El totalitarismo
ni es un cuco ni es del pasado, como -a la defensiva- se dijo en estos días. Es
una experiencia trágica que, desde 1920 a hoy, en diversas regiones del planeta
viene sufriendo el hombre en su espíritu, su carne y sus huesos.
La Real Academia lo define como Régimen político
que ejerce fuerte intervención en todos los órdenes de la vida nacional,
concentrando la totalidad de los poderes estatales en manos de un grupo o
partido que no permite la actuación de otros partidos. ¿Puede alguien sostener
que esa clase de sistema es un fantasma o una antigualla, a la vista de los regímenes
liberticidas que mantienen hoy, 2012, el ala fanática del Islam y el sistema de
partido único que rige en Cuba desde hace más de medio siglo, en circunstancias
que unos y otro cuentan con tránsito preferente en los corredores de la actual
Cancillería y en el ideario hoy gobernante?
Justino Jiménez de Aréchaga -noble
constitucionalista que se nos murió proscrito- mostraba que totalitarismo no
era una palabreja vacía. Al hacer la anatomía de los sistemas totalitarios de
su tiempo evidenciaba que ninguno partía del hombre y, en cambio, todos se
igualaban en la explotación de un mito que colocaban entre la persona y el
Derecho.
Ese mito era la superioridad de la raza -nazismo-,
la grandeza imperial de la nación -fascismo- o la misión del proletariado en la
guerra de clases -comunismo-, pero en todos los casos conducía a que el Estado
perdiese su identidad ideal y se confundiese con el partido gobernante, al
punto de que pareciese natural aplicar su ideología y sus prejuicios pasando
por encima de los principios de Derecho, destratando a los adversarios como
enemigos públicos o como personeros de intereses inconfesables o como
trasnochados de un tiempo que ya pasó. Por esa vía, ni la persona que
transitaba en el llano ni los propios gobernantes tenían garantía alguna frente
a la finalidad impersonal abraza- da en nombre del colectivo. Como nada
escapaba al poder de ese moderno Leviatán y todo quedaba sometido a la meta que
se tenía por superior, al Estado así estructurado se lo llamó totalitario: es
decir, abarca todo.
Las décadas corridas desde que se acalló a Aréchaga
han visto nacer nuevas combinaciones tecnológicas de la misma fórmula.
Aparecieron Estados islamistas que abrazan a la religión como su mito y
entrenan suicidas para que mueran contentos con tal de matar. Surgieron
partidos-gobierno empeñados en deformar la historia para ahogar las
conciencias. Y se instalaron estilos mostrencos, tonos torpes y actitudes
despreciativas que, aparentando respetar la libertad, desoyen las razones del
ajeno e instalan la peregrina idea de que la política está por encima del
Derecho, que es lo mismo que decir que el instante está por encima del
concepto: equivale a preconizar que las personas y las naciones no somos una
continuidad pensante sino una ristra de circunstancias que hay que interpretar
a la que te criaste, sin principios, entregando el destino a la rosa de los
vientos.
Trágicamente lo aprendió el Uruguay: la tentación
totalitaria lo acechó y dañó a izquierda y derecha. Expresión moderna de la
vieja ambición de poder, en todas partes se cuela en ataques del Gran Hermano
que busca invadir la privacidad y derrotar al pensamiento.
Por eso, solo pueden proclamar que el totalitarismo
es apenas un cuco del pasado, los que quieran agarrarnos distraídos.
(*) Abogado. Ex ministro de Educación y Cultura
Fuente: El País Digital
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