El 23
de marzo pasado publiqué este artículo en el Semanario Reconquista. Un año
y pico después, el censo más largo del mundo confirma mis aprensiones y temores.
Los números que gotean de las planillas del INE son un semáforo en rojo: si no
nos detenemos a pensar qué vamos a hacer como país, y que para eso es preciso que
todos los feudos en los que solemos dividirnos nos pongamos de acuerdo, estamos
perdidos. Aquí va:
Semanas atrás, el presidente de la República,
José Mujica, reflexionó en su audición radial de M24 sobre el Bicentenario y
las bondades y dificultades que, a su juicio, presenta nuestro país con
relación a la región y el mundo.
“Nuestra
natalidad es bajísima y tal vez estratégicamente este es nuestro mayor problema”, subrayó
en esa oportunidad. Luego, señaló que la educación es “nuestro
gran segundo problema, grave e importante” y
puso como ejemplo, para ilustrar su afirmación, que los“asiáticos” dictan
alrededor de 240 clases al año mientras los uruguayos nos aproximamos–apenas- a
las 155.
Además, reconoció que “no nos
matamos trabajando en términos generales aunque siempre existen excepciones y
siempre nos las ingeniamos para lograr fines de semana largos”.
Debo confesar que nunca coincidí tanto con el
presidente de la República como en esta oportunidad. Nuestros tres grandes
problemas son esos y en ese orden: baja natalidad, baja calidad educativa y
baja productividad. Un combo explosivo, si los hay, cuyos resultados están a la
vista.
Por cierto, Mujica no descubrió la pólvora.
Estos problemas, entre muchos otros, están esperando solución desde mucho antes
que él llegara al poder. Es más, ya los conocía–presumo-
cuando su antecesor le calzó la banda presidencial hace casi un año. Lo que el
presidente hace -y acierta en hacer- es poner la lupa sobre ellos. Quizás,
gracias a su señalamiento, nuestra sociedad tome conciencia de que debe
reclamarle a las autoridades, empezando por el vértice superior de la pirámide
institucional –es decir, el mismísimo presidente- que tomen
cartas en el asunto y pongan -¡cuanto
antes!- manos a la obra.
Si la excusa del Bicentenario es la oportunidad
para hacerlo, bienvenida sea.
BOMBA DE TIEMPO. A mediados del mes de enero, El
Observador realizó un informe especial sobre la “emergencia
demográfica” que enfrenta nuestro país y pocos,
aparentemente, quieren ver. La nota comienza sintetizando el problema con
extrema claridad: “Dos palabras resumen la demografía uruguaya:
pocos y viejos. Los números muestran un notorio descenso de la cantidad de
nacimientos y del nivel de fecundidad así como también de las defunciones”.
De acuerdo al informe, la actual tasa bruta de
natalidad (TBN) es inferior a 15 por 1.000, mientras que la tasa bruta de
mortalidad (TBM) es de 10 por 1.000. La diferencia entre ambas tasas refleja el
magrísimo crecimiento de nuestra población, sólo comparable al de los países
europeos o el Japón, pero sin los recursos que ellos poseen.
De acuerdo a los números, este fenómeno no es
parejo. No afecta a toda la sociedad por igual. ¿Saben
ustedes en qué sector se reproduce mayoritariamente nuestra sociedad? En el más
vulnerable de todos. Cerca del 40% de los niños que nacen en este país -¡nuestro
país!- lo hacen por debajo de la línea de pobreza. ¡Sí, cerca
del 40%! Asimismo, según el INE, el número de hijos está relacionado al nivel
educativo de las madres, por lo que los valores oscilan entre 3,5 hijos para
quienes no terminaron la escuela y 1,45 para quienes completaron estudios
universitarios. Preocupante, ¿verdad?
Y como la expectativa de vida es alta -77 años,
según la Cepal; y alcanzará los 81 en el 2040-, nuestra población no sólo no
crece sino que además… ¡envejece! Actualmente, hay 21 pasivos por vejez
(son 60 si se incluye a los menores de 15 años) cada 100 activos y una
población mayor de 60 años aproximada de 600 mil personas (17,5% de la
población); para el año 2050, se calcula que alcance… ¡el millón
de uruguayos!
A todo esto hay que agregarle la sangría
incesante de la emigración. La cifra impresiona: a los largo de la última
década, 146.000 uruguayos partieron a través del aeropuerto de Carrasco y no
regresaron. Para hacernos una idea de la magnitud de esa cifra, tengamos en
cuenta que la población actual del departamento de Maldonado se estima en
140.000 personas.
