día, con todo su tiempo por delante, reducido e indefenso como
estaba, cobardemente, aplicarle una inyección letal al peón rural. ¡Qué
alienada tiene que estar una persona para tomarse esa prerrogativa en la vida y
después seguir tan campante! Creo que el hecho demanda por lo menos respeto y
solemnidad. Yo, guardaría silencio y no lo instrumentalizaría en el marco de
ninguna divagación.
Pero
lo que más me incomoda –repito- son las barbaridades que no se reconocen,
muchas de las cuales de manera cómplice todos pasamos por alto porque no nos
animamos a ponerle el cascabel al gato. Dan Mitrione habrá sido un crápula y
por eso a nadie le queda bien nombrarlo. Me he preguntado todos estos años cómo
reaccionarían hoy día los tupamaros que se sientan en el parlamento de la
república, si a alguien, ante la ola de inseguridad que se vive y la demanda de
penas más duras para los delincuentes, se le ocurriese ya no bajar la edad de
imputabilidad, sino pedir la vigencia de la pena de muerte. Seguro que todos se
llenarían la boca con los valores que ha conquistado nuestra sociedad, por
cierto construida por los partidos tradicionales. Pues, los tupamaros
practicaron la pena de muerte. Dan Mitrione no murió en un hecho de guerra o en
un fuego cruzado. Fue secuestrado y bajo sujeción física cobardemente ejecutado
por alguien cuyo nombre tampoco la sociedad demanda conocer. Nunca nos
enteraremos “qué resignación a último momento lo purificó y lo dejó en nada más
que un hombre”, transpolando palabras de Maneco referidas a otro caso. Un tiro
en la nuca y el cadáver abandonado en la maleta de un auto, igual a como harían
bárbaramente luego los de signo contrario con Michellini y Gutiérrez Ruiz. A
Acosta y Lara los tupamaros lo fusilaron a traición saliendo de la puerta de su
casa ante la mirada de su mujer y su hijo. No uno, sino varios, uno de los
cuales se anda jactando por ahí de haber estado en ese pelotón traicionero. No
le dieron siquiera oportunidad de defenderse. Lo mismo a los cuatro soldados
que dormían una madrugada de invierno en un jeep y se quedaron sin saber que
alguien decidiría que jamás despertasen. Todo avalado u ordenado, por supuesto,
por la dirección que integraban Mujica y Huidobro.
Ahora
bien, estos crímenes y otros, como digo, fueron repudiados unánimemente por la sociedad. Repito
que en las elecciones del ’71, que fue en gran medida un plebiscito sobre los
tupamaros, los partidos tradicionales tuvieron el 82 % del respaldo de la ciudadanía. El Frente
Amplio alcanzó el 18 %. Pero, sin Mujica ni las corrientes afines a las que no
se les permitió ingresar, porque ese 18 % tampoco los quería. Es decir que la
adhesión a los tupamaros era nula o se medía en decimales. Sin embargo eso no
los desanimaba. Me resulta muy extraño que nadie les pregunte ahora, que el
país –no ellos- les ha devuelto la libertad para expresarse y tanto se llenan
la boca con la opinión de la gente, por qué no la escuchaban en aquellos años y
provocaron el daño irreparable que provocaron. Hay como un pacto de silencio
que no comprendo. Sobre todo cuando están ni más ni menos que compareciendo
ante la ciudadanía, por propia iniciativa, para pedirle que los respalde.
Disfrazados de abuelita. Sanguinetti ha declarado que él ha sido el presidente
de las amnistías, que el pasado de Mujica está perdonado y no hay que
referirlo, que lo que le preocupa es el futuro y las inseguridades que Mujica
genera a partir de las cosas que dice actualmente. Lacalle, preguntado en un
programa televisivo sobre el por qué de la dureza de la campaña previa a las
elecciones del 25 de octubre, dijo -casi disculpándose- que él apenas una sola
vez había hablado del Mujica guerrillero, que quienes habían recurrido a la
descalificación personal habían sido sus adversarios. Parece que aludir a los
antecedentes de Mujica es dar golpes bajos. Algo así como si al Goyo Álvarez se
le ocurrirse ser candidato y nadie le dijese a las nuevas generaciones que no
vivieron su época: “che, miren que éste fue dictador”. Y sólo fuera admisible
replicarlo a partir de lo que diga hoy día. ¡Cuánto se estará riendo el lobo
feroz por adentro de todos nosotros, que le hacemos el caldo gordo!
