Diputado Daniel Bianchi |
Por Daniel Bianchi (*)
Aproximadamente a las 21.30 horas del pasado viernes 13 el “Costa Concordia”, el más grande y lujoso crucero de Italia -un palacio flotante con 13 cubiertas y 1.500 camarotes, de 290 metros de eslora y 38 de manga, con una velocidad máxima de 23.2 nudos- que acababa de zarpar del puerto de Civitavecchia, a 80 kilómetros al noroeste de Roma, con más de 1.000 tripulantes y 3.200 pasajeros a bordo, chocó con un escollo cerca de la isla de Giglio.
Inicialmente no se dio importancia al incidente, pero la escora progresiva del buque -botado el 10 de julio de 2006 por los astilleros Fincanteri- desató el pánico.
El capitán, el napolitano Francesco Schettino, abandonó el barco a su suerte una hora después de producido el siniestro, cuando era inminente que la nave se iba a pique y mientras muchos pasajeros aún tenían dificultades para ponerse a salvo. Una vez en tierra firme, su primera decisión fue llamar a su madre, para contemplar después, desde una roca de la isla, cómo se hundía la nave, según informaron las agencias noticiosas. Mientras esto acontecía, un guardacostas le ordenaba que volviera al barco para contar el número de mujeres y niños que permanecían a bordo. Impelido por la autoridad para que coordinara la evacuación, respondió que él estaba coordinando las tareas desde un bote salvavidas.
Las responsabilidades legales del capitán están establecidas en la Convención para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar (SOLAS, por su sigla en inglés), aprobada en 1914 como resultado directo de la tragedia del Titanic.
La doctrina sostiene que un capitán que incumple sus responsabilidades en aguas italianas, en teoría podría ser enjuiciado bajo leyes nacionales o internacionales, ya que el Derecho Internacional obliga a los capitanes a que “operen bajo los principios prudentes del arte de la navegación”, lo que en buen romance significa garantizar la seguridad de los pasajeros y de la tripulación. El texto vigente, de 1974, no especifica que el capitán deba quedarse en el barco, pero aclara que es la autoridad máxima del mismo.
No obstante, a pesar de que la legislación internacional no lo establece así, la tradición en los mares marca que el capitán de una embarcación debe ser el último en abandonar la nave. Debe permanecer a bordo hasta que se haya completado la evacuación de todos los pasajeros, o en su defecto, hundirse junto a su barco. Recuérdese al célebre capitán Edward John Smith, del “RMS Titanic”, el mítico trasatlántico hundido el 14 de abril de 1912 al sur de la costa de Terranova, quien a medida que el barco descendía hasta las profundidades se mantuvo inmutable, sin demostrar nerviosismo o descontrol de la situación mientras daba instrucciones a viva voz con un megáfono en la mano, hundiéndose con el barco y muriendo en aquella triste e histórica jornada.
Schettino ha sido calificado durante los últimos días como “el capitán cobarde", y ha hecho avergonzar a Italia. Máxime cuando se dio a conocer una grabación de una conversación entre él y el capitán de la Guardia Costera de Livorno, Gregorio De Falco, quien asumió la organización del rescate, y ante la duda y el apocamiento demostrados por Schettino, durante una de las tantas veces que le ordenó regresar al barco para subir a bordo y coordinar el rescate, lo increpó con un “¡Ahora ‘vada a bordo, cazzo!” (“¡Ahora vaya a bordo, carajo!”).
Tanto ha calado en los italianos esa reprimenda, que hoy esa frase es famosa en el mundo y recorre los países a través de la web, y hasta se han fabricado remeras con la contundente orden estampada en su anverso.
El merchandising no se detiene.
Pero según explican los fabricantes de la prenda, la frase va más allá de la alusión al hundimiento del buque, y representa a todos los italianos que se resisten a rendirse ante las adversidades que atraviesa el país y, a pesar de todo, asumen su responsabilidad y cumplen con su deber.
La remera podría caberle a varios de los actuales gobernantes de nuestro país -entre ellos al propio Presidente de la República- que mientras continúan filosofando y organizando amplios debates en procura de identificar cuáles son los problemas que los uruguayos enfrentan cotidianamente -como si no fueran obvios- se resisten a tomar con mano firme el timón arriesgando que la nave, en la que nos embarcamos todos, se hunda.
El Sistema Nacional de Salud y algunas mutualistas comenzaron a hacer agua, los jóvenes cuyo futuro es una nebulosa ni tienen un objetivo de vida son cada vez más difícil de recuperar, y más aún debido a lo alicaído de nuestro sistema de Educación. La falta de inversión en infraestructura -en especial en lo que tiene que ver con la reparación de la red vial- es a esta altura endémica, la vivienda persiste como un serio problema, la inseguridad tiene visos dramáticos e incluso ha habido un incremento de los casos de violencia doméstica en los últimos días que no parece conmover a las autoridades, mientras las decisiones adoptadas en política exterior van destruyendo una imagen de país que costó lustros recuperar.
Y tal vez lo peor, es que la institucionalidad es violada una y otra vez, sin que se respete la separación de poderes ni la autonomía de los Gobiernos Departamentales.
El barco del gobierno uruguayo navega sin rumbo, al garete, sin sonar, sin GPS, pero lo peor, sin un pulso firme que marque el rumbo a un puerto seguro.
Es hora de que se levante una voz -la del pueblo- que, fuerte y estentórea ordene “¡Vuelva a bordo, carajo!”.
(*) Médico. Diputado por el departamento de Colonia (Partido Colorado)
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