Por José Ripoll (*)
Lo había visto en la redacción de Correo de los Viernes en algunas oportunidades, aunque sólo llegamos a hablar de vaguedades. Me sorprendía el entusiasmo con el que se entregaba al diálogo, y mucho más el brillo de sus ojos cuando se metía en cuestiones polémicas, y con qué elocuencia defendía sus puntos de vista.
Recuerdo puntualmente una discusión con el doctor Luis Alberto Solé – por entonces director del semanario – acerca de la invasión de las islas Malvinas por parte de los argentinos, a la que dio un remate brillante. Solé estaba radicalmente en contra de aquella intervención, en tanto que Maneco defendía la soberanía argentina. De más está decir que su rechazo a Galtieri en particular, y a los militares golpistas, era concreto y muy corrosivo. Pero –razonaba– el hecho de que una causa justa sea llevada adelante por un gobierno ilegítimo, no le quita justicia a ese reclamo.
Solé estaba muy aferrado a las normas jurídicas y sostenía, con sólidos argumentos, que los militares argentinos habían perpetrado una locura y –(mal) acostumbrados en lo doméstico– ahora se habían llevado por delante varios capítulos del Derecho Internacional. Realizó un pormenorizado razonamiento y fundamentó su posición.
Después de haberlo escuchado respetuosamente, Maneco tomó aire y lo desarmó: “Doctor, eso que usted dice me parece muy válido para la isla de Man, pero no para estas islas que están frente a la costa argentina, y a miles de millas de Londres…”
Ni siquiera Solé pudo zafar a la carcajada general, tras el genial golpe de nocaut que se había anotado Maneco.
Confieso que recién ahora, cuando trato de refrescar mis recuerdos, me salta a la memoria el episodio, que sintetiza muy bien su notable capacidad de polemizar, su agudeza intelectual y –propio de hombres inteligentes – su fino sentido del humor.
Si bien no frecuentaba la redacción del semanario, venía con frecuencia. Eran tiempos de gran efervescencia política y –desde el plebiscito de 1980 – se presentía que el retorno a la democracia era irreversible.
Hasta entonces yo había trabajado en el Diario de la Noche, y los años anteriores resultaban bastante poco estimulantes en términos profesionales: prácticamente había que limitarse a informar sobre cuestiones como por qué subía el pollo, transcribir comunicados oficiales y – lo más difícil – tratar de dar forma coherente a las declaraciones del comandante Hugo Márquez. (Habría que escuchar hoy una grabación de sus declaraciones para comprender lo qué era aquello).
Presenciar por tanto una polémica de esa naturaleza, a ese nivel, era para mí toda una revelación. Gente educada, coherente, con argumentos sólidos, se preparaba para edificar nuevamente la institucionalidad. Por supuesto que en lo personal, ese reconocimiento me hacía sentir que – como tantas otras veces a lo largo de la historia de este país – tenía que ser el Partido Colorado el encargado de protagonizar esa reconstrucción.
Recuerdo que las primeras veces que Maneco llegó a Correo (que funcionaba en la calle Convención, por ese entonces denominada Coronel Lorenzo Latorre), se me planteaba cierta inquietud: me resultaba muy difícil separar su imagen de los duelos con Jorge Batlle y con Julio María Sanguinetti, unos diez años antes, en particular con el segundo, puesto que – si mal no recuerdo—hasta llegó a haber sangre; una herida menor, pero sangre al fin.
En tiempos más cercanos yo ya había escuchado a Sanguinetti hablar muy bien, con calidez, sobre Maneco, y referirse al incidente como de algo completamente superado, de valor anecdótico, y por la actitud de éste poco demoré en darme cuenta que el caso había quedado definitivamente laudado.
Uno y otro, desde sus respectivos puestos, estaban embarcados ahora en la tarea de reconstruir la institucionalidad. Y a partir de esa coincidencia construyeron una relación sólida, a la que Maneco se mantuvo fiel hasta la muerte.
De eso también doy fe, porque me tocó entrevistarlo para el Diario de la Noche unos años después. Fui a la nota (si la memoria no me falla, en el Sanatorio Americano) un poco a regañadientes: sabía que iba a entrevistar a una persona que estaba en sus momentos finales, ¿qué le podía preguntar? ¿cómo encarar la nota?
Periodista de raza, Maneco se encargó de hacerme superar todas esas prevenciones, desde el primer momento. Me recibió con calidez, me hizo sentir que disponía de todo el tiempo necesario para hablar conmigo, y – por encima de todas las cosas– se encargó de transmitir su convicción en el retorno a la democracia, la seguridad de que el gobierno estaba en las mejores manos, y en dar un especial mensaje de aliento a Sanguinetti, quien estaba a punto de ceñirse la banda presidencial.
La entrevista no duró demasiado, sus dificultades para hablar eran notorias, pero el entusiasmo con el que lo hacía se cuenta entre los episodios más conmovedores de mis (30/35) años de periodismo.
Él manejó permanentemente la situación – hasta hoy lo recuerdo y cuánto se lo agradezco– y ese dominio de las circunstancias y de sí mismo me sacudió profundamente. Tanto como ver una máquina de escribir –una prolongación de su ser – en una mesita en la sala del sanatorio. Seguía enviando sus columnas de los viernes a Jaque, y seguía a la cabeza en la avidez de los lectores, de todos los partidos, de todas las definiciones.
Comprendo hoy que su figura, y sus convicciones, representaban como pocas en aquel momento, para los que estábamos, para los que se habían ido, para los que ya nunca volverían, para todos, una expresión del Uruguay esencial, el del humanismo, de la tolerancia, del civismo, de la convivencia, de la convicción de igualar hacia arriba. Del Uruguay batllista.
En lo personal, el gratísimo recuerdo de haber podido constatar en forma directa la grandeza de un individuo que fue capaz de ser agradecido hasta en su última hora, ejemplar en términos de civismo y capacidad de diálogo. En otras palabras: la expresión de un batllista esencial.
(*) Periodista. Contribución especial para Reconquista.
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