Hace una semana escribí un artículo, publicado generosamente aquí por Reconquista, donde esbozaba una serie de ideas para intentar mejorar la democracia en nuestro país. Quienes mucho adjetivan -y poco piensan- no dudaron en calificar mis ideas de disparatadas, aristocráticas, y otras lindezas por el estilo. No puedo evitar mencionar esta perla de la argumentación que me fuera dedicada: “…joyita del pensamiento más elitista, aristocrático, reaccionario y conservador que uno pueda leer en estos días. Al lado de esto, los chicos del Partido Popular español o hasta de Falange, parecen aventurados revolucionarios socialistas”. No me parece del caso usar este espacio para discutir esos extremos, pero es bueno consignar que al menos hemos empezado a remover el ambiente.
El esbozo que planteé la semana pasada –que requiere varias reformas constitucionales— se iniciaba con una medida muy sencilla, derogar la obligatoriedad del voto. Quisiera hoy extenderme en ese particular, para intentar fundamentar por qué considero deseable tal medida.
Empecemos por decir que la obligatoriedad del voto es la excepción en el mundo, no la norma. Solo 25 países en el planeta obligan a votar, y de entre ellos solo 10 u 11 refuerzan la obligatoriedad con medidas punitivas. Entre ellos, el nuestro. La obligatoriedad del sufragio y la inscripción cívica están establecidas expresamente como un deber del ciudadano en nuestra Constitución, desde 1934 el voto es secreto y obligatorio, pero recién a partir de 1971 se estableció un régimen estricto de sanciones, reglamentado en 1989. Gracias a esas leyes es que tenemos que exhibir la credencial sellada (antes) o el papelito justificatorio (ahora) para poder realizar cualquier trámite público, cobrar un sueldo, rendir un examen o viajar al exterior. Los porcentajes de votación de las distintas elecciones muestran lo efectivo del sistema punitivo instaurado en 1971: 1958: 71,3%; 1962: 76,6%; 1966: 74,3%; 1971: 88,6%; 1984: 87,8%; 1989: 88,6%; 1994: 91,4%; 1999: 91,7%; 2004: 89,6%.
La discusión acerca de las razones para convertir un derecho aparentemente individual, como es el voto, en un deber cívico, pueden encontrarse en muchos lados. En general se considera que (a) más personas concurren a votar si el acto es obligatorio y eso es deseable porque involucra a más gente en la toma de decisiones y, de alguna forma, hace más confiable la estadística, (b) la legitimidad de un gobierno surgido de las urnas tiende a ser menos cuestionada si el número de votantes es proporcionalmente alto, (c) la necesidad de votar hace que las personas menos educadas se interesen más en el proceso, mientras que el voto voluntario favorece a los más educados y más prósperos, y luego otros argumentos menos sólidos como por ejemplo “¿por qué no hacer obligatorio votar, si es obligatorio pagar impuestos?”.
Un argumento menos altruista a favor de que sea obligatorio votar, es que la financiación de los partidos políticos depende en parte del número de votos que consigan en las elecciones. De hecho, el beneficio es doble, por un lado recaudan y por otro no deben gastar en hacerse realmente atractivos para los votantes, que solo concurren al acto porque no tienen más remedio. Y un argumento más jurídico (según Urruty) es que el voto no es un derecho individual sino un derecho político, que por ser una función propia del organismo social, por poseerlo los ciudadanos únicamente a título de elemento componente de ese organismo llamado Cuerpo Electoral, y por tener por exclusivo objeto la dirección de los intereses públicos, sólo debe ser ejercido teniéndose en consideración el bien público, los intereses políticos de la sociedad. Por ello debería ser obligatorio, aunque se observa una contradicción en el hecho de que el propio Cuerpo Electoral puede decidir si acepta o no esta definición de sí mismo que da Urruty, y consecuentemente acepta o no el voto obligatorio.
En mi esbozo de propuesta amplío fundamentalmente el objetivo del voto. Actualmente el órgano Cuerpo Electoral cumple, en forma predominante, la función electoral, la elección de autoridades a la que estamos típicamente acostumbrados. Pero coparticipa también, mediante la iniciativa y el plebiscito en el ejercicio de la función constituyente, y en forma limitada, teniendo potestad únicamente derogatoria, en el ejercicio de la función legislativa, mediante el referéndum. Mi propuesta tiende a asignarle al Cuerpo Electoral la función legislativa decisiva de aprobación de las leyes, es decir que pasaríamos de una democracia representativa a una democracia directa, reservando para el Parlamento la discusión y armonización de las leyes, pero no su aprobación.
Al construir un modelo en el cual todas las leyes son votadas en forma directa por la ciudadanía habilitada, lo que propongo es un ejercicio constante del voto, en diversos temas en los que no todos estaremos interesados o preparados para sufragar. Aumentar en forma sensible las ocasiones de voto, pero mantener la obligación de votar, es obligar al sufragante a participar en un acto en el que no quiere hacerlo, multiplicado muchas veces en el año, lo que indudablemente potenciaría la reacción adversa que se observó con el voto a Homero Simpson en las elecciones del BPS. Por otra parte, al votarse muchas veces sobre temas que conciernen directamente al interesado, la persona no solo exigirá que le entreguen toda la información necesaria para votar sino que estaría motivado en la participación activa.
Por supuesto que en mi opinión el Estado debería tener una línea de trabajo activa a favor de convencer a tantos votantes como pudiera, para que ejercieran su derecho al voto. De esta forma, al ser el voto no obligatorio, nos deshacemos de esa no demostrada y supuesta “educación cívica” que el pueblo recibe por intermedio de la obligatoriedad y nos esforzamos en cambio en desarrollar programas que efectivamente brinden educación y cultura cívica al pueblo.
En mi opinión, la obligatoriedad del sufragio cercena derechos individuales del ciudadano, con consecuencias que no son necesariamente las deseadas. En nuestro sistema existen dos formas de no brindar apoyo a partido político alguno, el voto en blanco y el voto anulado. Mientras el primero es un voto válido y emitido, y se cuenta a efectos del reparto de bancas, el segundo no lo es, no se cuenta, y su efecto es idéntico al de quien no concurrió a votar. En otras palabras, lo que nuestro sistema asegura es que el ciudadano tenga la obligación de trasladarse hasta el circuito y realizar los ritos apropiados, pero no asegura que en realidad ese ciudadano haya actuado como integrante del cuerpo electoral. El resultado es el mismo que si se hubiera quedado en su casa.
Por estas consideraciones es que pienso que Uruguay bien podría unirse a aquellos países que no tienen voto obligatorio. De hecho, monitorear la participación en las elecciones de los sufragantes libres sería un método para saber la opinión mayoritaria de la sociedad sobre el sistema. Porcentajes de concurrencia superiores a 75% podrían indicar una buena consideración, mientras que porcentajes históricamente declinantes podrían indicar falta de confianza en el sistema democrático en la forma en que está estructurado.
(*) Doctor en Química.
2 comentarios:
Cada vez peor...
Viniendo de Ud. eso es un elogio. Atentos saludos.
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