Golpes
bajos: efectivamente, si se tratase de las elecciones de Peñarol, podría
entenderse que se juzgase como un golpe bajo traer el pasado de Mujica a
colación. Yo por lo menos no sé nada sobre su idoneidad para la cosa deportiva.
Pero sé sobre su falta de idoneidad para llevar al Uruguay a buen puerto y no
meterlo en un callejón sin salida. Es demasiado grueso que un sujeto que hizo
lo que hizo Mujica antes, se presente ahora tan campante, por la vía de la
democracia formal que antes despreció e intento derribar, a pedir que lo dejen
dirigir los destinos del país y no se le haga un examen exhaustivo. Se confunde
la responsabilidad penal con la política, ni más ni menos que Sanguinetti las
confunde. De la penal, nada que reclamarle, por lo menos quienes no fuimos sus
víctimas directas, que habría que estar en esa situación para saber si es
posible perdonar. Pertenecemos a una tradición que da las penas por cumplidas y
no destierra ni fusila, o encarcela a los opositores de por vida -como ocurre
en los totalitarismos como el que quiso instaurar en este país el movimiento
cuya dirección integraba Mujica-, y me remito al principio de esta nota. Pero
la responsabilidad política no caduca. Forma parte de la historia, de lo que es
ineludible aprender de la misma, y sus actores no se pueden desprender de los
actos que los acompañaron así como así, por lo menos hasta tanto no den pruebas
suficientes de arrepentimiento, o pidan disculpas públicas. ¿Por qué nadie le
pregunta a Mujica qué opinión le merecería que un grupo como el de ellos
apareciese ahora cometiendo los mismos delitos que ellos cometieron? Despertarse
una mañana con la noticia de que un grupo extremista actuando desde la
clandestinidad ha robado un banco, y que en la operación ha muerto un guardia
policial. Y que el accionar ha sido enmarcado en una estrategia de toma del
poder por la fuerza. ¿Qué opinaría Mujica de ello hoy día, en contra del
gobierno del Frente Amplio, de la voluntad del pueblo y de su apoltronamiento
en una banca del senado? ¿Por qué no reconocen los tupamaros que se equivocaron
de manera inaceptable? ¿Por qué no piden perdón al país, a las víctimas
irreparables, a las nuevas generaciones a las que les birlaron el Uruguay que
podrían haber tenido y que debieron haber heredado de acuerdo a cómo lo
pensaron para ellas sus mayores? ¿Acaso no nos deben eso los tupamaros?
Nadie
les desea un día de castigo más, ni siquiera a los que no cumplieron con
ninguno. Pero la sociedad debería saber qué piensan de lo que hicieron y que
por los avatares de la vida, o la desinformación generalizada –fallas
insubsanables de la democracia, por las que antes creyeron que tenían que
actuar y de las que ahora se aprovechan-, los terminó trayendo a donde están.
Aunque más no sea para que nadie piense que lo hicieron para esto. Porque en el
medio quedó el país. Una o dos generaciones perdidas, la educación irreversiblemente
deteriorada... Muchas veces me he preguntado cómo sería el Uruguay de hoy si
los tupamaros no hubiesen decidido en los años sesenta, mucho antes de Pacheco
y de dictadura alguna que lo siguiese, patear el tablero. No digo que ellos
solos hayan traído la
dictadura. Los partidos políticos no estuvieron a la altura y
se equivocaron dándoles protagonismo a los militares y no sabiendo
contrarrestarlos luego. Todos los partidos políticos, porque el estado de
guerra interna lo declararon todos. Pero los militares fueron llamados, porque
los tupamaros estaban actuando contra un país que no estaba preparado para
defenderse de ellos, y fueron llamados con la aprobación de la opinión pública
también. Es más: los propios dirigentes frenteamplistas celebraron, bajo su
miopía antiliberal, las primeras intromisiones militares en la política cuando
las creyeron de corte peruanista e iban contra el gobierno constitucional al
que ellos se oponían. Y aquí hay otra gran complicidad a señalar. Pero, este
país no habría tenido militares con protagonismo y sintiéndose salvadores de la
patria, si los tupamaros no hubiesen atentado contra él. No es de recibo la
teoría de que la coyuntura internacional ya tenía decidido los procesos
dictatoriales del continente. Uruguay pasó indemne durante el siglo XX por
situaciones análogas. Nadie puede sostener seriamente que sin tupamaros y
militares enfrentándolos, durante un eventual gobierno de Wilson que hubiese
sucedido al de Pacheco, por ejemplo, un día, porque sí, habría habido un golpe
de estado igual.
