Con el tiempo aprendí que si algo define realmente a una persona en materia política no es su ideología, sus referencias
históricas o su filiación partidaria (todas ellas pueden mutar, ocultarse o
camuflarse según las convicciones, necesidades o intereses de la hora), sino dos
características aparentemente insignificantes que forman parte de su ADN: su predisposición
al cambio y su actitud frente a la crítica.
Si uno repara en el
comportamiento de las personas que están en nuestro entorno a partir de esas
dos premisas, descubrirá el grado de tolerancia y apertura mental que identifica
(o no) a cada una de ellas, y, más pronto que tarde, advertirá, en los hechos, el
abismo que separa a un progresista de verdad de un conservador de pura cepa.
Para ello, si dejamos de lado las viejas etiquetas de
izquierda y derecha -tan relativas y a la vez tan fácilmente manipulables-, y nos
concentramos en esta otra división, encontraremos que no todos los que se
proclaman de izquierda son tan progresistas como dicen ser y que algunos
exponentes de la derecha no son tan conservadores como a algunos les gustaría
que fueran.
Veamos algunas
diferencias.
El progresista, si
realmente lo es, no le tema al cambio (lo ve como una oportunidad, no como un
peligro); tiene una visión dinámica de la vida, para él no hay destinos finales
sino escalas, su utopía siempre está un paso más allá; no se conforma con lo
que tiene sino que aspira a un mundo
mejor, perfectible, que no sitúa en el pasado sino en el futuro. El
conservador, por el contrario, le teme al cambio (no lo ve como una oportunidad
sino como un peligro); tiene una visión estática de la vida, cree haber llegado
a la última estación del recorrido, se siento conforme (o resignado, al fin de
cuentas para él es lo mismo) con lo que tiene y su principal preocupación estriba
en que su mundo permanezca incambiado.
El progresista, si
realmente lo es, acepta la crítica –sea del tipo que fuere- como un revulsivo
necesario para el progreso de la sociedad en la que vive y para su propio
progreso como individuo. El conservador, en cambio, es reacio a la crítica (sus
verdades están prendidas de alfileres), ve el futuro como una mera continuidad
del presente y éste, a su vez, como la prolongación del pasado.
Para el progresista,
la crítica es parte del juego democrático, un síntoma de pluralidad y una
expresión de libertad. Para el conservador, es un atentado contra el orden
establecido y un exceso potencialmente dañino para el castillo de naipes sobre
el que está parado.
Para el progresista hay
múltiples formas de ver y entender la realidad, que, desde su punto de vista,
pueden y deben coexistir y al mismo tiempo contraponerse civilizadamente. Para
el conservador, hay una sola forma de ver y entender las cosas (la oficial, la
que marca la tradición, la que se ajusta a los designios del poder; aquella a
la que él es fiel) y si alguien se pone al margen o la cuestiona, debe ser
combatido, radiado, exterminado.
En Cuba, tierra de
partido único y líderes vitalicios, a la que muchos progresistas locales ven
como modelo y ejemplo a seguir, no hay espacio para el cambio (sea en materia
política, económica o social) desde hace más de medio siglo y cualquier crítica
al régimen es vista como un acto subversivo y contrarrevolucionario que los
personeros del régimen se encargan de castigar severamente. Allí, quien no forma
de parte del círculo oficial, quien tiene la osadía de pensar con independencia
y el valor de proclamar sus ideas en voz alta tiene dos caminos por delante: la
balsa o el calabozo. ¿Es ése el ideal de un progresista de verdad? ¿Una
isla-cárcel, monocolor y varada en el tiempo, en la que solo tienen permiso para
hablar los paniaguados con carnet del partido comunista y en la que la vida de
los ciudadanos está controlada por un Estado autoritario que los condena a la
abyección y la miseria?
Si es así, que alguien
me explique, por favor, ¿en qué se diferencian Mao, Fidel, Stalin, Franco,
Pinochet, Videla y Torquemada? ¿Qué extraña razón convierte a unos en
referentes del progresismo y a otros, según ellos, en estandartes del conservadurismo más cerril
y sanguinario? ¿Acaso no forman parte todos ellos de la misma familia?
Por desgracia, la
semillita totalitaria está plantada en muchas cabecitas supuestamente
progresistas. Para conocerlos de verdad, no hay que fijarse en su disfraces o máscaras sino en sus actos y actitudes.
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