Cuando Batlle nació, en 1856, los ecos de la Guerra Grande aún retumbaban en las calles de Montevideo y los odios que la habían incubado seguían tiñendo de sangre nuestra campaña. Cuando murió, en 1929, pese a la crisis mundial que se cernía sobre el mundo y que llegaría a nuestras costas poco después, el Uruguay que dejaba como herencia era otro, muy distinto a aquel país tosco, salvaje y violento en el que vio la luz. Dejaba un país en paz, con instituciones vigorosas, socialmente justo, en el que las urnas habían reemplazado a las lanzas y en el que cada uno podía ejercer su libertad sin más límite que el de la ley. Dejaba tras de sí un país ejemplar en muchos aspectos y a la vanguardia de su tiempo.
En suma, la vida de Don Pepe representa una excepcional parábola de aquel Uruguay que con tenacidad y esfuerzo se hizo a sí mismo y encontró, no sin dificultades, su lugar en el mundo, convirtiéndose -para orgullo de todos- en “un pequeño país modelo”.
La obra de Batlle es enorme y al mismo tiempo poco conocida. Se repite, como quien busca memorizar una poesía escolar o las compras del supermercado, la larga lista de realizaciones que llevó a cabo, sin reparar en la profundidad y significación de las mismas. Por desgracia, a menudo se pierde de vista que no se trató de un conjunto de medidas aisladas, producto de impulsos espasmódicos o intereses transitorios, sino de una cosmovisión del hombre y del mundo profundamente humanista, liberal y reformista, a la que le debe la republica su período de mayor gloria.
Para algunos, poco tiene para aportarnos hoy en día aquella formidable figura que abrió las puertas de la civilización y la modernidad; consideran su experiencia agotada y su pensamiento una antigualla digna de museo. Para otros, desde la vereda opuesta, su liderazgo está dotado de ribetes heroicos, casi místicos y sus ideas constituyen asertos infalibles capaces de ser aplicados en cualquier lugar y circunstancia, sin reparar en el tiempo transcurrido ni en las transformaciones que han acontecido a lo largo del mismo.
No resulta extraño que unos y otros cometan el mismo error (es decir, que confundan la praxis batllista con la teoría batllista; los medios empleados con los fines perseguidos; las soluciones concretas a los problemas del momento con los principios que le dieron sustento y trascienden las contingencias de la hora); pero, sobre todo, que no entiendan el modo de pensar de Batlle. Nadie ignora que era un hombre convencido de sus ideas, a veces radical en sus afirmaciones y siempre persistente en su defensa, pero nunca necio. Sabía adaptarlas a cada contexto, o al menos intentaba hacerlo, a sabiendas de que sólo así podría llevarlas a la práctica. Don Pepe era esencialmente un realista (o, como se suele decir hoy en día, un pragmático), que es la mejor forma de convertir una ideología, cualquiera que esta fuere, en un instrumento capaz de transformar la realidad y no una ficción inútil e inoperante, completamente divorciada de la misma. Y así lo hizo Batlle, con admirable olfato, desde su aparición en el escenario político hasta el fin de sus días.
De este modo lo señala la Lic. Haydée Rodríguez de Baliero en un artículo de su autoría (“El realismo político de Batlle y Ordóñez”) publicado en la revista “Hoy es Historia” en marzo de 1986: “Definidos los principios fundamentales de soberanía del pueblo, libertad individual, purificación del sufragio, eliminación de la explotación del hombre por el hombre, transformación económica, social y cultural del país, la acción política debía discurrir adaptándose a las particularidades del momento histórico, incidiendo siempre en algún sentido, de manera de lograr una superación que signifique un acercamiento al estado político ideal”. Está claro que, para Batlle, “los principios debían guiar la acción, nunca inhibirla”.
Por tanto, no es dable pensar que hoy Don Pepe sostendría exactamente lo mismo que a principios del siglo XX, como algunos ancrónicamente insisten en señalar, por la sencilla razón de que nadie que haya estudiado su pensamiento y accionar político se lo imagina convertido en un autista o en un reaccionario defensor del statu quo.
Batlle se escapa de los encasillamientos convencionales. No fue el “socialista” disolvente que algunos quisieron pintar ni el aristócrata conservador que otros hubiesen preferido que fuera, sino un centrista-reformista. Sí, aquel hombre enérgico, a veces implacable con sus adversarios y duro en el debate de ideas, fue el inventor del centro político. O, si se quiere, de la centro-izquierda a juzgar por algunas de sus posiciones más liberales. Un hombre que supo hacer equilibrio entre la continuidad y el cambio; entra la tradición y la innovación; entre su pertenencia a la vieja divisa de la Defensa y la construcción de una corriente de pensamiento que abrevó en las fuentes del liberalismo, del socialismo democrático, del feminismo y del espiritualismo, entre tantas otras. Así, se constituyó una doctrina política y social única que, como bien señala el Programa de Principios del Partido Colorado, “no es un artículo importado, ni un catecismo dogmático, ni una especulación doctrinaria despegada de nuestra realidad” sino una construcción original y trasformadora, abierta a las necesidades de cada momento histórico y verdaderamente progresista.
Si el centro es el punto de equilibrio entre la continuidad y el cambio, la negación de los extremos ideológicos y la expresión de las capas medias dispuestas a vivir en democracia, a que sus derechos sean respetados y a que el Estado sea el garante de ciertos equilibrios sociales, sin vulnerar las libertades y capacidades de cada individuo, no cabe duda de que el Batllismo es el mejor representante del centrismo uruguayo y el viejo Batlle su principal mentor.
A más de un siglo y medio de su nacimiento, es bueno saber que sigue alumbrándonos el camino que debemos transitar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario