Senador Ope Pasquet |
Por
Ope Pasquet (*)
La
lectura de la prensa diaria asusta: enfermeros asesinos; médicos agredidos por
sus pacientes; docentes bajo amenazas de
muerte proferidas por sus propios alumnos; homicidio de una adolescente de 15
años por un hombre de 38, porque ella se negaba a reanudar la relación
sentimental entre ambos; homicidio a tiros de un hombre en la esquina de Gral.
Flores y Serrato; homicidio de un pescador que apareció muerto en su casa -en
las proximidades de Laguna del Sauce- con un balazo en la frente disparado a
quemarropa; hallazgo de un cadáver calcinado en Durazno…Además, por supuesto,
la serie usual de delitos contra la propiedad y accidentes de tránsito. El fin
de semana traerá, probablemente, la crónica de algún desmán en las canchas de
fútbol.
Es obvio que, ante
todos estos hechos, deben actuar las autoridades policiales y judiciales. La
respuesta represiva –sí, represiva- es necesaria sin duda, pero no es
suficiente. Así como las disquisiciones acerca de las hipotéticas causas de los
delitos no sustituyen a la aplicación de la ley penal, esta tampoco nos exonera
del deber de reflexionar acerca de lo que está sucediendo, que es alarmante. La
violencia parece haberse desatado en el seno de la sociedad uruguaya. Sus
manifestaciones más graves y espectaculares acaparan, comprensiblemente, la
atención colectiva; pero la violencia cotidiana “de baja intensidad” en los
centros de enseñanza, en la calle, en los hogares, en los espectáculos
deportivos, por ser permanente y haberse extendido tanto quizás haga más daño
que los crímenes singulares y extraordinarios.
No nos engañemos a
nosotros mismos, diciéndonos que la violencia no es un problema específicamente
nuestro, sino un mal de la época en la que nos tocó vivir. La época es
violenta, sí, pero así como en Honduras o México se cometen anualmente más
homicidios que en Uruguay, aquí convivimos con grados de violencia que superan
con mucho los de Chile, Irlanda, Nueva Zelanda
o Israel. No tenemos porqué resignarnos a la perduración de este estado
de cosas. Una población pequeña, relativamente envejecida y que apenas aumenta,
mientras su PBI crece significativamente desde hace más de ocho años y se
distribuye menos desigualmente que en el resto de América, tendría que poder
vivir en paz.
¿Por qué no lo
logramos? Si esta pregunta tiene una respuesta precisa, yo la ignoro. Me
parece, sin embargo, que hay que buscarla por el lado de la cultura y los
valores imperantes hoy en nuestra sociedad. Asistimos a una especie de “boom”
del individualismo. Cada uno “hace la suya”, sin respetar los derechos del
prójimo –el que está al lado, el igual- ni la autoridad de la ley, que se
supone que está por encima de todos. La noción de autoridad está devaluada,
desprestigiada; el primer magistrado es renuente a ejercerla, como si hacerlo
fuera algo pecaminoso, por lo que no puede llamar la atención que cuando la
ejerce un inspector de tránsito, un
docente o un médico, la respuesta sea una agresión.
Distendido el músculo
de la autoridad legítima, recobra fuerza y vigor la ley de la selva. El que
puede ocupar un espacio público o un inmueble abandonado, lo hace; el que puede
cobrar peaje en un semáforo de la ciudad, lo hace; el que puede golpear a una
mujer, lo hace. Hemos olvidado aquello de que “el derecho de cada uno termina
allí donde empieza el derecho de los demás”; en la selva, mandan los más
fuertes.
La selva es lo
contrario de la república. En la república todos se someten a la ley; los
gobernantes y también los gobernados; los ricos, y también los pobres.
La sociedad uruguaya
parece haber renegado de estos principios elementales de la convivencia
civilizada.
Las consecuencias, a
la vista están.
(*) Abogado. Senador de
la República (Vamos Uruguay, Partido Colorado)
No hay comentarios:
Publicar un comentario