El pasado domingo 3 de julio hubo elecciones de gobernador en varios estados de México. Gracias a una invitación de la COPA (Confederación Parlamentaria de las Américas), los senadores Carlos Baráibar, Eber Da Rosa y yo pudimos observar los comicios que tuvieron lugar en el Estado de México (uno de los estados que forman parte de los Estados Unidos Mexicanos, o México a secas).
Como es bien sabido, durante el siglo XX decir “elecciones en México” era lo mismo que decir fraude, organizado desde el poder por el siempre triunfante PRI (Partido Revolucionario Institucional).
En el año 2000 cambió la historia. La “perestroika” mexicana permitió que fuera elegido presidente Vicente Fox, quien era el candidato de un partido de la oposición, el PAN (Partido Acción Nacional). En el 2006 volvió a ganar el PAN con Felipe Calderón, el actual presidente; el PRI quedó en un lejano tercer lugar, detrás del PRD (Partido Revolucionario Democrático), cuyo candidato, el carismático y combativo Andrés Manuel López Obrador, se obstinó en desconocer la legitimidad de la victoria de Calderón sin lograr otro resultado que su propio descrédito.
A nivel estadual no es tan claro que se hayan alcanzado los mismos avances que en el plano federal, en materia de pureza electoral. Eso es lo que dicen, al menos, los partidos de la oposición en aquellos estados en los que gobierna el PRI. En el Estado de México (capital, Toluca), donde el PRI nunca perdió, tanto el PAN como el PRD denunciaron que el proceso electoral previo al acto mismo de los comicios fue espurio. Le atribuyen al PRI haber gastado más dinero del autorizado por la ley en la campaña de su candidato, Eduviel Avila; se quejaron de que la prensa omitió sistemáticamente dar publicidad a sus denuncias; anunciaron que la policía estadual intervendría a favor del candidato oficial durante el curso de la votación.
El actual gobernador del estado de México, el priísta Enrique Peña Nieto –probable candidato de su partido a la presidencia de la nación en las elecciones del próximo año- rechazó las acusaciones y convocó a observadores nacionales e internacionales para que fueran testigos de los comicios. Por otro lado, algún periodista señaló que el problema no era que el PRI hubiera gastado demasiado, sino que los otros partidos, sabiéndose derrotados de antemano, se guardaron el dinero público recibido para la campaña estadual, a fin de dedicarlo el año próximo a la campaña presidencial.
Pues bien: la elección que nosotros vimos fue absolutamente pacífica y normal, y el triunfo del PRI, arrollador (más del 60% de los sufragios, que fueron pocos: sólo votó el 43% de los habilitados para hacerlo). Los integrantes de la misión de COPA visitamos más de 150 “casillas” electorales, como allá las llaman, y no presenciamos incidente alguno. Las casillas se instalan en la calle, bajo un toldo que los propios integrantes de la mesa colocan como pueden; a tanto llega la prevención contra la presión oficial, que no se quiere usar los edificios públicos para que los ciudadanos voten.
A los uruguayos nos llamó la atención la falta de entusiasmo y colorido en el domingo decisivo. No se veían autos embanderados, ni propaganda electoral cubriendo cada metro cuadrado del espacio público, ni nada de esa parafernalia proselitista a la que estamos tan acostumbrados por aquí. Después supimos que una estricta y minuciosa reglamentación, quizás excesiva (el Código Electoral del Estado de México tiene unos 370 artículos) prohíbe tales demostraciones. Hartos del fraude y los abusos de otras épocas, los “mexiquenses” (así se autodenominan los mexicanos oriundos del Estado de México) sofocaron las manifestaciones espontáneas del civismo y lo encuadraron todo en un rígido marco legal.
Además de la satisfacción que siempre produce el ver a la gente votando en libertad y en paz, nos trajimos dos inquietudes con nosotros.
Parece más que sensato el poner un tope a lo que se puede gastar en una campaña electoral. La competencia política no puede degradarse hasta ser una lucha de chequeras. No es fácil controlar que se cumplan las normas en esta materia –como en tantas otras-, pero el esfuerzo debe hacerse.
En materia de registro e identificación de los votantes, los “mexiquenses” nos llevan ventaja: su credencial cívica es una tarjeta de plástico con la foto del ciudadano y debe renovarse cada diez años, como nuestra cédula de identidad. La Corte Electoral uruguaya quiso digitalizar el Registro Cívico y producir esos nuevos documentos para todos los ciudadanos (no sólo para los que se vayan incorporando al padrón), para lo cual necesitaría poco más de sesenta millones de pesos por año (menos de tres millones de dólares). Es increíble que el mayor presupuesto de la historia nacional, que habilita gastos por sumas cercanas a los 9.500 millones de dólares, no provea recursos tan modestos como los que se necesitan para asegurar el mejor control de la identidad de los votantes, nada menos (parece claro que, con fotografías que pueden tener cincuenta o más años de antigüedad, es difícil hacerlo...).
Durante décadas los uruguayos estuvimos a la vanguardia de los procesos electorales en América Latina. Nuestro viejo sistema sigue funcionando y su prestigio se conserva, pero hace demasiado tiempo que estamos durmiendo en los laureles.
(*) Abogado. Senador de la República. Secretario general del Partido Colorado
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