En
vanos intentos de explicar lo inexplicable, algunos analistas afirman que las
reiteradas barrabasadas del presidente José Mujica son hechas por ex profeso
y no producto de las reacciones
intempestivas del mandatario. Atónitos, tras cada macana sospechan
intencionalidades estratégicas, mensajes encriptados o “jugadas de pizarrón”
adjudicándole virtudes que lamentablemente carece. Su primitivismo llega a tal
punto que inmediatamente después él solo se encarga de demoler esas teorías, al
decir tanto “una cosa como la otra”.
Una de esas
reacciones violentas ocurrió días atrás cuando irónicamente anunció que no le
pedirá la renuncia a los jerarcas de los partidos de la oposición en los
organismos públicos para no dejarlos “desocupados”. Lo dijo visiblemente
iracundo, alterado por la pregunta de un periodista que tildó de opositor por
haberlo consultado acerca de las afirmaciones fantasmagóricas de su
correligionario Raúl Sendic.
A usted le
pasará, supongo, lo que me pasa a mi cuando veo y escucho estas cosas. Nos da
bronca. Existen académicos de la obsecuencia que le buscan el lado simpático a
esas actitudes de Mujica, adjudicándole las bondades de la franqueza a sus
dichos y la popularidad en la vulgaridad de sus modos, dejando pasar por alto
el atropello a derechos tales como los de expresión (en el caso de los
periodistas), o los inherentes a las minorías en el ejercicio de contralor de
gobierno, en el caso de los representantes de los partidos de la oposición en
los organismos públicos. Yo no le encuentro explicación.
A Mujica le
perdí el respeto. Nunca me había pasado con ningún presidente uruguayo desde
1985 en adelante.
Jamás caí en el
lugar común de tratar a Mujica de asesino, ex delincuente, ladrón o tira
bombas. Jamás lo traté de ignorante ni improvisado. Nunca dije que su
indumentaria esquizofrénica no representaba la cultura de mi país ni que sus
groserías no eran nuestro lenguaje.
Nunca dije que
es un tipo absolutamente intolerante, antidemócrata y reaccionario.
Jamás lo
comparé con Caligula porque Calígula dormía con un caballo, ni lo comparé con
el gorila de Chávez. Ni siquiera cuando se puso la vestimenta del ejército
venezolano. Tampoco lo igualé a la presidenta argentina Cristina Fernández,
aunque haga “confidenciales” los delitos
que ocurrieron en PLUNA como lo hace ella con las actas de la CARU donde se
presumen coimas a los representantes de su gobierno.
Nunca lo traté
de fascista por manipular la educación. Jamás lo tildé de antirepublicano por
desconocer al parlamento, ni de autócrata por desconocer a sus ministros. Nunca
dije que sigue actuando con la misma violencia con la que actuó en el pasado.
Hoy me pregunto
por qué no lo hago.
1 comentario:
Muy claro, conciso, acertado, respetuoso y bien escrito. La respuesta es: no se prive, si lo hace feliz, pero el nombre no hace a la cosa, mucho menos el adjetivo. Cordialmente, ELL.
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