El poder es uno de los grandes problemas que las sociedades han tenido que enfrentar. Fue y es una de las fuerzas más destructivas que han existido, y para eso basta con observar los males que las tiranías, tanto antiguas como contemporáneas, han causado. Las diversas formas de organizarse han generado eternos debates a lo largo de la historia. Teóricos que van desde Platón, Tucídides y Aristóteles, hasta Jürgen Habermas, John Rawls y Philip Pettit, pasando por Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes y Montesquieu; demócratas, absolutistas, elitistas, marxistas, individualistas, comunitaristas, republicanos. Cada cual con su concepción de mundo ideal y los argumentos para sostenerla y refutar las demás.
La democracia directa es otro tema que ha generado discusiones. En la actualidad existe una especie de consenso respecto a la imposibilidad de llevarla a la práctica, argumentando que es imposible reunir a un gran número de personas en asamblea para deliberar y tomar decisiones. Sin embargo, si revisamos la historia, podemos encontrar varios ejemplos de naciones u organizaciones humanas que implementaron esta forma de gobierno. En primer lugar está Atenas, donde todos los ciudadanos varones mayores de 18 años se reunían en la llamada ekklesía para legislar y nombrar magistrados. Desplazándonos por el tiempo y yendo más al norte de Europa, encontramos la landgemeinde germánica, que actualmente está institucionalizada en algunos cantones suizos, y que consiste en la reunión de una población en un espacio abierto con el fin de legislar y tomar diversas decisiones de gobierno. Otro ejemplo, aunque más polémico, es la Jamahiriya en Libia, nombre con el que se designa al conjunto de asambleas populares que, en teoría, debaten diversos problemas y toman decisiones, aunque sabemos que quien detenta el poder es Muamar al Gadafi.
Rousseau considera que la democracia directa es la forma ideal de gobierno, pero en El Contrato social dice: “Tomando el término en su sentido estricto, no ha existido nunca verdadera democracia y no existirá jamás… Es imposible que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos y puede verse fácilmente que no podrá establecer comisiones para ello, sin que cambiara la forma de administración… Por otra parte, cuantas cosas difíciles de reunir supone este gobierno. En primer lugar, un Estado muy pequeño, en que la gente sea fácil congregar y que en cada ciudadano pueda conocer fácilmente a todos los demás…”
Para resolver el problema que representaría reunir a un gran número de personas para deliberar y ejercer el gobierno, se ha planteado la idea de representación. Representar significa, en el lenguaje común, hablar y/o decidir en nombre de otro. En un grupo, el representante tiene la tarea de actuar en nombre de un determinado número de personas, que pueden ser los habitantes de una ciudad, un pueblo, una provincia, etc.
Para ver ejemplos de representación en la historia, podemos remitirnos a la gerusía espartana, un consejo de ancianos que se desempeñaba como un órgano legislativo, y cuyos integrantes eran nombrados por la apella, una asamblea formada por todos los ciudadanos mayores de 30 años. En la Edad Media la reunión de los estamentos en que se dividía la sociedad (nobleza, burguesía y clero) era una forma de representación, y tenían el nombre de cortes en los reinos que componían la actual España, de curia regis en Inglaterra, y de etats généraux en Francia.
Al igual que la forma ideal de organización de una sociedad, la forma de representación ha generado extensos debates. El objetivo aquí es centrarse en el mandato imperativo, concepto que suscita rechazos y aprobaciones.
Para definir al mandato imperativo de forma clara, basta con decir que consiste en la forma de representación en la que el representante no tiene voluntad propia, sino que está sujeto a los designios de los representados.
En el siglo XVIII durante la Revolución americana y la Revolución francesa se debatió sobre el mandato imperativo. Por un lado se sostenía que el representante era totalmente independiente y no debía someterse al poder popular, pero por otro se argumentaba que la forma correcta de representación era aquella en la que los representantes ocuparan dicha posición por poco tiempo y estuvieran sujetos constantemente a lo que el pueblo decidiera. En el caso de la Revolución francesa, los defensores de esta forma de representación eran los jacobinos.
