El
gobierno pretende convertir el problema de la inseguridad ciudadana (real,
concreto, cotidiano) en un problema mediático. Como si la “crónica roja” fuera la
causa y no el reflejo del alarmante auge de la delincuencia y su tendal de
violencia.
Para Díaz y Tourné,
roussonianos de pura cepa, la causa del problema es la sociedad. Para Bonomi y
Breccia, mucho más pragmáticos que aquellos, la causa del problema es la
pantalla chica. O al menos eso parece. Su preocupación no son los ciudadanos que
son rapiñados o vejados sino los espectadores de las noticias policiales (léase:
la sensación térmica).
Por eso proponen “combatir
la inseguridad” aplicando el horario de protección al menor a informativos y
programas periodísticos y la “autorregulación” de los medios de comunicación. Se
quejan de que no destacan las “buenas noticias”, pero sí subrayan las malas y
transmiten “ejemplos negativos”.
Ya lo dijo la primera
dama hace algunas semanas, haciendo gala de sus conocimientos cinematográficos: “se nos están muriendo un montón de
botijas o quedando parapléjicos o lisiados por las picadas. Cuando un chiquilín
ve en la televisión (a) alguien que salta con una moto desde un segundo piso y
se llama Antonio Banderas, pasa por arriba de un camión, y esto y lo otro y
siempre está vivo, quiere imitarlo. Entonces me pregunto qué tanto estamos educando”.
O sea, la gente es tonta. Actúa por imitación. Los “botijas”
escuchan al presidente hablar de manera soez sobre algún tema o lo ven salirse
de sus casillas en la calle o tomar de la solapa a un ex ministro y lo copian,
¿verdad?
Sería gracioso sino fuera trágico.
Palabras como “autorregulación” y “control de contenidos”
huelen mal. Huelen a otros tiempos (a botas, a tijeras, a DINARP…). Quizás quienes proponen estas genialidades no
lo sepan, pero el “control de contenidos” en una sociedad democrática lo ejerce
el propio televidente haciendo uso de su libertad. Y para eso no requiere de
tutores ni censores; le basta con el control remoto.
Si lo que se busca es
que los medios de comunicación se conviertan en agentes de propaganda, en
cómplices de una ficción con la que se proponen esconder la realidad, están
hablando de otra cosa. Y es bueno que estemos alerta.
Por lo pronto, queda
claro que el gobierno es como la bruja de Blancanieves: pretende que el espejo
de los medios sólo le diga lo que quiere escuchar. Nada de malas noticias. Ni
crónica roja. Ni espacios para pensar. Solo buenas noticias. Monólogos
televisados. Y aplausos a granel.
Conclusión: el
gobierno renunció a cambiar la realidad; se conforma con domesticarla.
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