SEÑOR PASQUET.- Señor Presidente: es este un año de aniversarios de
honda significación para los uruguayos.
Meses atrás celebramos el bicentenario del Congreso de Abril y de las
Instrucciones del Año XIII que son, sin exageración, la partida de nacimiento
del republicanismo uruguayo.
Hoy
no celebramos nada pero conmemoramos, es decir, recordamos en común, una fecha
negra de la historia uruguaya, la del 27 de junio de 1973; fecha de disolución
de las Cámaras, del golpe de Estado y de comienzo de una etapa de
arbitrariedades y crímenes que causaron infinitos males a los uruguayos y lo
siguen causando, de una manera o de otra, hasta el día de hoy. Ambos acontecimientos,
el Congreso de Abril y el golpe de Estado, son precisamente antagónicos: uno
afirma ideales que el otro niega.
En
el Congreso de Abril hay una primera expresión de la idea democrática,
pronunciada por Artigas: "Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa por
vuestra presencia soberana". Hay una expresión liberal radical, que es la
prescripción de las Instrucciones en el sentido de que se promueva la libertad
civil y religiosa en toda su extensión imaginable. Hay afirmación republicana
de separación de Poderes que deben guardar absoluta independencia el uno del
otro; esto está en los artículos 5º y 6º de las Instrucciones. Hay
prescripción de que las Fuerzas Armadas se subordinen al poder civil, al poder
constitucional, pues dicen las Instrucciones que “el despotismo militar será
precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la
soberanía de los pueblos”. Allí está el alma del Uruguay, eso es lo que somos.
Eso es lo que somos históricamente y lo que le da sentido a esta nacionalidad.
El
27 de junio de 1973, en cambio, asistimos a la negación de estos ideales, al
desborde militar que derribó a las autoridades constitucionales legítimamente
constituidas, al fin de la separación de Poderes con el arrasamiento del Poder
Legislativo que, poco después, sería seguido por la supresión del Poder
Judicial como Poder, por el cercenamiento de los derechos individuales y de las
libertades públicas, por la negación de todo lo que venía contenido en las
Instrucciones del Año XIII.
Son dos
momentos distintos, antagónicos de la vida nacional. ¿Cuál de ellos es el
verdadero? ¿Cuál es el que mejor nos expresa? Yo creo que ninguno de los que
aquí estamos tiene duda alguna. Nos expresan las Instrucciones del Año XIII.
Niegan lo que somos los actos del 27 de junio. Pero unos y otros fueron actos
que se cometieron aquí por orientales, por uruguayos. En ese sentido, ambos son
expresión auténtica de lo que somos.
Lo
que extraigo como conclusión, señor Presidente, es que no estamos predestinados
a la plenitud de la vida democrática. Nadie nos garantiza la vigencia
permanente del Estado de derecho. Podemos proclamarla un día, disfrutarla otro,
celebrarla siempre, pero si no estamos atentos cuidándola, defendiéndola,
preservándola, esa plenitud democrática en la que queremos vivir puede
perderse, y de hecho se ha perdido más de una vez en el curso de nuestra
historia.
Hoy
conmemoramos cuarenta años del golpe del 73 y podríamos conmemorar también, con
diferencia de pocos meses, los ochenta años del golpe del 33. No hay seguros,
no hay vacunas contra las embestidas autoritarias. Nada garantiza la
permanencia de la institucionalidad democrática. Depende del esfuerzo de todos
preservarla, afirmarla, mejorarla, engrandecerla, ennoblecerla, hacer que en su
plenitud podamos vivir todos juntos.
El
golpe de Estado del 73 no fue, ciertamente, un rayo en un cielo de verano; no
fue un acontecimiento inesperado, sorpresivo, que nadie pudiera imaginarse que
iba a ocurrir un día; no, estuvo muy lejos de serlo. Fue la culminación o el
desenlace de una serie de acontecimientos que se habían empezado a producir
hace mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo? Es muy difícil decirlo. Hay quienes hacen
arrancar todo esto ya desde el golpe del 33; yo no me voy tan lejos. Sin
remontarnos tanto en el tiempo, en 1963 se produjo el asalto al Club Uruguayo
de Tiro Suizo del que dentro de poco tiempo se cumplirán cincuenta años. Allí
hay un hecho de violencia política que luego fue seguido por otros y que dan de
algún modo la pauta de lo que fue aquel Uruguay de los años sesenta y de los
primeros años de los setenta, que culminó en lo que culminó.
