Por Prof. Gustavo Toledo
Desde hace mucho tiempo, en una pared de mi casa, sobrecargada de cuadros, cuadritos y chucherías de todo tipo, tengo colgada una carta que unos amigos me obsequiaron cuando la generosidad y el desprendimiento eran moneda corriente. Se trata de una nota fechada el 14 de enero de 1933, enviada por la entonces Presidenta del Comité Nacional Femenino Batllista, Isabel Pinto de Vidal, y su secretaria, María M. Mascardi, a un viejo batllista de la zona, Don Luis M. de Mula, pidiéndole “su cooperación” a fin de lograr “la valiosa adhesión de las damas que integran su hogar” a los postulados del Partido Colorado Batllista.
Por aquel entonces, la situación de la mujer aún estaba signada por su dependencia y subordinación a una sociedad machista que la recluía al ámbito doméstico y le permitía realizar muy pocas actividades fuera de su hogar. Se encontraba bajo la “tutela” del padre o del esposo. De ahí que debiera pedírsele permiso “al hombre de la casa” para contar con la “adhesión” política de su esposa e hijas.
Pese a la inmensa labor de Batlle y del Batllismo (facilitando su acceso a la educación y a la función pública, reivindicando su condición de ser humano autónomo y pensante, impulsando el reconocimiento de sus derechos civiles y políticos hasta ese momento negados por un orden conservador y profundamente retardatario), ciertos prejuicios y estereotipos sobrevivieron... ¡hasta nuestros días!
Aquel impulso inicial fue extraordinario, transformador y en algunos aspectos revolucionario, pero sin duda insuficiente. Sus promotores lo sabían, tenían claro que era sólo el comienzo, apenas el inicio de un proceso que debía prolongarse y profundizarse a través del tiempo gracias a la acción de sucesivas generaciones de batllistas. Sin embargo, esto no fue así. Aquella noble esperanza no se hizo realidad.
Duele admitirlo, pero pese a ese fenomenal patrimonio del que somos herederos y al ejemplo de Batlle, acompañado y continuado en su momento por grandes hombres y mujeres como Baltasar Brum, Domingo Arena, Héctor Miranda e Isabel Pinto de Vidal, entre muchos correligionarios y correligionarias que honraron nuestras filas, los batllistas que vinimos después –salvo honrosísimas excepciones como ser el caso de la Prof. Alba Cassina de Nogara, por sólo mencionar a la más consecuente de todas ellas-, no supimos estar a su altura.
Salvo casos aislados, como señalé, y a algunos grupitos de correligionarios y correligionarias conscientes del deber que nos llama desde el fondo de la historia, el partido como tal, no abrazó esa causa con la convicción y energía que debió hacerlo.
Se podrá decir, con razón, a modo de descargo, que a lo largo de los muchos gobiernos colorados que siguieron a la desaparición física de Don Pepe se impulsaron medidas en pro de la mujer, que se buscó mejorar su situación y se alcanzaron logros importantes, pero se me deberá reconocer también que no se hizo todo lo que pudo haberse hecho sino apenas lo que se quiso hacer y que la suma de esos logros no se compara con aquellos que, a principios del siglo pasado, el Batllismo conquistó cuando las resistencias eran mucho más fuertes y aún estaba todo por hacer.
Las causas que explican este fenómeno son muchas y nos remiten a la larga crisis de identidad en la que el partido se sumió tras la muerte de Batlle y Ordóñez. El proceso de “desbatllistización” del que fuimos y somos víctimas (léase, entre otras cosas, ser más leales a la cáscara que al contenido de su pensamiento, más fieles a los instrumentos que a los fines de su espíritu justiciero) determinó que, poco a poco, fuéramos dejando de lado antiguas banderas como la de la búsqueda de la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, para volvernos, por omisión, en un partido conservador. Dejamos de ser el “escudo de los débiles” (el escudo de los obreros, de los niños, de los pobres, de las mujeres), para transformarnos en una caricatura de nosotros mismos. En una parodia inocua, sin iniciativa ni capacidad transformadora. En una sombra, apenas, de lo que fuimos.
A casi ochenta años de aquella carta a la que me refería al principio de este artículo, reflejo de un tiempo en el que se le debía pedir permiso al “hombre de la casa” para que “sus mujeres” participaran de la vida política, hoy no se sostiene ni se justifica que las mujeres deban estar sometidas a la "tutela" de los hombres ni que deban pedir permiso para acceder a los espacios que por derecho le corresponden. Su libertad no debe ser hija de la voluntad de nadie, sino pura y exclusivamente de sí misma. Y para que esto suceda, para que sea una realidad tangible, es preciso que, entre todos, derribemos ese muro de prejuicios, intereses e inequidades que lo imposibilitan.
Por eso, denunciar esta injusticia y reivindicar los derechos de nuestras compañeras a ser oídas, a ser entendidas y atendidas en sus reclamos, a participar en igualdad de condiciones que los hombres de la vida política y partidaria, sin imponerles límites o condicionamientos de ninguna clase o naturaleza, no es responsabilidad sólo de un grupo de mujeres conscientes de esta realidad, sino de todos aquellos que nos llamamos batllistas.
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