Pongámoslo en negro sobre blanco: si sumamos a
la bajísima tasa de natalidad que tenemos, que nuestra sociedad crece en su
franja más vulnerable, que la emigración nos priva de una porción
importantísima de nuestros compatriotas más jóvenes y mejor calificados, que la
población pasiva crece (y con ella la demanda de servicios sociales) mientras
disminuye la cantidad de trabajadores activos (que banca esos servicios
sociales), estamos indudablemente frente a una bomba de tiempo. ¡Está en
juego el futuro y la viabilidad del país y nuestros gobernantes están en Babia
discutiendo sobre cuestiones coyunturales y en general anecdóticas! ¿Acaso no
tienen sentido de la urgencia? ¿O no son
conscientes de esta espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas?
POBLAR, EDUCAR, PRODUCIR. Juan
Bautista Alberdi lo tenía claro. Para países jóvenes como el suyo (Argentina) o
como el nuestro -no tan pequeño como algunos piensan-, en los que sobra espacio
y faltan brazos, “gobernar es poblar”. Domingo
Faustino Sarmiento, fiel al espíritu que lo hizo grande, agregó: “gobernar
es educar”. Ciertamente, una cosa no excluye a la otra.
Por el contrario, ambas van de la mano, se complementan. Poblar no significa
sólo atraer personas de otros rincones del Planeta o estimular a que éstas se
reproduzcan para que ocupen una porción de suelo, cultiven la tierra o
contribuyan de algún modo a la generación de riqueza sino también instruirlas,
educarlas, hacerlas partícipes de la civilización.
Alberdi y Sarmiento no sólo tenían razón sino
que además veían lejos. Sabían que su país tendría futuro siempre y cuando
atendiera esos dos aspectos. Y así fue, durante algo más de medio siglo, hasta
que los argentinos decidieron lanzarse a la búsqueda de “atajos” (el
primero fue el golpe de Uriburu en 1930, al que luego le siguieron una docena
de intentos de refundación nacional, golpes de Estado, gobiernos populistas,
etc. que sumieron a la Argentina en el desquicio y la pobreza). Así se cortó el
ciclo de expansión y crecimiento del país que estaba llamado a ser potencia.
Así, los que antes venían, comenzaron a irse y la educación que había sido
modelo para la región, se transformó en motivo de vergüenza nacional.
Nuestro país, en menor escala, siguió ese mismo
derrotero. Partiendo de la nada, se constituyó en poco tiempo en un prodigio de
civilidad y progreso. En “un
pequeño país-modelo”, como quería el viejo Batlle y buena parte de
sus contemporáneos. El camino fue duro y empinado, es cierto, pero el norte
estaba claro y hacia allí confluyeron los esfuerzos de (casi) todos.
El punto de partida no pudo ser peor. Alberto
Zum Felde describe el paisaje de aquel lejano Uruguay a inicios de su vida
independiente del siguiente modo:
“Es este
un país semi-desierto sin alambrados y sin caminos; sin agricultura que cree
hábitos sedentarios y pacíficos, al mismo tiempo que intereses conservadores;
sin más vías ni medios de comunicación que el caballo y la carreta; con
costumbres musculares y púgiles generadas por las faenas pecuarias; sin más
centro de asociación que la pulpería, ni más autoridad reconocida que la del
caudillo. La acción de la autoridad legal casi no puede ejercerse en ese
desierto, con tan largas distancias cortadas de montes y serranías. La
comisaría y la escuela, los dos órganos de la civilización de la ciudad, son
escasos, están dispersos, perdidos en vastas zonas, no alcanzan a ejercer
influencia sensible”.
Ese “desierto” de
apenas 74.000 habitantes, sin “hábitos
sedentarios y pacíficos” (entre 1832 y 1904 se sucedieron casi 70
revoluciones, motines y levantamientos armados) ni “comisarías
y escuelas” (en 1850, por tomar una fecha, el país
contaba con apenas 32 escuelas), fue nutriéndose de sucesivas oleadas
migratorias (franceses, españoles, italianos, etc.) a las que le debemos lo que
somos. Eso que Darcy Ribeiro llama “pueblo
trasplantado” y Borges resumía en una frase brillante: “los
rioplatenses somos europeos en el exilio”.
Es innegable que la inmigración europea tuvo
gran importancia para nuestra conformación demográfica, económica y cultural
(no sólo trajo consigo inversiones e innovaciones tecnológicas sino también las
costumbres, tradiciones y valores que le permitieron al
Uruguay incorporarse al mundo civilizado).