La constitución francesa de 1791, que convirtió en una monarquía constitucional a dicho país, prohibía expresamente el mandato imperativo, al igual que la de 1795. Los diputados representaban a la nación, por tanto podían votar y sostener una opinión libremente, sin responder a nadie, mientras que la ciudadanía sólo tenía el derecho a elegir un delegado, pero no a controlarlo. Esto hacía que el pueblo no ejerciera directamente la soberanía. Sobre esto, Maximilien de Robespierre, destacado jacobino, va a decir en una oportunidad: “Es imposible pretender que la nación esté obligada a delegar todas las autoridades, todas las funciones públicas; que no tenga ningún modo de retener alguna parte de ellas… No puede decirse que la nación sólo puede ejercer sus poderes por delegación; no puede decirse que exista un derecho que no tenga la nación; se podrá reglamentar que no hará uso de ellos; pero no se puede decir que exista un derecho del cual no pueda hacer uso la nación si así lo quiere.”
En Uruguay, el mandato imperativo encontró apoyo en el socialismo y el batllismo. El programa de esta agrupación política, aprobado en 1922, contiene un punto, el 42, que habla sobre la revocabilidad de los mandatos públicos: “La revocabilidad de los mandatos de los representantes del pueblo en el poder ejecutivo y legislativo, consejos y cámaras departamentales, por falta de cumplimiento a los compromisos contraídos con su electorado, decretada a solicitud de la más alta autoridad del partido a que pertenezcan los representantes que hayan incurrido en esa falta, por un tribunal especial, que resolverá por simple mayoría, y que estará compuesto de los legisladores y miembros del poder ejecutivo, del mismo partido, cuando se trate de la revocación del mandato de un legislador o miembro del poder ejecutivo, y de los diputados departamentales y miembros del concejo departamental del mismo partido, cuando se refiera a miembros de una cámara o consejo departamental”. La conocida frase de Batlle que dice “En una democracia de verdad el pueblo no debe conformarse con elegir a sus gobernantes: debe gobernar a sus elegidos” es parte de la argumentación a favor de este punto, y comienza de esta manera: “Mientras el mandato imperativo no se convierta en norma constitucional, la democracia política no habrá llegado a su total desarrollo. El mandato popular no es tal ni mucho menos, cuando el mandatario queda virtualmente dueño de su voluntad. Proclamar la independencia absoluta del mandatario respecto al mandante es proclamar el fraude.”
En 1921, la mayoría del Partido Socialista, luego de una discusión, aprobó las 21 condiciones para adherirse a la Tercera Internacional y se transformó en el Partido Comunista del Uruguay. Emilio Frugoni, dirigente histórico del socialismo rechazó dichas condiciones y posteriormente renunció a su banca en la Cámara de Diputados, acatando el reglamento partidario, que establecía que los legisladores debían dejar su banca si ya no representaban las ideas del partido y la voluntad de los electores. Esto generó un debate sobre el mandato imperativo y la revocabilidad de los mandatos en la Cámara que enfrentó a la bancada batllista y a Celestino Mibelli (comunista) con el resto de los representantes.
Es en el debate en el Parlamento donde podemos contemplar con claridad la posición de los legisladores batllistas, destacándose por sus argumentos, Julio María Sosa, quien dice durante su intervención: “El mandato imperativo es simplemente, señor, el mandato democrático de que estamos investidos todos los que representamos una entidad popular. Nosotros no venimos a la Cámara a representarnos a nosotros mismos; nosotros venimos a la Cámara a nombre de un partido, a nombre de una agrupación de plataforma preestablecida, que nos invite con su confianza para que aquí secundemos sus propósitos, para que realicemos el bien público, de acuerdo con los modos de ver de esa agrupación o de ese partido.”
Otras de las razones por las que habitualmente se rechaza el mandato imperativo es que vuelve más lento el proceso de legislación. En realidad es cierto, porque requiere un gran compromiso cívico de parte de la ciudadanía para controlar la actividad de los representantes. Desde el republicanismo esto es positivo, ya que así se concibe el natural funcionamiento de una democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario