En silencio se cumplieron el pasado jueves, 16 de junio, 125 años de la fundación de El Día por don José Batlle y Ordóñez. Fue semillero y yunque de ideas. No cabe aquí pasarles revista.
Por décadas, fue mi identidad editorial: me palpita aun la rectoría de César y Rafael Batlle Pacheco y el ejemplo de serena altivez con que a 18 y Yaguarón llegó Jorge Batlle en 1972 al salir de su inicua prisión militar. Pero tampoco es del caso seguir inventariando recuerdos nobles, entre los cuales, a conciencia de omitir demasiados, apenas menciono a González Conzi -polemista admirable- Acevedo Álvarez -que me apoyó cuando propuse y logré que, por respeto y por gramática, que El Día escribiese Dios con mayúscula-, Barbagelata y Tarigo -que a todo riesgo se hicieron periodistas para, por dignidad, enfrentar la dictadura.
Prefiero detenerme en un rasgo histórico de aquella casa: en momentos estelares, supo, por encima de los lemas, aglutinar conciencia ciudadana.
Así fue como el ulular de su sirena estremeció a amigos y adversarios cuando terminó la Guerra, cuando el triunfo de Maracaná o cuando De Gaulle desfiló erguido bajo lluvia torrencial.
Así ocurrió en los tramos en que, ante infortunios colectivos, afirmó principios republicanos, escribiendo no ya para un sector del Batllismo sino a la ciudadanía toda.
Así pasó con su recia oposición a la dictadura de Terra, cuando la censura amputaba las ediciones y el diario dejaba espacios en blanco para advertir a los lectores que salía rebanado.
Así actuó en la Segunda Guerra Mundial, cuando se opuso al nazismo y al fascismo y celebró la victoria de los Aliados, pero se negaron los señores César, Lorenzo y Rafael Batlle Pacheco a colocar la bandera soviética porque era otro totalitarismo.
Así ocurrió en los años 70, cuando, ya perpetrado el golpe de Estado, su casa y sus columnas se abrieron a los perseguidos de todos los partidos -inolvidables las visitas de Carlos Julio Pereyra-, mientras los editorialistas buscábamos decir lo más posible bajo el perverso sistema: prohibidos los partidos, ahogadas las discrepancias, no había censura previa, pero todos nos sabíamos amenazados por luchar no ya por lo que podía separarnos sino por el propósito supremo que debía unirnos: la libertad.
Tal actitud no era abdicación de las convicciones particulares, muchas veces recias. Era entrada en juego de valores comunes que ya estaban presentes en las raíces mismas de El Día.
En efecto, Batlle y Ordóñez lo funda tres meses después de fracasar la Revolución del Quebracho contra Máximo Santos, donde él tuvo mando de tropa a la orden de la Junta formada en tierra argentina, donde actuaban, unidos sin cintillos, Lorenzo Batlle, Juan José de Herrera, Martín Aguirre y Gonzalo Ramírez y donde se contaban adhesiones de hombres que la vida mostraría insignes, como Zorrilla de San Martín, Williman y Campisteguy.
Tras ese fracaso, El Día proclamó en su primer editorial: "Siempre hay un camino abierto para los hombres de buena y fuerte voluntad".
Hacer que esa verdad se nos encarne para enaltecer valores básicos ¡vaya si es imperativo en esta hora de decadencia!
(*) Abogado. Ex ministro de Educación y Cultura
Extraído del diario El País
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