Ya
de regreso en nuestro país, luego de cuatro días en el Caribe, el presidente
José Mujica y su esposa, Lucía Topolansky, pueden jactarse de haber concretado
el viaje de sus sueños. Aquel que en sus lejanos tiempos de guerrilleros jamás
se hubiesen imaginado que un día podrían llegar a realizar como presidente y
senadora de la República, por la gracia de las urnas y no de los fierros.
Claro que su propósito no era
“lagartear” en las playas de República Dominicana o Aruba, sino visitar Cuba,
“La Meca”. Para participar, como era de esperar, de las celebraciones por el 60
aniversario del fallido asalto al cuartel Moncada (hito que marca el inicio de
la revolución cubana). Allí nuestro mandatario no se privó de nada: rindió pleitesía
a los hermanos Castro, como es obligación en la isla, y en especial a Fidel a
quien calificó como "una montaña de años" que conserva su
"brillantez", reivindicó su revolución diciendo que es “la de la dignidad",
y se encargó de señalar que se habían reído juntos de las “chambonadas"
que cometieron en el pasado.
Como se ve, no decepcionó a sus
anfitriones. Ni a su barra. Con su presencia y su oratoria estrafalaria
contribuyó a legitimar un régimen dictatorial en el que las personas no son
libres de entrar y salir de su propio país, ni de expresar abiertamente sus
ideas, ni de participar de elecciones plurales y transparentes. Algo similar a
lo que padecimos aquí, en los oscuros tiempos en los que el señor presidente y
sus compañeros de armas estuvieron presos. ¿Se habrán olvidado?
Según se supo, no recibió a ninguno de
los disidentes que le pidieron audiencia. Ni visitó a ningún preso político. Ni
se manifestó a favor de una apertura democrática. Nada de nada. ¿Será que los
países en los que la gente vota libremente y los derechos esenciales de las
personas son respetados a rajatabla son “indignos”? ¿Será que es tan difícil
“empatizar” con los que están encerrados en aquellos calabozos tan parecidos a
los que aquí conocimos?
Los hombres estamos hechos de acciones
y omisiones. Y unas, en ocasiones, hablan más que las otras.
Recuérdese que hace algunas semanas,
éste era uno de los dos viajes que estaban en su agenda. El primero iba a ser a
Sudáfrica, para participar de los funerales de Nelson Mandela, postergados
–afortunadamente- por una ligera pero alentadora mejoría en su estado de salud.
Es curioso que el presidente haya
pensado visitar aquel país sólo si se daba esa circunstancia, y no antes,
cuando el líder africano podía recibirlo, dialogar con él, aconsejarlo.
Curioso,
pero no extraño. Está claro que se identifica más con el barbudo que con el
moreno. Mandela, a diferencia del mayor de los Castro, se dedicó a sembrar la
paz y la concordia entre sus compatriotas, a restañar viejas heridas generadas
por el Apartheid y a fortalecer la joven democracia sudafricana (luego de su
liberación fue elegido presidente por una abrumadora mayoría, y una vez
cumplido su mandato se retiró de la vida política, transformado en un símbolo de
unidad nacional); Fidel, en cambio, se atornilló al poder, selló a cal y canto
su isla transformándola en una verdadera cárcel, consolidó un régimen
autoritario y monocorde, y nunca dejó de alimentar el odio entre los cubanos
bajo la falsa dicotomía revolucionarios-contrarrevolucionarios.
¿Qué nos queda, en resumen, de este
viaje sólo comparable por su carga afectiva al que hacen las quinceañeras a
Bariloche? Una foto que atrasa 60 años, la vergüenza de no estar del lado de
los que claman libertad, y un inmenso espejo retrovisor que nos sigue chupando
el futuro.