Un
Estado democrático y garante de los derechos de las personas debe tener como
pilares básicos valores fundamentales como lo son la igualdad, la solidaridad,
la equidad y la inclusión social. En su campo de acción, el Estado debería
considerar como uno de sus objetivos esenciales garantizar que todas las
personas tengan las mismas posibilidades y los recursos necesarios para poder
desarrollar sus potencialidades y participar plenamente en todos los ámbitos de
la vida. Esto implica reconocer las diferencias y demandas de todos los
miembros de la sociedad, eliminando cualquier clase de barreras y prejuicios
que condenen a la exclusión a los grupos más vulnerables.
Entre esos grupos, uno
de los que supone una mayor problemática social, es el integrado por aquellas
personas que padecen algún grado de deficiencia, discapacidad o diversidad
funcional. Concretamente, en lo que refiere a las dificultades que experimentan
para lograr acceder al mercado laboral. Aún más considerando que, para estas
personas, la importancia de poder ingresar al mundo del trabajo es muchísimo
mayor que para el resto de la población. Pues, en su caso, el empleo es una vía
privilegiada de participación social. Sin empleo es improbable tener autonomía
e independencia y por ende, solo les es permitido sobrevivir en situación de
dependencia, sometidos al arbitrio de las familias y los poderes públicos, y
siempre en permanente peligro de marginación y exclusión social.
No podemos negar que
la manera en que Uruguay ha encarado la temática de la discapacidad claramente
ha fracasado. Durante veinte años tuvimos una ley de protección integral a las
personas con discapacidad sin reglamentar (Ley Nº 16.095), y la que fue
sancionada a fines de la legislatura anterior y está en vigencia (Ley Nº 18.651) se encuentra
en idéntica situación. Si bien la mencionada ley puede adolecer de algunas
falencias, la cuestión central pasa porque las soluciones no dependen de la
sanción de nueva legislación sino del cumplimiento de la normativa vigente.
La inserción laboral
de personal con diversidad funcional no es una utopía inalcanzable ni una
pretensión irrealizable. Al día de hoy, ya es una realidad cotidiana en muchos
países y se seguirá expandiendo si todos quienes deben hacerlo contribuyen a
ello. No es exclusiva responsabilidad de los individuos –quienes ciertamente
deben convertirse en agentes de su propia inclusión- y de sus familias, sino
principalmente de las empresas, los empleadores y los organismos
gubernamentales. Es necesaria la implementación de políticas de inclusión
social, con el cometido de asegurar la justa equidad de oportunidades para
todas las personas, atendiendo sus necesidades y capacidades especiales.
La ley 18.651 establece
tres formas de favorecer el ingreso al mercado laboral de discapacitados. La
primera de ellas tiene que ver con el ámbito público, determinando una cuota de
un 4% de personas con discapacidad para llenar las vacantes de empleos
públicos. Disposición que no se está implementando, por ejemplo en 2010 sólo se
llegó al 0,4% (16 personas cuando tendrían que haber sido 159 de cumplirse el
4%). El año pasado UTE realizó un llamado especial, pero es evidente que son
medidas insuficientes. La propia ley dictamina sanciones para directores de
Entes Públicos, Ministerios, etc. que no respeten esa cuota del 4%, pero el
cumplimiento cabal de esa norma también brilla por su ausencia. Asimismo
debemos tener en cuenta que el colectivo de personas con diversidad funcional es
muy heterogéneo y por lo tanto el perfil laboral de los puestos que estén
disponibles tendría que ser igual de diverso; en gran parte de los casos suelen
exigirse estudios terciarios o al menos bachillerato completo sin tener en
cuenta que la mayoría de ellos han sufrido barreras educativas, en un sistema
hasta ahora incapaz de incluirlos del que son expulsados prematuramente, y
también debería dársele una oportunidad a esas personas.
La segunda forma es la
que tiene que ver con el ámbito de la actividad privada, estableciéndose que
las empresas que contraten a discapacitados van a ser beneficiadas con
descuentos en los aportes patronales. Medida provechosa para ambas partes, pero
cuyas mayores falencias surgen de la descoordinación que suele darse entre la
CNHD (Comisión Nacional Honoraria del Discapacitado) en donde tiene que existir
una bolsa de trabajo de discapacitados que buscan trabajo, y la Dirección
Nacional de Empleo que es donde se registran los empleadores para tomar a estas
personas.
La tercera forma de
inclusión laboral que menciona la ley refiere a los emprendimientos de quienes
quieren establecerse como autónomos, a los que se les dará prioridad. Dentro de
esta clasificación sería muy positivo poner énfasis en el empleo protegido, el cual
se desempeñaría en Centros Especiales de empleo, tales como los que existen en
países desarrollados y que han sido concebidos con el objetivo de favorecer la
inclusión de este tipo de trabajadores. Serían como cualquier empresa, con la
peculiar característica de contar con un enorme porcentaje de empleados
discapacitados. Por su calidad de empresas participarían activamente en las
operaciones de mercado y podrían adoptar cualquier forma jurídica, además de
brindar servicios de apoyo y asistencia que contribuyan a la inclusión.
Las disposiciones
legales están, pero es mucho lo que resta por hacerse. Según los últimos datos
disponibles, tan sólo un 14% de la población con discapacidad económicamente
activa está trabajando y a igual responsabilidad perciben un 40% menos de
ingresos. Si introducimos las variables género y edad la situación empeora,
porque jóvenes, mujeres y mayores de cuarenta años tienen un acceso mucho menor
al mercado laboral. Ya es hora de dejar de lado la retórica políticamente
correcta y empezar a implementar acciones concretas y efectivas para terminar
con esta insostenible situación.
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