Cuando hace un año nuestra selección obtuvo el cuarto puesto en el Mundial de Sudáfrica, no faltaron quienes atribuyeron ese logro a un golpe de suerte; a una suma de hechos fortuitos que poco o nada tenían que ver con los méritos del equipo y de su cuerpo técnico. Otros, trepados al caballo de un chauvinismo deportivo sin sentido, proclamaron a voz en cuello que no festejaban segundos puestos, y muchísimo menos un “lejano” cuarto lugar.
Curiosamente, esos mismos uruguayos no tienen inconveniente en festejar por estas horas la Copa América conquistada en la vecina orilla. ¿Acaso hubo algún cambio entre el Mundial del año pasado y el torneo que acaba de culminar? ¿Cambió la integración del equipo? ¿El cuerpo técnico? ¿La filosofía de juego? Claramente no. Sólo el resultado.
Para los “resultadistas”, precisamente, sólo vale ganar y salir primeros. “El fin justifica los medios”, dicen. Las cosas se hacen bien si se alcanza el primer puesto; si se barre al equipo adversario desde el minuto cero; si al final del evento se hace flamear la bandera de triunfo sobre los restos del “enemigo”. Si no hay copa y algo de sangre, no hay gloria. Para ellos, todo lo demás no sirve. Palabras como “proceso”, “semillero”, “concienciación”, “autocrítica” no significan nada. Creen, pobres, que los resultados son fruto de la “garra charrúa” o de algún designio celestial que empuja a la “celeste” indefectiblemente hacia la victoria. ¡Una tontería atómica! Si así fuera, ¿por qué en los últimos años no hemos ganado nada? ¿Por un castigo divino? ¿Por una brujería? ¿O sencillamente por no haber hecho las cosas bien?
El secreto del éxito no está en las nubes, sino a la altura de nuestros ojos. No reside en nuestra historia ni el misticismo de una camiseta, sino en la moderación de un cuerpo técnico que sabe lo que quiere; en la humildad de un plantel en el que nadie se siente más que nadie; en el espíritu positivo de un grupo humano que no se deja ganar por la adversidad y va de menos a más; en la competencia bien entendida; y, sobre todo, en la planificación y el trabajo serio, responsable y a largo plazo de un equipo en el que todos cinchan para el mismo lado.
Por todo eso, los logros que hasta hace poco parecían un sueño inalcanzable, se convirtieron en una realidad concreta y cada vez más frecuente.
Si la educación y la política, las únicas dos palancas para el desarrollo que conozco, estuvieran imbuidas de ese mismo espíritu, no tengo dudas de que otro gallo cantaría. Si esos mismos valores primaran sobre los que hoy predominan y nuestros líderes superaran sus personalismos pueblerinos y el trabajo en equipo sustituyera al sectarismo de nuestras tribus políticas, podríamos festejar logros mucho más importantes que éste. Si el pasado, finalmente, se transformara en una fuente de inspiración y no en un lastre, como lo fueron las “glorias” de antaño para otras generaciones de jugadores y técnicos, y lo siguen siendo para nuestra nostálgica y quejumbrosa sociedad, entraríamos al futuro de frente y no de espaldas como hasta ahora.
Si me disculpan la herejía, debo decirles que el “éxito” de nuestra selección no me importa por lo futbolístico sino por lo cultural. Por el ejemplo que inspira. Por la suma de actitudes positivas que reflejan el camino que deberíamos seguir en otros planos y que confirman que otra “cualidad” de vida es posible si se hacen las cosas bien.
Es claro que hay una “fórmula” para el éxito, y que ésta está al alcance de todos. Sólo hay que tomar nota y hacer los deberes.
Ya lo dijo el maestro con inigualable sabiduría: “está muy bien festejar partidos ganados y triunfos. Pero quizás no nos tendríamos que quedar sólo con el resultado sino valorar lo que se hace. El éxito no son sólo los resultados sino las dificultades que se pasan para obtenerlas, la lucha permanente y el espíritu de plantearse desafíos y también la valentía para salvarlos. El camino es la recompensa”.
¡Que así sea!
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