Comenzaron las clases. No como muchos
hubiéramos querido, sino a la uruguaya. Es decir, a los tumbos. Faltan
maestros, locales en buen estado y recursos -algo previsible para todos menos
para las autoridades-, pero sobre todo una clara conciencia de cómo son las
cosas en nuestras escuelas de la puerta para adentro. Todo el mundo habla de la
“crisis” del sistema y le reclama –con justa razón- mejores resultados (abatir
los altos índices de repetición y deserción, elevar el nivel de conocimientos,
etc.), pero pocos reparan en la extrema hostilidad del contexto en el que
estudian nuestros niños y la fatal incomprensión de la que son objeto.
Para tomar dimensión del escenario en el que deben manejarse, imaginemos
el primer día de clase de un alumno de seis años en Casabó, Camino Maldonado,
Cerro Chato o Bella Unión. Uno en “veintipico”, perdido en un salón con paredes
que alguna vez fueron blancas y ventanas enrejadas, sin cortinas. Lo primero
que la maestra hace es indicarle dónde debe sentarse, siguiendo un estricto
orden alfabético. Le toca una de las filas del medio. Adelante de tres
compañeros más bajos que él y detrás de otros bastante más altos, justo debajo
de una mancha de humedad con forma de cumulus
nimbus. Al igual que el resto, lleva una moña anudada al cuello que apenas
le permite respirar y una túnica blanca que su madre, su abuela o la tía que lo
acicaló antes de partir hacia allí le encomendó que mantuviera limpia hasta el
viernes. Para él, hubiese sido más fácil que le encomendaran el cuidado de la
bóveda del Banco República o la fórmula de la Coca Cola.
Las reglas son claras desde el principio: debe permanecer sentado, en
silencio, quietito y atento durante… ¡cuatro horas! Para él, una eternidad.
Nunca antes estuvo sentado, en silencio, quietito y atento durante… ¡cuatro
horas!
Aguarda que le den luz verde para usar la ceibalita, pero el “aparatito”
está guardado en algún mueble del corredor (no se usa en clase porque la
maestra no sabe encenderlo), y, para peor, demorará varias semanas en llegar a
sus manos. Sobre el banco de madera, aun con el orificio para el tintero y un
sinfín de garabatos expuestos a lo largo y ancho de ese incómodo artefacto del
demonio que ni si quiera Torquemada pudo haber imaginado como instrumento de
tortura, alguien depositó un cuaderno de color indefinido (gris, celeste pálido,
vaya uno a saber…) con la imagen de un señor barbudo que no tiene la menor idea
de quién es, además de un lápiz y una goma.
Sobre el pizarrón de tiza divisa un cuadro con la imagen de un hombre de
pie, chaqueta azul y botas hasta la rodilla, que el niño deduce que puede ser
algún pariente de la maestra o, quizás, alguien importante… Lee al pie: “Sean
los orientales tan ilustrados como valientes”. Maestra, ¿qué significa
“ilustrados”? –pregunta, curioso. Silencio. La maestra no emite respuesta, se
limita a señalarle que si quiere preguntar algo primero debe levantar la mano y
luego esperar a que ella le dé la palabra. Debe atar su curiosidad a los
tiempos de los demás, le sugiere. Es lógico, a la pobre le encomendaron un
rebaño de casi treinta párvulos que debe domesticar, y él es apenas una ovejita
del montón, aburrida, incomoda y curiosa. ¡Un peligro!
El niño no se da por vencido. Aplica las reglas que acaba de escuchar,
no por convicción sino por obligación, y luego de esperar unos minutos, levanta
la mano, espera que lo autoricen, pero ese momento nunca llegará. Es más, ni
siquiera le prestarán atención, como si no existiera.
Cuando llega el ansiado recreo, brinca del banco y sale junto a sus
compañeros en estampida. A su paso no queda nada en pie. Es entendible, del
otro lado de la puerta lo espera el aire fresco, el verde del parque, las
hamacas, las golosinas de la cantina, los juegos de pelota, risas y gritos
compartidos… Cuando está en lo mejor, con la moña a la altura del ombligo, la
túnica ya de color chocolate y la cara roja de tanto correr, suena el timbre.
Apenas lo escucha, divisa a la maestra en la puerta, tarareando en voz baja la
letra de alguna canción de María Elena Walsh y la mirada perdida en el
horizonte. Es hora de volver a la jaula: a estar callado, quietito, apretado,
aburrido, hasta que otro timbre, el de salida, marque el fin de la jornada y su
vuelta a la libertad.
Retorna a su casa, solo, con la mochila arqueándole la espalda y el
cuaderno lleno de deberes (¡deberes!). Sus padres, ocupados y preocupados por
otras cosas, no lo pueden ayudar. La ceibalita que tiene de su hermana que está
en Tercer Año no le sirve para nada porque nadie le enseñó a buscar información
en la Red, ni mucho menos a decodificarla. Entonces, ¿qué puede hacer? A lo
sumo, un recorte y pegue. Al otro día, regresará a la escuela con la tarea sin
hacer, o, como mucho, a medio hacer… Aprenderá, con el paso de los días, a
hacer lo que esperan de él y él a no esperar nada de los demás… Nadie le
preguntará qué quiere, qué piensa, qué le gusta… ¿Para qué? Su opinión no va a
ser tenida en cuenta hasta que sea adulto y sus gustos no tienen la menor
importancia.
