Estaba visto. Tarde o temprano iba a suceder. El matrimonio entre tupas y bolches terminó de romperse esta semana, luego de que el Partido Comunista se negara a votar en el Parlamento el proyecto de ley de “asociación público-privada” impulsado por el ala neoliberal del gobierno y el presidente de la República, en represalia, removiera de su cargo a la ministra de Desarrollo Social, Ana Vignoli.
Si bien las relaciones entre tupamaros y comunistas nunca fueron buenas -todo el mundo conoce las profundas diferencias que los enfrentaron en el pasado-, en la última elección interna, Lorier y compañía apoyaron la pre-candidatura de Mujica en aras de cerrarle el paso a Astori. Como diría Borges, “no los unía el amor sino el espanto”. Tuvieron éxito. Con los votos de “las bases” (aportados por los bolches) y los de “la calle” (aportados por los tupas), el otrora guerrillero logró imponerse al delfín de Vázquez, ganar la primera vuelta y luego el ballotage que lo llevó a la presidencia. Pero, para ello, el Pepe tuvo que pagar antes un precio demasiado alto para el gusto de sus circunstanciales aliados: transar con el “establishment”(es decir, llevar en la fórmula al mismísimo Danilo y cederle el control del área económica).
No hace falta decir que los muchachos de la hoz y el martillo, siempre escrupulosos y formalistas, aceptaron el acuerdo a regañadientes. Creyeron, ingenuamente, que las promesas del Pepe iban a estar por encima de los compromisos contraídos con el ex ministro de Economía. Confiaron que la poligamia iba a ser transitoria. Que la sociedad con el “astorismo” terminaría la misma noche de la segunda vuelta y que luego primaría el amor sobre el interés. ¡Grave error! Esto no sólo no fue así, sino que el Pepe se mimetizó con el discurso “fondomonetarista” de su compañero de fórmula. Y quienes marcharon para el cuartito del fondo, en realidad, fueron ellos. Ninguneados como un grupo de novatos cualquiera. Como si se tratara de un puñado de advenedizos sin importancia.
Así, entre aturdidos y cabreados, fueron tragando bilis durante un año y medio. Con la secreta ilusión de la reconciliación y, a la vez, la imperiosa necesidad de salvar los trapos. Conscientes de que la única forma de sobrevivir al “Mujicato” es correrlos por izquierda. Es decir, marcarles sus contradicciones y sobreactuar sus diferencias. Así intentaron hacerlo -sin demasiado éxito- Lorier y Dávila, levantándose de sus bancas en señal de protesta a la hora de votar la ley de “asociación público-privada”, luego aprobada con los votos del oficialismo y la oposición. Un símbolo evidente de los tiempos que corren.
A los bolches, por lo visto, se les mojó la pólvora. La jugada no les salió bien. Sin quererlo, le levantaron un centro al Pepe que, ni lento ni perezoso, cabeceó de primera. Aprobó la ley con el respaldo de blancos y colorados; despachó a la ministra Vignoli, sin guardar demasiado las formas que impone la caballerosidad; puso a Olesker en el ministerio de Desarrollo Social (una pieza clave en el armado asistencialista del MPP); y, para conformarlos, les tiró el caramelo de madera de Salud Pública, dominado, de la segunda línea para abajo, por el MPP. Mejor, imposible.
Ahora bien, el problema de esta “pareja” no es sólo político, sino especialmente estratégico. Ambos integran el ala radical del Frente Amplio, pero representan caminos distintos y, en los hechos, contrapuestos. Uno pragmático; el otro ortodoxo. Uno con fuerte apoyo popular; el otro con el control del “aparato”.
Para los tupas, el gobierno es un escalón más en su camino a alcanzar el “poder real” (es decir, el dominio de todos los resortes del Estado y de la sociedad civil). Para ello, todo vale. Incluso decir una cosa y hacer otra; abrazarse con culebras, montar pequeñas producciones cinematográficas para consumo de la “gilada” y coquetear con la “oligarquía”.
Para los bolches, en cambio, la fidelidad al programa es fundamental. Si no está escrito, no existe. Si no fue aprobado por las bases, no vale. Si alguien se aparta del dogma, es una hereje y, por lo tanto, merece la hoguera. Su mundo se reduce a una baldosa. Cuadradita y diminuta. ¡Pobres! Están llenos de remilgos pasados de moda. Cultivan una onda retro, que los lleva a enredarse constantemente con sus telarañas ideológicas.
¡Conmueve la orfandad política de esta gente! La lata de conservas caducó en 1989, se les pudrió la utopía y… ¡aún no se dieron cuenta!
Se les cayó el muro de Berlín y el régimen soviético se hizo añicos frente a sus ojos. China se volcó al capitalismo salvaje, Corea del Norte se convirtió en una monarquía de origen divino y Cuba volvió a ser el prostíbulo de lujo que era antes de la Revolución, pero ellos siguen lo más campantes cantando loas a Stalin, a Mao, a Fidel…
En Europa, sus homólogos evolucionaron hacia la “socialdemocracia”, y el puñado de recalcitrantes que no quiso “convertirse” a esa suerte de capitalismo culposo, se transformó en una secta insignificante, testimonial. Una antigualla de museo. Un anacronismo andante.
De este lado del Atlántico, fueron absorbidos por los inventos neo-populistas indigenistas-socializantes de los Chávez, los Evos y los Correa. Se resignaron a formar parte del decorado. O, como mucho, a convertirse en mascotas del caudillo lenguaraz de turno.
Aquí, a diferencia del resto del mundo civilizado, tenemos el privilegio de contar con un Partido Comunista a la antigua. Cien por ciento marxista-leninista. Un poco alicaído, es verdad; sin votos, sin reflejos, pero lo suficientemente fuerte aún como para ponerle palos en la rueda al gobierno y generarle a sus “compañeros de ruta” unos cuantos dolores de cabeza.
En esta ocasión, el Pepe supo dejarlos en orsay y marcarles quién manda, pero ni él ni nosotros deberíamos darlos por muertos. Con ochenta años de experiencia en intrigas y tramoyas de toda clase y la manija de los sindicatos y las bases en sus manos, los dos centros de poder que –todavía- no están bajo la égida de los tupas, los bolches distan de ser historia. Si quieren, pueden dar pelea y hacer bastante ruido. Y eso, los tupas lo saben. O deberían saberlo.
A juzgar por los platos rotos y los insultos que se oyen por lo bajo, se avecina un divorcio conflictivo. Un consejo, aléjese de la cocina.
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