Por Graziano Pascale (*)
Walter Santoro, fallecido hoy en el día de su 89 cumpleaños, comenzó su militancia política en el herrerismo cuando arreciaba la campaña difamatoria y calumniosa del Partido Comunista exigiendo que el legendario caudillo fuera puesto en la cárcel bajo la infamante acusación de “nazi”.
Ese fue el bautismo de fuego de Santoro en las filas del nacionalismo.
Comprendió, entonces, que el amor al terruño, la fe inquebrantable en las posibilidades del propio país, la negativa a aceptar la sumisión frente a un poder extranjero, son valores que pueden llegar a despertar la ira de quien tiene alma de esclavo, de quien es capaz de postergar los intereses de su tierra y de sus compatriotas en procura de defender el interés de otras naciones, bajo el disfraz de un supuesto internacionalismo.
Pero en Santoro esa comunión con la propia tierra y con su gente estaba teñida por su compromiso cabal con la democracia, con las libertades civiles y políticas, cuya salvaguarda y defensa fueron el gran norte de su vida.
Y así como Santoro estuvo junto a Herrera en las horas de prueba y de sacrificio, cuando ser herrerista significaba exponerse al gesto de desdén cuando no de desprecio de quienes nunca pudieron entender la grandeza del viejo caudillo, también estuvo de pie en apoyo de la legalidad y las instituciones democráticas, caídas el 27 de junio de 1973.
Frontal en defensa del ideal nacionalista, del sentir democrático, Santoro fue también un constructor de consensos, un hombre de paz que buscó con ahínco una salida pacífica a la dictadura, en un gesto que tampoco fue comprendido por los poderosos de la época, que en busca de ventajas políticas menores hipotecaron una salida cuyos errores aún hoy están pagando.
En los años oscuros de la dictadura, Santoro se mantuvo fiel y leal a Wilson Ferreira Aldunate, convertido por la voluntad popular en el sucesor de Luis Alberto de Herrera en el sitial de jefe civil del Partido Nacional. Junto a Wilson, soportó la ira de los poderosos, conoció la capucha y la cárcel, sin claudicar un instante en su compromiso por una democracia sin excluidos.
Ese combatiente de todas las horas del ideal nacionalista, ese herrerista orgulloso de su devoción por la memoria insigne del jefe inmortal, fue también un hombre de gobierno, un hombre de estado. Duro en el combate con el adversario histórico, supo advertir que los tiempos iban cambiando en el Uruguay, y que las viejas rivalidades del pasado no podían ser hoy motivo de desunión de los partidos fundacionales, ante el avance de las fuerzas contrarias al ideal de libertad.
Su accionar político fue un fiel reflejo de sus íntimas convicciones. Pasó por el gobierno y ocupó lugares de destaque en bancadas oficialistas sin que ello significara apartarse de su compromisos con el sentido ético de la política, con los valores morales que deben acompañar siempre a quien tiene el honor de integrar las filas del partido de Manuel Oribe, de Leandro Gómez y de Aparicio Saravia.
Santoro fue un blanco a carta cabal, un herrerista de todas las horas, un gran uruguayo, pero también fue un gran canario, un hombre de Santa Lucía, la pequeña comarca que nunca abandonó y que amó entrañablemente.
No podemos entender a Santoro si no somos capaces de unir en su persona y en su trayectoria, estas aristas. Y así lo entendió el pueblo, que desde 1954 hasta su retiro de la actividad política en el año 2000, lo acompañó siempre, renovando su confianza en un legislador que siempre estuvo atento a todos los reclamos populares.
Cuando Santoro ingresó a la Cámara de Diputados, en el año 1954, había pasado ya medio siglo desde el ingreso a la misma de Luis Alberto de Herrera. Pero en ambos ardía la misma pasión nacionalista y defensora de las leyes. Esa pasión que llevó a Herrera a ingresar en 1905 a la cámara de diputados expresando que había llegado a ese reciento “en las puntas de las lanzas revolucionarias”. Un adversario tuvo la mala idea de retrucar diciendo que lo habían traído “las turbas”. Y el jefe inmortal retrucó: “Sí, traído por las turbas, es decir por el pueblo. Prefiero eso a ser traído por las tropas de línea”.
Santoro sirvió con devoción a ese pueblo que lo eligió como su representante por casi medio siglo. Y desde su retiro siempre activo, supo acompañar hasta sus últimos días los esfuerzos y las ilusiones de viejos y nuevos compañeros, que siempre vieron en él una fuente de inspiración como servidores del Partido Nacional.
De Santoro se puede decir, como dijo Payssé Reyes al despedir los restos de Luis Alberto de Herrera, que “vivió en el calor popular, el aliento de la multitud era su atmósfera vital. Fue una expresión del alma popular, puesta en cuerpo de gran señor, que jamás descendió a la vulgaridad y siempre tuvo el sentido del propio respeto”.
Santoro mantuvo hasta el umbral de la muerte, una actitud de lucha sin fatigas, haciendo gala de un espíritu siempre jovial que nunca lo abandonó. Se va de la vida con las manos limpias, con el gesto del férreo gladiador que fue en su larga militancia política, y del que da testimonio la muchedumbre que hoy lo llora.
(*) Periodista.
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