El 31 de marzo de
1933 el Presidente Gabriel Terra disolvió el Consejo Nacional de Administración
y el Parlamento. Y desde el Cuartel de Bomberos fue dictador hasta 1939.
El día inicial mandó prender a Baltasar Brum, el
artiguense que, tras la Revolución de 1904, se abrió camino luchando junto a
Batlle y Ordóñez por la legalidad y la justicia social. Brum había sido
Canciller. Después, fue Ministro del Interior. Luego, junto a Domingo Arena,
Ricardo Areco, Juan Antonio Buero, Leonel Aguirre, Washington Beltrán, Carlos
A. Berro, Alejandro Gallinal y Martín C. Martínez integró la comisión redactora
de la Constitución de 1918. Presidente de la República entre 1919 y 1923, desde
1929 integró el Consejo Nacional de Administración.
Enterado de que vendrían por él, Brum salió a la
puerta de su casa, Río Branco casi Colonia. No se entregó. Con 49 años, murió
mártir.
Aún hoy llevo en mí las voces de los testigos que
vivieron la tragedia. Eduardo Acevedo Álvarez -que por fidelidad a la
democracia renunció el mismo día como Ministro de Hacienda- daba fe de la
lucidez inquebrantable de Brum: "Prefiero morir, antes que ver a mi patria
sin libertad".
Por cierto, la decisión de suicidio no constituye
modelo. No puede elevarse a norma. Surge en el misterio íntimo de cada uno. Es
resolución enceguecida ante el mañana. Niega la esperanza. Aun así, la
inmolación de Brum llevó el sello del altruismo. Desmintió el trivial "no
pasa nada", que tentaba a acomodar el cuerpo. Tiñó con sangre el perjurio
institucional del Presidente, pero no salió a matar: ofrendó su propia vida.
El gesto marcó tiempos políticos. De ahí en más, El
País y El Plata -el Nacionalismo Independiente- libraron junto a su adversario
El Día -el Batllismo- una dura lucha en común, que iba a fructificar en la
Constitución de 1942 y en la doctrina Rodríguez Larreta -1945- del paralelismo
entre la democracia y la paz. Coincidieron en eso con el socialismo de Frugoni,
que por librepensador y republicano iba a fustigar la dictadura de Stalin en
los 40 y a alejarse del castrismo en los 60.
Pero por encima de lo íntimo y lo político, con su
sacrificio Brum dijo a las claras que sentía que la violación de la
Constitución lo atacaba personalmente. Esa angustia suya fue inmensamente
fecunda. Desde su costado, el Uruguay afirmó ideales y pulió conceptos que lo
opusieron a los totalitarismos y, en un continente erizado de dictaduras, le
dieron identidad republicana. Y hoy, esos ideales y esos conceptos se envuelven
en una nueva retórica internacional que no siempre es precisa, pero siguen
insuperables como cimientos del Derecho.
Un lenguaje travestido nos ha rebajado de país a
"una sociedad" y en vez de discutir convicciones se alimenta a cada
ciudadano con encuestas sobre lo que supuestamente opinan los otros. Hemos
olvidado que desde Sócrates, buscar la verdad puede importar más que la propia
vida; que desde Cristo es obligado vivir al prójimo como a uno mismo; y que
desde Kant cada humano debe ser portador y gestor de lo universal.
Esos olvidos se han sembrado minuciosamente: unos
han cacareado que la verdad no existe y todo sería relativo; otros han
proclamado que el amor al prójimo es pura ilusión, pues no habría trascendencia
sino pugnas de intereses; otros han negado que haya valores universales y
justifican todo arguyendo que "corren otros tiempos".
El resultado es un ciudadano perplejo, con las alas
caídas, al que es preciso recordarle que, en la desorientación y las tinieblas,
la persona debe alzarse como vocación de luz; y que como enseñaba Montesquieu,
la República se funda en la virtud -la conciencia profunda- de sus ciudadanos.
¡No erraron, pues, los que, junto a Brum, en 1917 centraron el Derecho en la
persona y nos legaron el art. 72 de la Constitución!
Porque no erraron, el deber de hoy es reconstruir
las instituciones desde una renovada visión del hombre, que unifique
activamente lo que tenemos de individual y de social, de biológico y de
idealista, de convencido y de abierto al aporte ajeno.
Ante la decadencia que ya nadie puede negar, se
potencia el deber de reeducarnos para asumir como propio el destino de la
República. No como militante sino como persona. No por decisión de cúpulas
irredentas sino por deliberación y acción propias. No por pertenencias u odios
de clase sino por pasión por la cultura, la justicia y la libertad.
Si, por encima de lo que votamos, nos rescatásemos
como ciudadanos pensantes ¡qué país honraría hoy a Brum!
(*) Abogado.
Periodista. Ex Ministro de Educación y Cultura
Fuente:
El País Digital
No hay comentarios:
Publicar un comentario