Uruguay
sería hoy, por lo pronto, un país con más gente viva. Carlos López no habría
muerto con una bomba entre sus manos, habría llegado a ser padre y
probablemente abuelo. Zelmar Michelini no habría muerto de un balazo en la sien
adentro de un automóvil en Buenos Aires, tampoco Gutiérrez Ruiz y los dos cuyos
cadáveres aparecieron junto a los suyos y de los cuales la gente ni siquiera
recuerda sus nombres. Pascasio Báez estaría tal vez ahora tomando mate con sus
nietos en algún lugar de esta tierra, sentado sobre la tierra. Roslik
habría seguido curando gente en San Javier, y a los hijos de Sarandy Cabrera no
se les habría estropeado la juventud, como a tantas centenas de otros, entre
ellos dos amigos míos de toda la
vida. Los hijos de los desaparecidos no estarían ahora
pidiendo justicia por televisión, sino que habrían podido disfrutar de sus
padres como debió ser. ¿Es que no sienten alguna responsabilidad los Mujica
cuando ven a esos hijos de desaparecidos con sus vidas, viviendo lo que han
tenido que vivir y aún siguen viviendo? ¿En ningún punto se les pasa por la
mente sentirse culpables de haber puesto a andar un mecanismo que terminó con
tanta gente pagando? Las nuevas generaciones, por no hablar de la nuestra que
quedó inexorablemente estropeada, se habrían beneficiado de haber recibido un
país como el que recibimos nosotros. Sin la mitad de las familias en el
exterior. Sin la intelectualidad y los artistas en el exterior. Imaginemos por
un momento un Uruguay con todos los que quedaron afuera, adentro, con una
enseñanza con el nivel como la que había hace cuarenta años. Todo eso nos
quitaron los tupamaros.
Ahora
bien, a uno de ellos ahora se le ocurre presentarse para disputar la
presidencia de la república y gobernar un país bajo las reglas del liberalismo
político. Eso supone –ser liberal- que por encima de las propias convicciones
está la opinión de los demás. Que uno no es dueño de la verdad. Que si para
uno la democracia tiene fallas, eso no significa otra cosa que es lo que uno
siente, pero que puede estar equivocado. Y que nada lo habilita a tratar de
imponerse por la fuerza.
Los antiliberales, daltónicos de la falibilidad del
pensamiento, pero sobre todo huérfanos de la idea madre del peligro que
implica, por más que uno se sienta mejor que el otro, dejar de respetar las
reglas básicas de convivencia, no son diferentes de los militares que dieron el
golpe de Estado en el ’73. ¿Alguien puede creer que éstos no creían también en
su fuero íntimo que eran mejor para el país que los políticos? ¿Acaso llegaron
porque en el fondo buscaban quedar en los libros de historia como los malos, y
terminar presos? El mismo fundamento que hizo que los militares sintiéndose
mejores que los políticos creyesen que debían sacarlos para ponerse ellos, guió
a los tupamaros. Buscaban la toma del poder por la fuerza y si hubiesen tenido
la fuerza suficiente y lo hubiesen logrado, igual a como hicieron los
militares, habrían cometido desde el control del Estado todo tipo de excesos.
