Desde que en 1958 se aprobó la Ley Orgánica de la Universidad de la Republica que consagró su autonomía, nuestra máxima casa de estudios se convirtió, oficialmente, en patrimonio de la izquierda, y, desde ese entonces, en un instrumento al servicio de sus intereses políticos.
Colonizada desde tiempo atrás por los seguidores de Gramsci, la Universidad se transformó a partir de ese momento en la usina generadora de ideas y teorías contestatarias, en la máxima prestadora de legitimidades intelectuales (otorgándolas o quitándolas según simpatías e identidades ideológicas) y en el centro de formación y adoctrinamiento de futuros cuadros políticos. Por eso, a nadie le llamó la atención que a principios de los sesenta los incipientes movimientos subversivos abrevaran en ella o que a inicios de los setenta el naciente Frente Amplio nutriera sus filas con estudiantes y docentes provenientes de sus aulas. Por aquella época, coincidentemente, se consolidó su alianza con el movimiento sindical, representada en aquella consigna de “ESTUDIANTES Y OBREROS, UNIDOS Y ADELANTE”. Ya no había dudas: universidad, fuerza política y sindicatos formaban parte del mismo proyecto, y a él se abocaron decididamente hasta nuestros días.
Para muchos, la Universidad debía (y debe) estar al servicio de las “causas sociales”, en oposición al poder de turno (salvo que éste sea de izquierda) y siempre solidaria con las fuerzas progresistas de aquí o de afuera. Así, numerosísimos docentes y estudiantes, rectores y decanos han servido a esos principios participando de actos y movilizaciones, firmando solicitadas, usando las fachadas de sus facultades para actividades proselitistas, prestando el claustro para la realización de actividades político-culturales, rindiendo tributo a los “suyos” y negándoselo a aquellos que no forman parte de su cofradía.
Por eso, no sorprende que la Universidad de la República se ponga por estos días al servicio de intereses que nada tienen que ver con su esencia y razón de ser, saliendo a la opinión pública a confrontar con los sectores políticos que impulsan un plebiscito para la baja de la edad de imputabilidad, que organice y financie eventos con estudiantes de la región a fin de combatir la “demagogia imperial” a costa del bolsillo de todos nosotros o que algunos de sus miembros más recalcitrantes se reúsen a otorgarles el título de profesores eméritos a docentes tan respetados y prestigiosos como los doctores Daniel Hugo Martins y Mariano Brito por haber dictado clases en universidades privadas y haber formado parte de “un gobierno de corte neoliberal”.
Sinceramente, vistos los intereses y preocupaciones que exhibe nuestra universidad pública, la que pagamos todos y algunos tienen inventariada como propia, no nos debería sorprender que figure en el lugar 1.484 del ranking de universidades de todo el mundo, que prácticamente carezca de investigación y producción intelectual de real valía, que viva de espaldas al mundo del trabajo y que durante todos estos años de “batalla cultural” miles de estudiantes hayan migrado de sus aulas a las de la educación privada.
Después de todo, ¿para qué sirve una universidad pública sino es como comité de base?
No hay comentarios:
Publicar un comentario