Ya no son los tiempos aquellos en los que Miterrand invitaba a Sanguinetti a sentarse a su derecha en los festejos por el Bicentenario de la Toma de La Bastilla o los presidentes uruguayos se entendían con sus pares galos en un francés rudimentario pero comprensible. Nosotros ya no somos los que éramos ni ellos son los que eran. Los franceses se “uruguayizaron” (es decir, se enamoraron de sí mismos y dejaron de vivir en el presente) y los uruguayos –“franceses honorarios” durante algo más de un siglo- renunciamos a ser la fotocopia de esa gran nación para parecernos a nuestros vecinos. Si era malo copiarle a los franceses hasta sus defectos (algunos ya están integrados a nuestro ADN: cerrazón ideológica, estatismo, conservadurismo cultural, burocratismo y otros tantos ismos), peor es esta vocación latinoamericanista que domina a nuestras autoridades. Queremos (quieren) parecernos al resto del vecindario. Es decir, que seamos parte activa del cambalache circundante. Disolver nuestra singularidad en un proceso de integración sin rumbo ni cabeza, para que el mundo vea -en nombre de los padres fundadores y de sus impresentables vástagos contemporáneos- a la “Gran Patria Latinoamericana” unida. ¡Pamplinas!
Aunque distantes, la tradición aun nos pesa. Quien lo niegue, se equivoca. Nos dolió –y mucho- el cachetazo que hace pocos días nos dio el presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, cuando nos tildó de “paraíso fiscal” –al igual que a Antigua y Barbuda, Barbados, Brunei y Trinidad y Tobago, entre otros- y nos amenazó con echarnos de la comunidad internacional si no hacemos lo que los “grandes” nos ordenan. Nos dolió por provenir de nuestra madre patria adoptiva (la que elegimos cuando la madre patria biológica perdió sus galones de imperio y se transformó en el patio trasero de Europa). Que una cosa así la digan los ingleses o los holandeses, es entendible: razonan con el bolsillo. Pero que lo hayan dicho ellos, es una verdadera decepción. O, más que eso, una traición. Que señalen con el dedo a Panamá o a Botsuana vaya y pase, pero que también nos señalen a nosotros es una humillación que muchos francófilos jamás se imaginaron.
Ahora bien, lo peor no es esto. Que el señor Sarkozy haya dedicado unos segundos a hablar (mal) de un puñado de países que seguramente ni siquiera sepa ubicar en el mapa, no es lo importante; tampoco lo es nuestro supuesto status de “paraíso fiscal” y sus eventuales consecuencias; lo importante aquí es el estado actual de nuestras relaciones exteriores.
Con la llegada al poder de Tabaré Vázquez y su insólito ministro de Relaciones Exteriores Reinaldo Gargano, nuestra Cancillería se convirtió en un apéndice de las vecinas. Perdió jerarquía y respetabilidad. Los cuadros técnicos no adictos al oficialismo fueron anulados y la política exterior se convirtió en una sucesión de metidas de pata y gestos contraproducentes. Se cargó de prejuicios y atavismos ideológicos; la región se transformó en su único norte. Y, consecuentemente, se volaron los puentes con el resto del mundo. ¿Estados Unidos? Demasiado capitalista. ¿China e India? Demasiado lejos. ¿La Unión Europea? Demasiado encerrada en sí misma. Conclusión: nos quedamos dando vueltas en el barrio, viviendo de la caridad ajena, pendientes de los cambios de humor de las autoridades argentinas y de los coletazos de las decisiones brasileñas. Si las cosas van bien, todos felices y contentos. Si las cosas van mal, le echamos la culpa a otros.
Según declaraciones del canciller argentino, Héctor Timerman, su jefa política solicitó al G20 que se manifestara en contra de lo que él denominó “guaridas fiscales” (léase, Uruguay), justo en el mismo momento en que su gobierno reinventaba la pólvora imponiendo una suerte de control de cambios y limitaba la compra-venta de dólares.
Si no fue así -es decir, si Cristina no tomó la iniciativa-, fue por lo menos omisa en nuestra defensa. Ni Argentina ni Brasil movieron un dedo en apoyo del Uruguay. Si no le hablaron al oído de los “grandes” para que nos retaran y amenazaran, se hicieron los distraídos. En cualquier caso, expresan una falta de lealtad con sus socios menores (especialmente con nosotros) que no condice con la que nuestro gobierno les tiene. Una lealtad irracional y desproporcionada, que frente a episodios como éste merece ser denominada de modo menos diplomático y elegante: servilismo, genuflexión, sometimiento, usted elige.
Ahora, insisto, el problema no es cómo se comportan los demás con nosotros sino cómo nos comportamos nosotros con los demás. Nuestro presidente cree que con un ramo de gladiolos convence a sus vecinas de lo que a él le plazca. Cree que con una visita, un llamadito telefónico y una declaración de afecto frente a las cámaras se las pone en el bolsillo. Como si se tratara de dos tías viejas que con zalamerías accedieran a hacernos las albóndigas que tanto nos gustan. Creer eso es no tener la menor idea de cómo se relacionan los países entre sí. Por eso, sus resultados son estos: el escarnio público, la falta de rumbo y la incesante pérdida de oportunidades en este competitivo mundo en ebullición.
Un país como el nuestro no se puede dar el lujo de vivir al garete y mucho menos tener como capitán a una persona que le tiene miedo al agua.
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