“A la escuela no se viene a jugar, sino a estudiar”, le dicen.
Y así serán las cosas para ese niño día tras día, si tiene suerte,
durante seis años, o, si no la tiene, durante siete, ocho o más…Y a lo largo de
ese tiempo se sentirá arrastrado hacia un universo que no es el suyo, hacia el
pasado. Buscará el contacto entre ese mundo de pizarrones de tiza, cuadernos
doble raya, retratos de héroes colgados en la pared y lecciones aprendidas de
memoria con el mundo de la TV, Internet, los videos juegos y las Redes Sociales
en el que pasa la mayor parte del tiempo, pero por más que se esfuerce no lo va
a encontrar. ¡Es obvio! No son dos mundos separados, sino paralelos, opuestos,
enfrentados. Desde la escuela van a ser lo posible para dinamitar cualquier
puente entre ambos, reivindicándose a sí misma como el “templo del
conocimiento” y buscando, en lo posible, separarlo de ese otro mundo pagano en
el que él es feliz y, pese a quien le pese, es su principal fuente de
información. Nadie le va a enseñar a usar los recursos tecnológicos con
eficacia o a capitalizar lo que aprendió por ahí relacionándolo con los
contenidos curriculares. Nadie se va a encargar de estimular su curiosidad,
creatividad y espíritu emprendedor…
Así, no es casual que para él y para muchos como él lo mejor de la
escuela sea el recreo o la placita de la esquina en la que se reúnen luego de
salir de clases o, a veces, durante el horario de clases. Tampoco es casual que
en Primer Año el porcentaje de repetición sea casi del 14% y durante el resto
del proceso escolar sea apenas del 6%. Algo estaremos haciendo mal, ¿no?
Una reacción muy uruguaya es preguntarnos, en vez de ¿cuál es el
problema?, ¿de quién es la culpa? Como si colgando la cabeza del culpable sobre
la chimenea del living se resolvieran todos nuestros males. Grave error. Aquí
no hay culpables. La maestra que desempeña su labor de ese modo, en condiciones
más que precarias, haciendo frente a mil y una dificultades, no lo hace de mala
fe o con ánimo destructivo. Hace lo que aprendió, lo que siente que debe hacer.
Y merece respeto por ello.
Tampoco es culpa de los padres. Su ausencia muchas veces es producto de
un estilo de vida que los excede y de la errónea creencia de que la educación
de sus hijos es asunto de la escuela y los maestros y no de ellos.
Y menos del gobierno. No creo en esas teorías rebuscadas que atribuyen
al poder de turno el oscuro objetivo de sembrar la ignorancia entre las nuevas
generaciones para facilitar su control. ¡Pamplinas! Los gobernantes también
tienen hijos, sobrinos, nietos… Si la “superestructura” educativa no es eficaz,
es porque la mayoría ve las cosas desde afuera, a menudo toca de oído, confunde
causas con consecuencias y viceversa, pero no porque esté aplicando un plan
macabro o persiga sombríos intereses.
El problema está en que docentes, padres y gobernantes no somos cien por
ciento conscientes de la realidad que se vive dentro de las escuelas; somos
rehenes de un modelo tradicional, absolutamente perimido, forjado en el siglo
XIX que ciertamente no responde a las necesidades de los niños del siglo XIX.
Seguimos abrazados al modelo vareliano, excelente para su tiempo, pero
inadecuado para el nuestro.
Ahora bien, estamos de acuerdo en que la culpa no es de nadie, pero
debemos asumir que la responsabilidad sí es de todos. Por eso, tiene razón el
presidente cuando señala que “la mayor lucha (de estos tiempos) es entender
que, en términos globales, la educación es tarea de todos” y que “toda nuestra
vida está bombardeada por (…) los gigantescos cambios que se acumulan
permanentemente en el campo de trabajo por el advenimiento de un alud de
conocimiento aplicado a la tecnología”, y que la clave está en que “el hombre
tiene que ponerse a tono en la calidad, la preparación y la actitud constante
de aprender y de aprender a aprender”.
Es bueno que nuestro presidente, en tanto primer docente de la
República, lo tenga claro y aleccione a la ciudadanía. Salvar a nuestros niños
de la ignorancia debería ser nuestra prioridad número uno. Debemos aceptar que
las cosas cambiaron y van a seguir cambiando, quizás mucho más de lo que
podamos llegar a imaginar. Si no lo entendemos y no nos adaptamos, si no
aceptamos que los niños de hoy no son como los de ayer, que requieren
conocimientos, habilidades y destrezas diferentes para desenvolverse en la vida,
si no aprendemos a aprender y le enseñamos eso a nuestros hijos, estaremos
condenándolos a la miseria y a que vivan de espaldas a su tiempo.
El futuro de toda una generación depende de que abramos la cabeza y
miremos todos en la misma dirección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario