Uno de los temas recurrentes de todos los días en todos los hogares es que nuestra sociedad vive un clima creciente de alteración y pérdida de la convivencia pacífica entre sus integrantes.
El niño contra la maestra en la escuela, los padres enojados con las maestras en lugar de ayudarlas y entenderlas, los automovilistas enojados con otros en el tránsito, los amigos de lo ajeno, revólver en mano, haciendo uso de las armas como fundamento de su violencia cotidiana.
¿Qué está pasando en las sociedades, en la nuestra y en otras?
Reina en el mundo desde hace ya 50 años o más, diría yo más, una teoría política de base filosófica, en que las sociedades solo mejoran y avanzan en su acontecer histórico por la vía revolucionaria, por la violencia armada. Es la llamada lucha de clases. La lucha de clases y la dictadura de algunos sobre los otros es el camino que nos trae la redención, la justicia, la paz, en este caso, una paz de muerte y desaparición.
Las personas no se ven como adversarias sino como enemigas. La idea que el otro representa al mal se ha metido tan fuerte en el alma de la gente que parecería que el bien sólo se alcanza por la eliminación del otro. Se ha roto toda armonía. Y una sociedad sin esa condición no sobrevive con salud, vive en el conflicto permanente, y la teoría del conflicto es dueña de su conducta tanto individual como colectiva.
Si discutimos la rendición de cuentas y pedimos más dinero, si hay vidrios rotos en un liceo ó ratas en una escuela, hacemos piquetes, huelgas, paros, protestas sin fin, al tiempo que nos olvidamos de los pobres alumnos que el único mensaje que reciben es el conflicto que se instala en ellos como una enseñanza permanente para la vida futura.
Una educación manejada de tal forma es destructiva. Una educación en donde lo que importa es simplemente la lucha, por el poder sindical, efímero, no le sirve a nadie. Cuando la tendencia es apostar al caos sólo se apuesta a la dictadura, de quién, no se, de alguien, porque finalmente las sociedades no resisten como forma de vida el conflicto permanente.
Hay un viejo proverbio que reza: “Dios ciega a quien quiere perder”.
El gobierno padece de esta enfermedad.
(*) Abogado. Ex Presidente de la República (2000-2005)
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