Porque una cosa lleva a la
otra. Cuando fallan las alertas de transgresión de los
límites para lo primero, fallan para todo lo que venga después. Habrían
encarcelado a quienes juzgasen merecedores de ello, fuera del imperio del
derecho. Como lo hicieron cuanto pudieron en sus cárceles clandestinas y
autodenominadas del pueblo. ¿Saben las nuevas generaciones que los tupamaros,
sintiendo que el pueblo eran ellos y que todo lo demás era escoria,
encarcelaron durante meses, por ejemplo, al embajador de Gran Bretaña, hasta
ahora se sabe por qué? ¿Acaso el embajador de Gran Bretaña de entonces era peor
persona que el actual? ¿Y si no era peor persona, dejando de lado la básica
cuestión de que nadie debería de erigirse en juez y creer que puede decidir
quién es mejor o peor persona, Mujica piensa que el actual embajador de Gran
Bretaña merecería también estar preso bajo el piso durante meses? Los
tupamaros, desde la toma del control del Estado, habrían avasallado los
derechos de los demás, para empezar la propiedad privada, en coherencia con la
ideología que al parecer, por lo menos en este punto, Mujica aún mantiene, y
habrían ejecutado gente también si la entendían peligrosa para los intereses de
la revolución, como lo hicieron cuanto pudieron desde su posición de acecho clandestino
y como lo hicieron los regímenes que ellos tenían como modelo una vez que se
hicieron con el control del Estado. Y habrían torturado también. ¿No es acaso
una forma de tortura someter a gente como la sometieron en sus secuestros?
Escuché hace un tiempo en un noticiero una grabación de Rosencof relatando con
absoluto desparpajo cómo interrogaba a Bardesio, el fotógrafo de la policía que
habían secuestrado. Parece que el hombre no lo podía ver a él, pero él sí al
hombre, es decir que lo tenían encapuchado. Parece que estaba enterrado debajo
de no sé qué y que una vez al día alguien entraba a sacarle las suciedades.
¿Cuánto de tortura psicológica hay en una situación así para el que la padece,
sin poder saber cuál será el final, o si será el de Dan Mitrione?
El
autoritarismo -que en el fondo no es otra cosa que el desprecio por el otro- se
le sale por los poros a Mujica, aún hoy. En el preciso momento en que más
esfuerzos tendría que estar haciendo para mostrar lo contrario, lo vemos
someter a Lacalle a la descalificación y la sorna diarias, y hasta llegar a
compararlo con Franco, nada más que porque no le tolera su condición de
creyente. En el final del discurso del día de las elecciones, Lacalle hizo
mención a los altos y bajos de la
vida. Dijo , con ostensible emoción, que se daba cuenta que
los malos momentos pasados habían sido la forma que había tenido la
providencia, con mano dura, de mejor prepararlo para el mañana. Era una
expresión de gratitud por estar, después de haber sido desahuciado políticamente,
nuevamente en carrera. Agradecer a Dios no significa que se piense que Dios
tiene preferencias, ni que interviene en los asuntos de los hombres. Es una
apelación más formal que material que se corresponde con una estructura de
pensamiento que ha sido y sigue siendo la predominante –mal que a Mujica le
pese- en la historia de la
humanidad. En todo caso, lo resaltable es que Lacalle sepa
encontrarle sentido a su revolcón pasado. Pretender que eso lo aproxima a un
dictador asesino como Franco, que se sentía caudillo de España por la gracia de
Dios, es rayano con la canallada, y sólo se explica en un Mujica iracundo que
no logra asimilar la carga que representa ser el primer candidato del Frente
Amplio que frena con su candidatura su crecimiento histórico y lo hace
retroceder. Porque en su exabrupto, Mujica además nos rezonga a todos. Dice ser
el único que se ha dado cuenta de lo que dice y que es increíble que sea así.