Así, hacia 1860 aquel núcleo humano se había
multiplicado por tres, hacia 1890 por nueve y hacia 1930 por veintidós. No es
casual que esto haya sucedido de ese modo. A lo largo de ese período,
comprendido entre la llamada Revolución del Lanar y la crisis de 1929, nuestra
economía creció de la mano de un modelo agro-exportador abierto al mundo. Pero
esa apertura no fue sólo económica sino también cultural. La Reforma Vareliana
no sólo es el mejor ejemplo de ello sino también su buque insignia. Ese Uruguay
en ciernes buscaba fuentes de inspiración en Europa y Estados Unidos. Copiaba
lo mejor, aplicándolo–generalmente- con criterio e inteligencia.
A partir de 1929, los vientos de la historia
cambiaron. A la cerrazón económica le siguió la cerrazón cultural. Nos
convencimos de que “como el Uruguay no hay”, y
empezamos a rodar cuesta abajo. Comenzamos a resolver nuestros problemas a “la
uruguaya” (es decir, pateándolos hacia adelante,
ocultándolos, negándolos y, a menudo, agravándolos). Entre la crisis del 29 y
la crisis de finales de los cincuenta, vivimos sin rumbo, subidos primero a la
balsa salvadora de la Segunda Guerra Mundial y luego a la de la Guerra de Corea
que nos permitieron levantar –coyunturalmente-
nuestras exportaciones, convencidos de que encerrados, alimentando una
industria cara y obsoleta, y contemplándonos el ombligo, podíamos vivir mejor.
Creímos, tontamente, que esos ramalazos de prosperidad nos harían volver el
tiempo atrás. ¡Grave error!
A la ilusión le siguió la decepción y el
desconcierto. La cerrazón económica y cultural se agravó. Cayó la Universidad
en manos de los seguidores de Gramsci, que, rápidamente, colonizaron murgas,
orquestas, elencos teatrales, periodistas, círculos literarios y artísticos,
historiadores, oficinas públicas... Rotaron los partidos políticos
en el poder, luego de décadas de predominio colorado. Apareció la guerrilla y
con ella la violencia armada. La economía se estancó, y, lo que es peor, nos
acostumbramos a vivir recluidos en el circulo vicioso de la resignación y la
nostalgia, atados a un tiempo que se nos fue. Así, poco a poco, sin hacer nada,
en menos de medio siglo, logramos la proeza de expulsar la friolera
de 600.000 uruguayos. ¡Sí,
600.000! Por falta de oportunidades y horizontes. Por no tener claro lo que
fuimos ni mucho menos lo que queríamos ser.
¿A DÓNDE
VAMOS? Si
bien es fácil coincidir con Mujica en el diagnóstico que hizo de los problemas
que afectan a nuestro país, y en el orden en el que los planteó, resulta
bastante más difícil compartir las soluciones que propone, si es que se le
puede llamar de ese modo a los anuncios rocambolescos que suele hacer o a los
arrebatos voluntaristas que caracterizan a la mayor parte de sus colaboradores
aún en cuestiones tan trascendentes como ésta.
Supongo que a esta altura de los acontecimientos
ya todos tenemos claro que nuestro presidente no sabe lo que quiere, pero lo
quiere ya. Como a los niños, la novelería lo mata. Vive haciendo zigzag, yendo
y viniendo todo el tiempo, sin que su gestión muestre un norte, salvo el que
sus antiguos delirios anarco-marxistoides dejan entrever. Un día se levanta con
la idea de importar campesinos ecuatorianos, al otro de atraer peruanos
calificados y no “marineros de tercera” (sic)
o “peruanas con fama de ser muy buenas, honradas y
dóciles” (sic). A la semana, le vuelve la idea de que
imitemos a los Kung San “que no
viven para trabajar sino que viven para vivir” (sic),
a la otra que sigamos el ejemplo de los chilenos y a la siguiente de que nos
volvamos una copia de Finlandia.
Se quiere estimular la natalidad, repatriar
uruguayos y atraer extranjeros capacitados con promesas de paisajes bucólicos y
engaña pichangas. ¡Pamplinas! ¡Es
imposible que podamos transformarnos en destino de alemanes, japoneses,
holandeses, chilenos, coreanos o españoles, cuando nuestros connacionales
siguen yéndose año tras año por miles! Para que las cosas cambien, y vuelvan a
ser como fueron antes, tenemos que abrirnos al mundo, volver a ser una sociedad
abierta, con una educación de calidad. Debemos terminar con los prejuicios y
aprensiones que nos atan a modeles perimidos y reencontrarnos con aquel Uruguay
que atraía a los extranjeros dándoles oportunidades y le daba a sus hijos la
posibilidad de progresar en base a su esfuerzo personal. Hoy, en plena
revolución tecnológica, seguir jugando al achique es condenarnos a la
frustración y al fracaso.
Si no abrimos la cabeza de una buena vez y nos
integramos al mundo, desaparecemos. Así de simple.
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