Dr. Julio María Sanguinetti |
Por
Julio María Sanguinetti (*)
El
"Libro de Ciencias Sociales de sexto año" de escuela que publicó hace
tres años -y anuncia reeditar- el Consejo de Educación Primaria, asume como
"hilo conductor" el tema de la identidad cultural, concepto siempre
esquivo y polémico, que para niños de 11 años -además- puede resultar
particularmente difuso. Salvo para hacerles sentir que integran una sociedad
tan injusta que, según un reportaje de tres páginas que le dedica al
coordinador de un grupo llamado Choñik, "tanto los descendientes (de
indígenas) como sus aportes han sido desarraigados, negados e
invisibilizados". Esta iracunda visión, sin credencial científica, supone
despreciar la de historiadores y antropólogos serios como Pi Hugarte, Vidart,
González Rissoto o Padrón Favre. Por otra parte, ni menciona el aporte cultural
africano, invocándose en cambio el racista concepto de los porcentajes de
"sangre" indígena.
El texto oficial
afirma que la actividad guerrillera de los años 60 y 70, "se manifestó en
lo político denunciando la corrupción existente en el régimen de gobierno"
(pág. 68), dando por válido lo que nunca se demostró y generalizando la
descalificación moral de gobiernos democráticos, todo lo discutibles que se
quiera pero que actuaron limpiamente bajo un régimen constitucional de
libertades y separación de poderes. La justificación del empleo de la violencia
en un país democrático aparece por todos lados. Por ejemplo, bajo el título de
"La guerrilla urbana", define a los tupamaros como "enemigos del
capitalismo imperialista identificado con la política intervencionista de
Estados Unidos". Allí se describe (pág. 67) el "nacionalismo" y
el "socialismo" como sus ejes ideológicos, pero en ningún momento se
dice que se trataba de sustituir al régimen democrático por otro inspirado en
la revolución cubana.
Si llevamos la mirada
a lo económico, encontramos con que por los años 50, "América Latina se
veía bombardeada de inversiones estadounidenses, intensificando las deudas
contraídas por los países de este continente" (pág. 61). Mezclar
inversiones con deuda externa es navegar en el mar del disparate pero -en todo
caso- cultivando el clásico eslogan de las víctimas del imperialismo. Desde la
misma visión, la "deuda en los países periféricos" (pág. 141) se describe
como un perverso mecanismo que normalmente genera una "deuda social"
y "estos países deudores terminan recortando sus gastos públicos, aun en
importantes sectores sociales que requieren fondos para funcionar". Por
supuesto, ni se recuerda que toda la infraestructura latinoamericana y uruguaya
se hizo con préstamos internacionales, que hoy se siguen aplicando, aún en una
coyuntura internacional benévola como nunca (esta semana, por ejemplo, se está
reuniendo la Asamblea de Gobernadores del Banco Interamericano de Desarrollo en
nuestro país).
Del mismo modo, las
políticas económicas de los gobiernos uruguayos fueron, a juicio del texto
oficial, terribles. Se afirma el "fracaso de la conducción económica del
primer gobierno blanco…" (pág. 64). El posterior gobierno "blanco",
así se le identifica, "aumentó el descontento de los distintos sectores
económicos y sociales". Años más tarde, la política de estabilización del
gobierno de Pacheco tuvo "bastante éxito", pero "a costa del sacrificio
de los trabajadores, los asalariados y los pasivos" (pág. 70), afirmación
reñida con los datos de la realidad, disponibles aún en ensayos de autores
internacionales, como el del académico británico Henry Finch, quien describe la
exitosa peculiaridad de esa política.
El gobierno de Pacheco
Areco es mirado, desde todos los ángulos, como la encarnación del mal. Se le
tilda de "dictadura disfrazada", escondiendo que -pese al clima de
agitación y violencia de la época- llegó a elecciones libres y además las ganó.
Ignora, incluso, que el propio General Seregni, insospechable de simpatías
pachequistas, llegó a afirmar que "nunca transgredió la Constitución y la
Ley".
Cuando se refiere a la
"la dictadura", con bastante detalle se describe la huelga que
decretó en junio la CNT, pero se ignora olímpicamente la sublevación de febrero
de 1973, verdadero momento de toma del poder por la fuerza militar, en que el
movimiento sindical, débil en su concepción democrática, apoyó los comunicados
4 y 7 de los comandantes en jefe de las FFAA.
Por supuesto, se
registra cumplidamente la Ley de Caducidad, pero no se habla de la amnistía que
benefició antes a los integrantes de las organizaciones que por medio de la
violencia pretendieron derribar las instituciones (pág. 97).
Podríamos prolongar
esta glosa de afirmaciones temerarias. Baste lo dicho para advertir que estamos
ante un texto que no puede merecer, bajo ningún concepto, consagración oficial.
Al historiador -dice Ricour- le corresponde la tarea de comprender sin inculpar
ni disculpar. Si él -además- actúa por cuenta del Estado, está más obligado que
ningún otro a preservarse de enfoques ideologizados. En el caso se impone -en
la maleable personalidad de niños de escuela- una visión rencorosa y parcial de
la vida de una sociedad uruguaya que, con luces y contraluces, brilló siempre
en el concierto latinoamericano. La famosa tapa, de la que tanto se ha hablado,
con las fotos del Dr. Vázquez y del Che Guevara, es apenas un simbolismo
gráfico de la grosera violación de la laicidad ante la que estamos, sin que
hasta el momento haya merecido la menor reacción de los poderes públicos. Pasa
el tiempo, se habla, la prensa algo se ocupa, y así, en la raíz misma, se
erosiona el más preciado bien de la vida republicana, el "carácter moral y
cívico de los alumnos", como dice nuestra Constitución. (**)
(*) Abogado. Ex presidente
de la República (1985-1990) y (1995-2000)
(**) Diario El País,
18 de marzo de 2012
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