“¡Razona tanto como quieras y sobre lo que
quieras, pero obedece!” bien podría ser el epitafio del filósofo de Königsberg
(antigua Prusia), Immanuel Kant. La extraña y en apariencia paradójica frase
guarda en su interior el delicado equilibrio entre la libertad y, al mismo
tiempo, y sin ruborizarse, los límites infranqueables que la rodean.
El ambiente fermental de la Ilustración, de la que Kant no fue ajeno,
puso especial atención al rol emancipador de la razón para combatir la
ignorancia, las supersticiones y la tiranía. El tener valor de servirse de la
propia razón, reivindicado como rúbrica distintiva de la época, involucró
los aspectos teóricos y prácticos de las actividades humanas.
Demasiada tinta, sangre y lágrimas corrieron, antes y después, a efectos
de sostener el estandarte de la libertad. Una libertad estrechamente vinculada
con la conciencia moral en un mundo constreñido por el determinismo y las
causalidades naturales.
Sucede que esta introspección moralizante con perspectiva no exclusiva
ni necesariamente particularista, independiente de condicionamientos externos o
cambiantes vicisitudes, reclama constantemente un alcance universal válido para
cada uno y compartido por todos los seres humanos. “Obra según aquella máxima
que puedas querer que se convierta al mismo tiempo en ley universal”, reza el
adagio. En otras palabras, aquello que no sólo el particular, sino todos los
hombres en tanto seres racionales consideran válido cumplir en sí mismo y no
meramente por su utilidad.
Bajo estas premisas la libertad kantiana está asociada con la autonomía
en tanto la voluntad humana no depende de ningún factor externo para imponer
ley moral alguna, sino bajo los dictámenes de la propia razón. En el mundo
ético los hombres son libres y autónomos desde el momento de legislar y
auto-imponerse los principios universales a efectos de poder convivir en
armonía unos con otros.
Dicho esto, para Kant el derecho –y más precisamente el público–,
elemento específico del estado civil por el cual se abandona el estado de
naturaleza a cuenta de proteger los bienes de los asociados y garantizar la autonomía,
al igual que la moral está sujeta a leyes racionales universales. La misma, de
carácter coactivo, tiene como objeto regular las libertades externas
(jurídicas) de modo tal de poder quedar asegurada la libertad de todos.
En este punto, moral y política –libertad interior y exterior–, a pesar
de ser ámbitos muy distintos, se relacionan y convergen dentro de una comunidad
política de modo que cada individuo puede buscar la felicidad según su propio
criterio “siempre que al aspirar a semejante fin no perjudique la libertad de
los demás, para lograr así que su libertad coexista con la de los otros, según
una posible ley universal”.
El propio Kant reflexionando sobre sus preocupaciones, dijo: “Dos cosas
me llenan la mente con un siempre renovado y acrecentado asombro y admiración
por mucho que continuamente reflexione sobre ellas: el firmamento estrellado
sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
Dicho lo cual, primar lo político sobre lo jurídico, arengar a fusilar a
unos senadores por pensar distinto, o bien, considerar “anómalas” ciertas
orientaciones sexuales al extremo de condicionar las oportunidades laborales
demuestra que algo anda mal. No parece acertado anteponer la justicia
revolucionaria ni buscar tréboles de cuatro hojas en un Estado de derecho laico
y democrático. El filósofo de Königsberg no puede caer en el olvido.
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