El pasado martes 12 de abril, en el Senado, el Frente Amplio decidió desconocer dos pronunciamientos populares –el del referéndum de 1989 y el del plebiscito de 2009-, y violar normas y principios fundamentales de la Constitución, para sacarse las ganas de anular, por fin, la Ley de Caducidad.
Todo se hizo en nombre de la lucha contra la impunidad, proclamada –entre otros- por algunos de los beneficiarios de la amnistía amplia y generosa que en marzo de 1985 dejó vacías las cárceles de la dictadura.
Los dos pronunciamientos populares fueron categóricos. En 1989 el Cuerpo Electoral decidió expresamente confirmar la Ley de Caducidad, y no meramente desechar el recurso de referéndum interpuesto contra ella. La papeleta amarilla lo decía de manera inequívoca: “Voto por confirmar los artículos 1 a 4 de la Ley 15.848”. Un millón cien mil ciudadanos optaron por esta alternativa, mientras ochocientos mil lo hacían por la papeleta verde. Trescientos mil votos de diferencia, pues.
En el 2009, después de una larga campaña -sin oposición- por la anulación de la Ley de Caducidad, la ciudadanía le dio la espalda a la propuesta, que no tuvo los sufragios necesarios para su aprobación.
A veinte años de distancia, dos decisiones populares ratificaron el camino del “cambio en paz” elegido en 1984. El argumento jurídico de que esas dos decisiones no le quitan a la Ley de Caducidad su carácter de tal (por lo que el Parlamento podría modificarla o derogarla), no es suficiente para darle legitimidad democrática al propósito de “enmendarle la plana al soberano”, como decía Mujica cuando era candidato y se comprometía a acatar el veredicto popular; el mismo que hoy entrega –nuevo Poncio Pilatos- a la decisión de “la fuerza política”.
Todavía hay que agregar que la mayoría parlamentaria de un voto que le pasó por encima a las dos decisiones del Cuerpo Electoral, se armó “a prepo”, a fuerza de disciplina partidaria. Ni Fernández Huidobro ni Nin Novoa estaban de acuerdo con el proyecto de ley y así lo manifestaron públicamente, aunque después terminaron cediendo –de distintas maneras- y allanando el camino para su aprobación.
Como lo dijeron todos los profesores y catedráticos que asesoraron a las Comisiones parlamentarias, el proyecto de ley aprobado el martes no es “interpretativo”; califica de incompatible con la Constitución a la Ley de Caducidad y le niega a sus disposiciones valor jurídico alguno. En menos palabras, esto equivale a anular la ley. Y la anulación, se sabe, tiene efecto retroactivo, que es precisamente lo que establece el proyecto en cuestión. No hay “cosa juzgada” ni prescripción que valga; volvemos al 21 de diciembre de 1986, el día anterior a la sanción de la Ley de Caducidad.
Por supuesto, todo esto es inconstitucional. La anulación de las leyes no existe en nuestro derecho, declararlas inconstitucionales es de resorte exclusivo de la Suprema Corte de Justicia y aún la Corte, cuando declara inaplicable una ley al caso concreto sometido a su consideración, deja a salvo las situaciones en las que la norma en cuestión ya se aplicó. El hacer tabla rasa de la cosa juzgada implica intromisión legislativa en el fuero jurisdiccional y, por ende, violación del principio de separación de poderes. Eliminar prescripciones ya operadas o modificar normas de prescripción en perjuicio de los justiciables es violar el derecho humano fundamental a la seguridad jurídica.
En suma: el Frente Amplio perforó el doble blindaje democrático de la Ley de Caducidad para imponer normas de evidente inconstitucionalidad, lesivas de derechos humanos fundamentales.
Tanto atropello nos trae a la memoria las palabras con las que Gregorio Álvarez solía anunciar sus arbitrariedades, durante los años sombríos de la dictadura: “pese a todo y a todos los que se opongan”.
Una vez más, queda demostrado que los extremos se tocan.
(*) Abogado. Senador de la República. Secretario general del Partido Colorado.
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