Las
páginas del tiempo paren, cada tanto, nombres u hombres (en el sentido genérico
de la palabra) que saltan de los libros de esa historia que subyace en toda
actividad humana y destaca la acción de algunos por las pequeñeces de los
demás. Son hombres y mujeres cuyas particularidades asombran, al punto que su
cotidianidad también nos marca.
Eso nos pasa con
Maneco. Me pasa a mi cuando desde alguno de los recuerdos me llega su imagen venida del frío, en los tiempos
difíciles de los setenta, con su gorra bajo el umbral de la casa de mi padre,
su hermano, para anclar pensamientos e intercambiar un poco de información
acerca de la barbarie.
Salvaje. Su impronta
intelectual está escrita con la fina y punzante pluma de sus brillantes
crónicas periodísticas; su valentía quedó escrita en las crónicas de los demás.
En sus debates machacó y trituró. Y a la hora de defender sus convicciones
expuso su propia vida. Antes, durante y al final de la dictadura que esperó ver
con el último aliento, el 15 de febrero de 1985 cuando reabrió el Parlamento.
Ese día falleció.
Honesto. Una anécdota:
en plena vigencia de las instituciones democráticas cuando un puñado de
“iluminados” había recién formado el movimiento tupamaro, uno de sus comandos
tomó por sorpresa su casa. Vivía cuando eso en Divina Comedia, en una casa
grande de desniveles y con el lujo de las sustancias la decoraba; muebles antiguos,
cada uno con su historia.
Ahí llegaron cuatro
muchachitos de clase alta devenidos en revolucionarios por snobismo. Maneco no
estaba. Por suerte.
Estaban Chacha (su
esposa) y su hija Beatriz, con gripe, en cama. Armas en mano, frente a las dos
mujeres, revolvieron toda la casa diciendo que buscaban algún documento
comprometedor porque los políticos, según ellos, eran todos corruptos (fíjese usted).
Un par de horas
después habían dado vuelta todos los cajones. Sólo pudieron llevar unos cuantos
ejemplares del Diario Oficial. - Este es un tipo honesto, mirá como vive,
dijeron antes de abandonar la casa de Carrasco. Hasta los imbéciles lo sabían.
En aquel tiempo era
senador.
Humano. Es el aire que
flota aún en las convenciones de su Partido, después de su discurso, con voz
quebrada, pidiendo amnistía para los guerrilleros encarcelados que, por haber
sufrido los vejámenes de la dictadura, devinieron en presos políticos (el mayor
error de los gorilas).
Es el aire que dejó en
las paredes del Palacio Legislativo, movido por la oratoria de un gran
político. Es el anecdotario que tengo la suerte de recoger cuando, en cada
rincón del país que recorrió, la gente repite.
Así su estampa.
Humano, honesto, valiente, vehemente, salvaje y culto. Maneco.
(*) Esta nota formó
parte de una edición especial de Reconquista dedicada a recordar a Manuel
Flores Mora con motivo de cumplirse en 2011 veintiséis años de su desaparición física.
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