Por Carlos Flores (*)
Las páginas del tiempo paren, cada tanto, nombres u hombres (en el sentido genérico de la palabra) que saltan de los libros de esa historia que subyace en toda actividad humana y destaca la acción de algunos por las pequeñeces de los demás. Son hombres y mujeres cuyas particularidades asombran, al punto que su cotidianidad también nos marca.
Eso nos pasa con Maneco. Me pasa a mi cuando desde alguno de los recuerdos me llega su imagen venida del frío, en los tiempos difíciles de los setenta, con su gorra bajo el umbral de la casa de mi padre, su hermano, para anclar pensamientos e intercambiar un poco de información acerca de la barbarie.
Salvaje. Su impronta intelectual está escrita con la fina y punzante pluma de sus brillantes crónicas periodísticas; su valentía quedó escrita en las crónicas de los demás. En sus debates machacó y trituró. Y a la hora de defender sus convicciones expuso su propia vida. Antes, durante y al final de la dictadura que esperó ver con el último aliento, el 15 de febrero de 1985 cuando reabrió el Parlamento. Ese día falleció.
Honesto. Una anécdota: en plena vigencia de las instituciones democráticas cuando un puñado de “iluminados” había recién formado el movimiento tupamaro, uno de sus comandos tomó por sorpresa su casa. Vivía cuando eso en Divina Comedia, en una casa grande de desniveles y con el lujo de las sustancias la decoraba; muebles antiguos, cada uno con su historia.
Ahí llegaron cuatro muchachitos de clase alta devenidos en revolucionarios por snobismo. Maneco no estaba. Por suerte.
Estaban Chacha (su esposa) y su hija Beatriz, con gripe, en cama. Armas en mano, frente a las dos mujeres, revolvieron toda la casa diciendo que buscaban algún documento comprometedor porque los políticos, según ellos, eran todos corruptos (fíjese usted).
Un par de horas después habían dado vuelta todos los cajones. Sólo pudieron llevar unos cuantos ejemplares del Diario Oficial. - Este es un tipo honesto, mirá como vive, dijeron antes de abandonar la casa de Carrasco. Hasta los imbéciles lo sabían.
En aquel tiempo era senador.
Humano. Es el aire que flota aún en las convenciones de su Partido, después de su discurso, con voz quebrada, pidiendo amnistía para los guerrilleros encarcelados que, por haber sufrido los vejámenes de la dictadura, devinieron en presos políticos (el mayor error de los gorilas).
Es el aire que dejó en las paredes del Palacio Legislativo, movido por la oratoria de un gran político. Es el anecdotario que tengo la suerte de recoger cuando, en cada rincón del país que recorrió, la gente repite.
Así su estampa. Humano, honesto, valiente, vehemente, salvaje y culto. Maneco.
(*) Secretario General de la Agrupación Reconquista
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