Se muestra fastidiado, y hace pensar en si el sentimiento de estado de
iluminación que guió sus actos en el pasado lo habrá realmente abandonado. Va
más allá aún: dice -con otras palabras- que la cosmovisión religiosa de Lacalle
implica un retroceso de 300 años en la historia de la humanidad, no sé si
pensando en Luis XIV. Y aquí es donde la enseñanza bíblica de no mirar la paja
en ojo ajeno sin antes ver la viga en el propio, le viene a caer en falta a
Mujica. Porque si unos días antes de las elecciones de octubre apareció
declarando que de no haber sido Lacalle sino Larrañaga su oponente, las mismas
habrían estado más reñidas, en función de la resistencia que genera Lacalle,
sin darse cuenta que estaba hablando de sí mismo, porque si algo es seguro es
que de haber sido Astori el candidato frenteamplista, el Frente Amplio habría
ganado en primera vuelta, digo que Mujica le endilga al otro lo que ha sido su
pecado capital. No sólo se situó en su etapa tupamara justo un momento antes de
los valores de la Ilustración, hace 300 años, despreciando la democracia formal
y queriendo conquistar el poder por la fuerza, en contra de la Constitución y
de la opinión unánime de la gente, sino que metiéndose en la máquina del tiempo
viajó directamente a la época de linchamiento de los cuatreros, haciendo
ejecutar sin juicio previo a aquellos que entendió no merecían vivir.
Increíblemente Mujica se siente más moderno que Lacalle y no logra controlar su
encono. Un día declara burlonamente que de haber sabido que Dios prefería a
Lacalle no se hubiese presentado (estaría a tiempo, ¿no?), al otro que Lacalle
se vale del uso de la bandera uruguaya para engañar al electorado, sin reparar
en que él mismo apareció envuelto con la bandera en el acto final del día de
las elecciones. Éste no es el Mujica que hace un año aparecía bonachón en
televisión y con espíritu abierto y generoso contestaba a la pregunta de si
sería candidato con un “no, m´hijo, yo ya estoy viejo para esto, hay compañeros
mejor preparados”. Aquél simulaba ser un Mujica despojado de egoísmos y
vanidades a quien sólo le importaban los demás. Pero, la soberbia es un pecado
traicionero que no hace distingos y emerge toda vez que se le suministra pista.
Tenemos de golpe a un Mujica prepotente que como Maradona trata mal a los
periodistas y a la teleaudiencia, y dice en la conferencia de prensa del final del
día de las elecciones que está perdiendo el tiempo y que lo que quiere es irse
de una vez por todas a cerrar filas con los suyos, como hacían los charrúas
antes de librar batallas. Así que, sentimiento anacrónico de clase por un lado
(ya se le había escapado en un programa de televisión que a la clase media no
había más remedio que “bancársela”, porque está instruida y no se puede sacar a
un país adelante con sólo los pobres), sentimiento despreciativo de pertenencia
a un grupo por otro, agresividad a flor de piel, a Mujica se le está viendo la
hilacha autoritaria y combativa y ya no parecen quedar dudas de lo que había
debajo de su careta bonachona y cuánto le durará la disposición a “bancarse”
nada.
En
estos días ha aparecido una cuenta nueva en el collar de Rosencof con Bardesio.
Finalmente el fotógrafo fue extraditado de Argentina y se le realizó un careo
con Rosencof, el cual al salir del juzgado declaró al portal de Montevideo.Comm
que “no hay la menor duda de que lo que hicimos nosotros fue correcto”. No me
doy cuenta qué parte del “mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante
vuestra presencia soberana”, Rosencof aún no entiende. Rosencof actuó por la
fuerza contra la voluntad de la gente, que quería la vigencia de la ley y de
las instituciones. No se puede implementar una justicia paralela, o por mano
propia, bajo ninguna circunstancia. Cuando se lo hace, por impulso pasional,
está mal. Y peor está defender la acción casi cuarenta años después y cuando se
tiene la responsabilidad de estar desempeñando cargos públicos y se puede
influenciar negativamente en la construcción de valores en la juventud. No tengo
formación jurídica, pero intuyo que la propia comparecencia de Rosencof al
juzgado está viciada de nulidad. La prueba obtenida bajo presión no es válida y
me preocupa enormemente que el sistema judicial aparezca como abrazado a los
tupamaros para juzgar juntos a sus enemigos. Por supuesto que no defiendo a
Bardesio y a lo que pudo hacer, que si fue lo que se dice estuvo horrible. Solo
una mente malintencionada y maniobrera podría tergiversar así estas líneas.
