Yoani Sánchez |
En
aquel enero de 1998, al finalizar la misa de Juan Pablo II en la Plaza de la
Revolución, un viento fresco recorrió la amplísima explanada. Mi hijo iba
sentado sobre los hombros de su padre y la brisa le arremolinó la cabellera. El
Papa ya había terminado la homilía, pero aun así retomó el micrófono y dedicó
varias palabras en latín a aquella juguetona racha que nos despeinaba a todos.
“Spiritus spirat ubi vult et vult Cubam” sentenció. Regresamos a casa un
rato después, apretujados entre miles de personas vestidas de blanco y
amarillo. Desde entonces, tengo la sensación de que el vendaval no ha parado de
batir sobre nosotros, de que aquella ráfaga ha pasado a recorrer la Isla, a
sacudir todas nuestras vidas.
Todavía Benedicto XVI
no ha llegado a Cuba y ya parte de ese torbellino nos está agitando. Entre los
fieles católicos se percibe júbilo por la visita papal y expectativas de que
ésta contribuya a ampliar el papel de la Iglesia en nuestra sociedad. Para
quienes tuvieron que mantener los crucifijos escondidos durante décadas por
temor al ateísmo radical, resulta un alivio la paulatina eliminación de la
intolerancia religiosa. Que ya se logren transmitir misas por la televisión
oficial y se permitan procesiones en las calles portando la imagen de la virgen
de la Caridad, les parece a muchos suficiente terreno ganado. Sin embargo, a
cada minuto alcanzado por la jerarquía eclesial en los medios masivos y a cada
palabra intercambiada en la mesa de negociación con el gobierno, le ha
correspondido también su porción de pérdida y de descalabro. Porque, no nos
engañemos, la clandestinidad de las catacumbas es más coherente con el discurso
de Cristo que la cómoda cercanía al trono.
A menos de 24 horas de
que el Papa llegue a Cuba, ya el guión de su estancia entre nosotros está
escrito y no precisamente por la comitiva del Vaticano. El gobierno raulista ha
emprendido una “limpieza ideológica” para evitar que activistas, disidentes,
opositores, periodistas independientes, bloggers alternativos y otros
inconformes lleguen hasta las plazas donde Su Santidad hablará. Amenazas de no
salir de casa, operativos desproporcionados, arrestos, teléfonos cortados,
gente deportada desde el Oriente del país para impedirle estar en la Plaza
Antonio Maceo el próximo lunes. Una razzia de intransigencia que recuerda
aquellos tiempos de escapularios arrancados y sotanas escupidas por los
fanáticos hijos de una revolución que se declaró materialista y dialéctica. Es
cierto que ya no se persiguen los rosarios, pero se continúan acosando las opiniones.
Ahora, tener un cuadro con el Sagrado Corazón de Jesús no le cuesta el puesto
de trabajo a nadie, pero creer que una Cuba libre es posible le hará sufrir la
estigmatización y el calvario. Ya podemos rezar en voz alta, pero criticar al
gobierno sigue siendo pecado, blasfemia.
En las manos y en la
voz de Benedicto XVI queda ahora la elección de si se deja secuestrar la visita
por las intenciones de un partido que sigue teniendo como doctrina el marxismo
leninismo. En sus ojos está la capacidad de darse cuenta que entre los fieles
reunidos en las plazas faltan numerosas ovejas del rebaño cubano que han sido
impedidas de llegar hasta las cercanías de su báculo. En sus oídos está la
decisión de escuchar otras voces más allá de las oficiales o de las estrictamente
pastorales. Con esa sabiduría milenaria que la Iglesia evoca ante cada
obstáculo, el Papa debe saber que en esta visita se decide parte de la
presencia y de la influencia de la fe católica en el futuro nacional. En sus
manos, en su voz, en sus oídos, queda entonces el confirmarnos que comprende lo
trascendental del momento.
Quizás ocurra
que un viento juguetón se escape del control, se burle de la policía política e
irrumpa sobre la multitud. Una brisa libre en un país amordazado que lleve
hasta los mismísimos tímpanos papales esas vibraciones, esas frases que sólo
podemos susurrar en voz baja.
(*) Bloguera cubana. Licenciada en Filología.
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