Nadie
esperaba que fuera el elegido. Ni siquiera él mismo. Los apostadores, que nunca
faltan, manejaban otros nombres como
favoritos. Las intrigas palaciegas, que tampoco faltan, hacían suponer que el
heredero de Benedicto XVI sería otra persona. Quizás alguien más cercana al
riñón del renunciante; algún italiano. Sin embargo, la historia volvió a llamar
a su puerta. Y esta vez, a diferencia de la anterior, el Cardenal Jorge
Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, le abrió la puerta.
Cuando su colega, el francés Jean Louis
Tauran, anunció: “Habemus Papam”, y acto seguido mencionó su nombre, salvo sus
compatriotas y algunos uruguayos que seguimos las noticias de la vecina orilla,
pocos conocían el rostro de este prelado llegado desde el fin del mundo. Eso no
fue impedimento, empero, para que ese mismo día, en su primera comparecencia
ante los miles de fieles auto-congregados en la Plaza San Pedro, y los millones
que seguían por televisión el resultado de la fumata blanca, sorprendiera con
su estilo sencillo y descontracturado, a contramano de los usos y costumbres
del Vaticano. Y dejara en claro, a base de gestos y señales, que su papado no
sería una mera prolongación del anterior, ni mucho menos un inquilinato
intrascendente.
El primero de los gestos, fue elegir el
nombre Francisco, en honor a San Francisco de Asís, “el hombre de la pobreza,
el hombre de la paz”, señaló poco después. Quiere “una iglesia pobre y para los
pobres”, aclaró.
El segundo, fue su atuendo: simple,
despojado, sin lujos. Rechazó la tradicional capa de armiño y se negó a
sustituir la sencilla cruz que porta desde hace años por una nueva y más
ostentosa.
Luego, viajó en ómnibus y no en
limusina, se obstinó en pagar personalmente la habitación en la que se había
hospedado hasta la noche anterior, y se dice que pidió llevar en adelante un
anillo de cobre y no de oro como es costumbre.
Se me dirá que juzgar la gestión de un
papa a partir de un puñado de gestos, a pocos días de haber comenzado su
gestión, es apresurado y en exceso confiado de mi parte. Sin embargo, me
permito hacerlo en base a la conducta que este jesuita ha llevado como
arzobispo de Buenos Aires a lo largo de los últimos años, en perfecta
consonancia con la impronta que a todas luces pretende darle a su papado.
Quiero decir que no se trata de un demagogo -como tantos otros- que se disfraza
de pobre, y la juega de humilde. Quienes lo conocen de verdad coinciden que el
Papa Francisco que hemos visto en estas horas, no es un personaje sino una
persona de carne y hueso, una copia fiel del cura Jorge Bergoglio que miles de
porteños se cruzaban a diario en las calles de Buenos Aires, que recorría
parroquias perdidas, que viajaba en subte parado como un vecino más, que
visitaba las villas más inhóspitas, que atendía su teléfono y llevaba su propia
agenda, que no tenía inconveniente en hacer chistes sobre sí mismo, que buscaba
por todos los medios establecer puentes con otras religiones, y no tenía el
menor empacho en denunciar el despilfarro escandaloso y los excesos
protagonizados por los muchos gobiernos que pasaron frente a sus ojos.
No son pocas las diferencias
históricas, filosóficas e ideológicas que me separan del Catolicismo, y,
naturalmente, de su nuevo pastor. Aun así, me alegra que sea él quien encabece
una institución con más de 2.000 años de vida que reúne a cerca de 1.200
millones de seres humanos, y cuyo poder e influencia son enormes y
absolutamente innegables.
Le espera una tarea hercúlea. La
Iglesia es una institución conservadora y, como toda empresa humana, no es
ajena a la corrupción y al abuso de poder. Dependerá de su talento político
(que lo tiene) y de su sabiduría y prestigio personal, no sólo abrir sus
puertas a un nuevo tiempo sino transformarse él mismo en factor de paz y
armonía entre los hombres.
En un mundo huérfano de referentes
positivos, enfermo de relativismo moral y nihilismo militante, el Papa
Francisco está llamado a ser un ejemplo de conducta y un referente moral para
aquellos que profesan la fe católica y para aquellos que, como es mi caso, no
lo hacemos.
Su cruz es pesada. Muy pesada. Pero no
es solo suya. De algún modo, también es un poco nuestra.
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