Por Gustavo Toledo
El último censo confirmó un dato alarmante: a duras penas superamos los
tres millones doscientos mil habitantes. Para ser exactos, según publicó
Búsqueda en su edición del jueves pasado, somos 3.251.526 uruguayos. Entre 2004
(año del último conteo) y 2011, nuestra población se incrementó en apenas
10.523 personas. Menos, incluso, de lo que algunos expertos estimaban. De
continuar esta tendencia –y nada hace pensar que no lo haga- llegaremos a los
cuatro millones recién dentro de… ¡quinientos años! Si el objetivo del gobierno
es apuntar al mercado interno, reeditando esquemas proteccionistas de otras
épocas como ha insinuado en más de una ocasión el presidente de la República,
es hora de que vaya pensando en otra cosa. Por ahí no llegamos a ninguna parte.
La alternativa al encierro prometido es abrirnos al mundo exterior, pero
desgraciadamente no sólo carecemos de una Cancillería a la altura de las
circunstancias sino también de una estrategia sensata de
inserción internacional. Un día se anuncia la eventual visita del presidente a
los Estados Unidos con el propósito de incrementar nuestras exportaciones al
“imperio” y al otro lo vemos planteando una “solución-puente” que permita
destrabar el ingreso de Venezuela al Mercosur pasando por encima del parlamento
paraguayo. Un día aparece negociando con su par brasileña el ingreso de unas cuantas toneladas de arroz retenidas en la frontera y al otro suscribe junto al resto de
los mandatarios del bloque un TLC con Palestina que lesiona nuestra histórica
relación de amistad con Israel y no nos reporta ningún beneficio económico. Un
día le decimos que sí a todo lo que la Argentina nos reclama a cambio de que
respete los acuerdos que libremente se comprometió a cumplir hace veinte años y
al otro le golpeamos la puerta a los chilenos en busca de una salida al
Pacífico que nos permita paliar los constantes trancazos que sufren nuestros
productos del otro lado del río. Un día tiramos para el sur y al otro para el
norte. Así, obviamente, no avanzamos; damos vueltas en círculo, cavando un hoyo
cada vez más profundo. El resultado de tanta marcha y contramarcha no es una
política exterior “pragmática”, como dicen algunos, sino una política exterior
errática, improvisada y, lo peor de todo, imprevisible. Peor que seguir un
rumbo equivocado es no tenerlo, andar al tun-tun, tratando de ponerle la cola
al burro con los ojos vendados.
La cosa es simple: sin mercado no hay generación de empleo, ni mejores
salarios, ni oportunidades de negocios, ni nuevas inversiones, ni ingreso de
divisas, ni cuentas ordenadas. Sin mercado no hay “país productivo” (viejo
slogan hoy olvidado en algún cajón de escritorio junto a tantas promesas
incumplidas). En suma, sin mercado (es decir, sin compradores para nuestros
productos) no hay progreso, ni generación de riqueza, ni perspectivas de
futuro. Muchos uruguayos lo saben y lo sufren en carne propia, razón por la
cual deciden armar sus valijas y buscar su destino fuera de fronteras o planifican formar familia recién cuando
logren un empleo decente y cierta estabilidad financiera que les permita
sostener un hogar con un hijo o dos, no más, lo que explica en buena medida
nuestra escasa, segmentada y cada vez más envejecida población.
La historia suele ser una buena maestra para quien le presta atención y
desea aprender de ella. Durante mucho tiempo fuimos un país abierto al mundo y
gracias a ello nuestra economía creció, nuestras costumbres evolucionaron
(dejamos de matarnos los unos a los otros como solíamos hacer con empeño digno
de mejor causa) y nos convertimos poco a poco en un país serio, apacible,
educado y socialmente integrado, ejemplar en muchos aspectos, al que miles de
extranjeros (nuestros abuelos y bisabuelos) vieron como una tierra de oportunidades en la
cual probar suerte. Y así lo hicieron. Cuando nos cerramos -a partir de los
años treinta- no nos fue nada bien. A la cerrazón comercial le siguió la
intelectual y a ésta el fanatismo y luego la violencia. Se multiplicó la
pobreza y la desilusión. Muchos optaron por emigrar, otros por tomar las armas.
La intolerancia ganó las calles, las aulas y hasta los hogares. Volvimos a ser
la tierra purpúrea que describió Hudson en su momento; “el Uruguay feliz” se
hizo añicos y descubrimos, trágicamente, nuestra peor cara. Resultado: diez
años de guerrilla y doce de dictadura; decenas de muertos y desaparecidos y
miles de uruguayos victimas del miedo y la falta de horizontes.
No pretendo descubrir la pólvora, ciertamente, sino subrayar algunas obviedades.
Cualquier uruguayo mínimamente informado sabe cómo fueron los hechos y cuáles
fueron sus causas y sus consecuencias, comenzando por el presidente de la
República, testigo y protagonista de aquel trágico proceso. Desde luego no está
en sus manos -ni en las de nadie- reescribir la historia, lo pasado ya pasó,
pero sí le cabe la responsabilidad como “primus inter pares” de escribir la
página del porvenir marcando un rumbo claro y razonable, alejado de prejuicios
anacrónicos y hermandades inconducentes.
La opción es clara: nos integramos al mundo, como lo hizo Chile, con los
resultados que todos conocemos, o seguimos vegetando como hasta ahora,
escondidos debajo de nuestra caparazón pueblerina, viendo las oportunidades
pasar de largo y dependiendo cada día más de las dádivas interesadas de
nuestros vecinos, pero sobre todo corriendo el riesgo de tropezar con las
mismas piedras que nos hicieron caer en el pasado.
1 comentario:
Hace unos años, en un seminario sobre ordenamiento territorial, un veterano profesor venezolano, manifestaba que el había visitado Uruguay en 1970 y eramos 3 millones de habitantes, que lo había vuelto a visitar allá por el 85 y éramos 3 millones, y lo volvía a visitar allá por el 2006 y seguíamos siendo 3 millones.
La explicación que el le daba, cómica por cierto, es que Uruguay tenía la fórmula para mantenerse en los 3 millones, que para el era: hacer un éxodo cada vez que nos pasábamos de esa cantidad.
Si bien en broma puede ser realidad, creo, que la explicación es mas profunda y que esa es la consecuencia.
Uruguay no apuesta a un crecimiento en calidad, no apostamos a la globalidad manteniendo nuestra idiosincracia, es decir pensar en global y actuar en lo local.
Ejemplo podría ser en la competitividad de nuestros productos, no podemos competir en cantidad, ya lo decía Vegh Villegas: "somos tomadores de precios". Pues entonces tengamos productos que solamente se puedan consumir en nuestro país o que solamente se puedan fabricar en nuestro país.
Pensemos en un simple ejemplo: cual es el país que produce mayoritariamente el cacao? Respuesta simple, por no decir tonta: Brasil.
Cual es el chocolate mas caro? El suizo, y ellos no producen un gramo de cacao!!!!
En distintas áreas, principalmente en el servicio podemos ser únicos, el problema es que nos demos cuenta.
Pienso que no debemos crecer en cantidad, sino crecer en calidad y luego se dará solo el crecimiento de la cantidad.
Una simple disgreción a un tema muy complejo.
Williams U. Read
Téc. Univ. Turismo
Especialista en Economía y Gestión
de Turismo Sustentable
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