Simplemente me parece muy nocivo que con un trabajo fino y persistente se esté
de a poco, en la medida que se va obteniendo poder, “blanqueando” el pasado de
los tupamaros. No quiero que mis nietos vivan en un país en que se enseñen en
los liceos las “proezas” de esta gente. Tal vez algún juez debería de actuar de
oficio y llamar a Rosencof a responsabilidad.
Por
otro lado escucho a la politóloga Constanza Moreira , que ha salido
electa senadora por una lista de los tupamaros, la de Mujica , y que al
parecer tendría gran influencia en un eventual gobierno futuro del mismo,
hablar en términos inaceptables, por la irrespetuosidad y desprecio que
transmite hacia todo lo que no sea estar de su lado. Cito de memoria: palabras
más, palabras menos, Moreira explica que el Frente Amplio crece porque
“trabaja” en la franja de la población que quiere la justicia social y que es la mayoritaria. Los
pequeños partidos (Sic, y se refería a los partidos que construyeron la
república de la cual hoy ella disfruta) tratan de capitalizar la franja
conservadora. Todo dicho al pasar, con aire doctoral, y en medio de una
elucubración académica, de acuerdo al rango que le daba además quien la entrevistaba. Es
decir: algo así como que los “buenos”, por crecimiento vegetativo y a medida
que los “calandracas” se vayan muriendo, terminarán siendo la unanimidad. No
daría para más comentarios, si no fuera que la politóloga se está erigiendo en
la cara visible del mujiquismo. La teoría de los dos países es muy peligrosa,
además de mendaz. Aquí no hay unos que quieren la justicia social y otros que
quieren la injusticia social. Bastaría que la politóloga encargase una encuesta
para averiguar cuántos uruguayos quieren la justicia social, para que el
resultado le tapase la boca.
De otra manera: si la encuesta preguntase por el apoyo a un
gobierno totalitario, aunque su programa fuese el más justo del mundo, vería
que casi ninguno de sus votantes lo suscribiría. Si el Frente crece (que en
rigor sería más apropiado que la politóloga se abocase a tratar de explicar por
qué con Mujica dejó de crecer y decreció) es por dos razones que surgen como
bastante claras: la primera es que cada vez son más quienes no están vacunados
contra el antiliberalismo (los jóvenes), y la segunda es que los candidatos
frentistas cada vez esconden más esa matriz de base. Quienes no los votan es,
entre otras razones, porque desconfían de su reconversión. Si Mujica y lo que
representa pasó de tener ningún apoyo a tener el apoyo que tiene hoy día, no es
porque antes quisiese la injusticia social y ahora quiere la justicia social,
Moreira, no nos subestime usted. En eso no ha cambiado Mujica. En lo que
cambió, o en lo que dice haber cambiado, y aquí está el quid del asunto: su
credibilidad, es en la aceptación de los valores republicanos. Yo no le creo a
alguien que antes de ganar ya está amenazando con que no sería inteligente que
le pusieran a Lacalle de interlocutor, y que el día de las elecciones confunde
su responsabilidad con el electorado y con la importancia de lo que se está
viviendo, con sus deberes a tractor subido en su chacra. Que por cierto estaría
bueno que se supiese cuánto vale y cómo la obtuvo.
** La nota fue escrita entre la primera y la segunda
vuelta de la elección del año 2009. Yo veía cómo Lacalle se desmoronaba sin dar
batalla y no podía creer que hubiese como un pacto de perdonarle la vida a
Mujica y no hablar de su pasado. Hoy ya no pienso que Mujica escondía un lobo
feroz, sino más bien un coloidal totalmente inesperado. Había pensado
actualizarla a la luz de lo que terminó resultando, pero finalmente decidí
dejarla tal cual, porque creo que más allá del error en la predicción, la mayor
parte de lo que ahí conté, tiene vigencia. Principalmente esta cuestión de que
se sigue desinformando a la juventud sobre la historia reciente. Y además creo
que da un testimonio, que no sé si ya tanto se recuerda, de lo intolerante que
fue Mujica en el final de su campaña.
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