Senador Ope Pasquet |
Por sentencia dictada el pasado 27 de
febrero, la Sala Penal del Tribunal Supremo de España absolvió al
archifamoso juez Baltasar Garzón de la imputación del delito de
prevaricato que pesaba sobre él. En España, cometen los jueces el delito nombrado
cuando dictan a sabiendas una sentencia injusta (en Uruguay, el prevaricato es
otra cosa). El Tribunal Supremo entendió que, al dictar la sentencia por la que
fue acusado, Garzón se equivocó, pero que lo hizo de buena fe, apoyándose en un
razonamiento jurídico plausible (aunque no correcto), por lo que faltó en su
conducta el elemento doloso, es decir, la intención de torcer el Derecho y
cometer una injusticia.
Aunque no me
detendré en el análisis de las razones por las que el Supremo entendió que no
hubo dolo en la conducta del que fue el “magistrado estrella” de la Justicia
española, declaro que me alegra el fallo absolutorio. Si los jueces tuvieran
que responder penalmente por sus errores, el resultado sería que para no
complicarse la vida mirarían para otro lado aun cuando los delitos se
cometieran frente a sus narices.
Lo
interesante, a mi juicio, son las razones por las que el tribunal español
estimó que Garzón se equivocó cuando decidió investigar los crímenes cometidos
en España por el franquismo, entre 1936 y 1952.
Al asumir
competencia en el asunto, el propio Garzón anticipó que la investigación que
iniciaba enfrentaba varios “escollos” (así los llamó él): entre otros, la
irretroactividad de la ley penal, la consideración de ciertos delitos,
especialmente el delito de “detención ilegal”, como permanentes, y la
aplicación de la ley española de amnistía de 1977.
Para superar
tan formidables “escollos”, Garzón no llegó a calificar los crímenes del
franquismo como delitos de lesa humanidad, en sentido jurídico estricto, pero
sí sostuvo –con evidente vaguedad conceptual- que esos crímenes debían
considerarse en el “marco” o en el “contexto” (¿?) de los delitos de lesa
humanidad. Con esta construcción formal, dice el Tribunal Supremo, Garzón
pretendía salvar los problemas de irretroactividad, de prescripción y de
amnistía; “esto es, sin realizar una subsunción en el delito contra la
humanidad, le otorga sus consecuencias”.
Como sustento
de esa construcción formal, la defensa de Garzón invocó las resoluciones de la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la interpretación que este
organismo viene haciendo, desde los años 90, del Pacto de San José de Costa
Rica. Como bien sabemos los uruguayos, esa interpretación postula la retroactividad
de las normas del Pacto y la nulidad de las leyes de amnistía.
El Tribunal
Supremo empieza por decir lo obvio, esto es, que España no es parte del Pacto
de San José, y desarrolla otras consideraciones que constituyen algo así
como un curso de Introducción al Derecho.
En primer
lugar, señala que “la vigencia en nuestro ordenamiento del principio
de legalidad exige que el derecho internacional sea incorporado a nuestro
ordenamiento interno en la forma dispuesta en la Constitución y con los efectos
dispuestos en la misma. No es posible –por más que lo sostenga algún sector
doctrinal-que las exigencias del principio de tipicidad se rellenen con la
previsión contenida en el derecho penal internacional consuetudinario, si el
derecho interno no contempla esa tipicidad. Si lo hiciera con posterioridad,
esa tipificación puede ser aplicada pero siempre a partir de su publicación. La
garantía derivada del principio de legalidad y la interdicción de la
retroactividad de las normas sancionadoras no favorables (artículo 9.3 de la
Constitución española) prohíben sin excepciones la aplicación retroactiva de la
norma penal a hechos anteriores a su vigencia (…). Esta exigencia del principio
de legalidad es aplicable al derecho penal internacional, convencional y consuetudinario
(…)”.
Estas
exigencias no son extrañas al ordenamiento internacional”, agrega
el Tribunal, “pues fueron también adoptadas por el Comité de Derechos
Humanos de Naciones Unidas”. Y cita resoluciones del nombrado Comité
que rechazan la aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos a hechos ocurridos en Argentina, antes de que para ese país estuviera
vigente dicho Pacto.
Al rechazar
la retroactividad de las normas penales que perjudican al reo, el Tribunal
rechaza también la consideración del delito de “detención ilegal sin dar razón
del paradero” como delito permanente, negándole en consecuencia el carácter de
imprescriptible. “La argumentación sobre la permanencia del delito no
deja de ser una ficción contraria a la lógica jurídica”, remata el
Tribunal; “no es razonable argumentar que un detenido ilegalmente en
1936, cuyos restos no han sido hallados en el 2006, pueda racionalmente
pensarse que siguió detenido más allá del plazo de prescripción de 20 años, por
señalar el plazo máximo (…)”.
El Tribunal
tampoco tiene duda alguna acerca de la validez jurídica y el valor político de
la ley española de amnistía de 1977, a la que considera un elemento fundamental
de la transición desde el franquismo a la democracia. “Conseguir
una “transición” pacífica no era tarea fácil, y qué duda cabe que la Ley de
Amnistía también supuso un importante indicador a los diversos sectores
sociales para que aceptaran determinados pasos que habrían de darse en la
instauración de un nuevo régimen en forma pacífica, evitando una revolución
violenta y una vuelta al enfrentamiento. Precisamente, porque la “transición”
fue voluntad del pueblo español, articulada en una ley, es por lo que ningún
juez o tribunal, en modo alguno, puede cuestionar la legitimidad de tal proceso
(…)”.
Para todos
los que participamos de la concepción liberal y republicana de la política y el
derecho, esta sentencia del Tribunal Supremo español es profundamente reconfortante.
En España, por lo menos, dos más dos siguen siendo cuatro.
(*) Abogado.
Senador de la República. Secretario general del Partido Colorado
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