Allá por 2008, el periodista Leonardo Haberkorn publicó un libro de enorme suceso titulado “Historias Tupamaras”, en el que demuele -en base a documentos, relatos y datos concretos- una serie de mitos largamente arraigados en torno al MLN y a su acción guerrillera. Por ejemplo, que los tupamaros nacieron para enfrentar el golpe de Estado del 73 o que son totalmente inocentes del ascenso militar o que el asesinato de Pascasio Báez fue un accidente. Burdas mentiras, que algunos lanzaron con el propósito de construir una “épica revolucionaria” y que otros dejaron correr irresponsablemente, distorsionando la veracidad de los hechos y hasta su secuencia cronológica. “Si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos”, señala George Orwell en su profética novela “1984”, en la que pinta un régimen dispuesto a convertir las mentiras en verdades y las verdades en mentiras.
Por estos días, Haberkorn vuelve a sacudir el avispero con otro libro removedor, “Milicos y tupas”, en el que recoge los testimonios de un militar retirado (Luis Agosto) y dos ex tupamaros (Armando Miraldi y Carlos Koncke), que, sin renunciar a sus viejas trincheras, rompen ese “pacto de silencio” que existe desde hace mucho entre unos y otros, corriendo el velo que todavía nos impide ver con claridad nuestro pasado reciente.
Así, nos venimos a enterar que en los años setenta, miembros del MLN actuaron en allanamientos y operaciones junto a fuerzas militares, y luego, en los cuarteles, participaron junto a oficiales en sesiones de tortura a civiles acusados de haber incurrido en ilícitos económicos.
A decir verdad, la noticia de que militares y guerrilleros operaron juntos no es ninguna novedad. En 1987, Nelson Caula y Alberto Silva publicaron “Alto el fuego”, en el que señalan que hubo colaboración entre “combatientes” en el tristemente célebre Batallón Florida con el fin de alcanzar una tregua y perseguir los “delitos de guante blanco” cometidos presuntamente por empresarios y dirigentes de los partidos tradicionales, a los que ambas partes veían como sus enemigos. Según Ettore Pierri, “el trabajo consistía en traer información, obtenerla, estudiarla, extraer de ahí nombres de presuntos implicados en fraudes o en ilícitos y a partir de eso, instrumentar operativos cuyo objetivo era llevarlos presos”. Es decir, con la anuencia de los militares, los guerrilleros presos salían clandestinamente de sus celdas a recoger “pruebas” para implicar a civiles en supuestos “delitos económicos”, para que éstos fueran luego detenidos por sus carceleros, también de manera clandestina.
Lo que sí es nuevo, es que la colaboración de los tupamaros con los militares fue más allá de la recolección de pruebas e implicó la participación activa de algunos de ellos en la tortura de civiles. Así lo marca Koncke en el libro de Haberkorn y también lo hace el ex guerrillero Pedro Montero, quien señala, por ejemplo, que “se torturó a toda la gente de Jorge Batlle”, reconociendo que miembros de esa organización participaron de ellas. Henry Engler, antiguo tupamaro y hoy destacado científico, no sólo no lo niega sino que señala que aquello fue “espantoso” y una “deformación”.
En aquella época, Jorge Batlle era mala palabra. Un político al que asociaban con el empresariado, la embajada norteamericana y el libre mercado. Es decir, con todo aquello que milicos y tupas combatían o decían combatir. A fines de los sesenta, por no estar de un lado ni del otro, se transformó en el chivo expiatorio de ambos. Y juntos, buscaron culparlo de delitos económicos y trapisondas de toda clase. ¿Pruebas? Ninguna. Sólo habladurías y papeles inventados. Es más, en 1972, fue detenido por los muchachos de verde luego de que denunciara por televisión la escalada militar, y éstos lo acusaran de “ataque a la fuerza moral de las FFAA” por sugerir, según reza el Comunicado General del Ejército, “la posibilidad de que los señores oficiales hayan actuado por consejo de un sedicioso como Amodio Pérez lo que implica admitir posibles connivencias con el enemigo”.
Casi cuatro décadas después de aquel episodio, emerge la verdad entre las grietas del silencio. Jorge y su gente, lejos de ser responsables de aquello que se dijo en su momento, fueron víctimas de una “Santa Alianza” entre milicos y tupas, cuyos lazos parecen seguir vivos hasta el día de hoy. Afortunadamente, el libro de Haberkorn viene a poner cada cosa en su lugar y a hacer justicia.
Eso sí, parafraseando nuevamente a Orwell, “ver lo que está delante de nuestros ojos requiere un esfuerzo constante”. ¡De todos!
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