Era
un momento internacional muy complejo y muy difícil, en plena guerra fría, a
pocos años de la Revolución Cubana, con el mayo francés del 68 en el medio, con
una serie de acontecimientos que causaron fuerte impacto en la vida nacional, y
una crisis económica de fondo que tampoco puede ignorarse. Una crisis para un país al que se le había desguazado su inserción
internacional años atrás y que no encontraba un camino para salir de esa
dificultad, de ese atolladero, con consecuencias sociales profundas de la
crisis económica y con reclamos por la redistribución del ingreso que se
traducían en movilizaciones y protestas de todo tipo. Y en medio de la agitación
social, de la protesta sindical, de la violencia política, había atentados con
bombas que dejaban víctimas inocentes, asaltos a los bancos, secuestros,
homicidios, represiones, torturas, víctimas de la represión, más
recriminaciones, más protestas, más reclamos, más enfrentamientos, más choques,
más sangre derramada, menos tolerancia y más envenenamiento del clima en el que
todos vivíamos. Todo esto es la antesala insoslayable de lo que pasó en 1973.
En
1973 se produjo, sí, el golpe de junio; pero antes estuvo el golpe de febrero.
En febrero de 1973 las Fuerzas Armadas se desacatan y dicen que no van a
reconocer a un Ministro designado por el Presidente de la República. Ese
desacato ya es el golpe. El Presidente acepta la situación y la convalida con los
pactos de Boiso Lanza; protesta, solitaria, la voz de Amílcar Vasconcellos en
aquel Febrero Amargo, pero el Parlamento no se reúne. El país sigue
deslizándose por el despeñadero.
En
junio viene la disolución de las Cámaras. Yo no pretendo hacer aquí el esbozo
de una crónica de todos estos hechos que enlutaron tantos años de la vida
nacional. Creo que los hechos, de algún modo o de otro, los recordamos todos. Y
si de crónica se trata, o de relato preciso y circunstanciado de los hechos, yo
me remito al libro del doctor Julio María Sanguinetti, "La Agonía de una
Democracia", que señala con precisión y con fidelidad la verdad histórica
de cada uno de estos hechos. He ahí un marco fáctico, a mi juicio pertinente y
más aún insoslayable, para la reflexión a propósito de estos hechos.
Pero
no quiero detenerme en los hechos en una oportunidad como esta, en una sesión
solemne de la Asamblea General con la presencia del señor Presidente de la
República y de altas autoridades nacionales, porque ni es esta una academia de
historia, ni podríamos llegar aquí, en un órgano político, a un debate sereno y
preciso sobre los hechos, sobre sus causas, sobre sus consecuencias. De manera
que no me voy a detener en esto.
De los
hechos resultan, ciertamente, conductas e inconductas, culpas y méritos y,
naturalmente, responsabilidades: ¿qué duda cabe? Pero no creo que fuera un
acierto detenerse aquí en el señalamiento de culpas de unos y de otros, porque
por ese camino vamos a llegar fácilmente a las recriminaciones recíprocas, que con
rapidez darían lugar a los agravios recíprocos y a generar aquí un clima que,
francamente, sería de desprestigio para las instituciones democráticas, una
situación que la ciudadanía no entendería ni aceptaría, y de esa manera, no
obtendríamos ningún resultado positivo. Yo siento que no puedo señalar
responsabilidades de nadie, pero creo que tengo el derecho de hacerlo -y
pienso, además, que tengo el deber- con las responsabilidades de mi Partido.
El
decreto de disolución de las Cámaras está firmado por el Presidente Juan María
Bordaberry. El Presidente Bordaberry fue elegido por el lema "Partido
Colorado"; esa es nuestra gran responsabilidad. Es cierto que no fue
elegido en una elección interna; es cierto que no fue elegido por la
Convención; pero eso no le quita su carácter al hecho de que fue elegido por el
lema "Partido Colorado" y esa es nuestra responsabilidad.
Cuando
el Presidente Bordaberry tomó la decisión que tomó, algunos colorados lo
apoyaron; entre ellos, notoriamente uno fue el señor Pacheco Areco. Otros
colorados desde el primer momento, desde la noche misma del 27 de junio,
manifestaron su oposición tajante y radical. En esa noche, los Senadores del
Batllismo manifestaron su oposición a lo que ocurría y lo hicieron en términos
categóricos y contundentes, condenando el golpe de Estado y apostrofando a los
golpistas (sabiendo que en pocas horas quedarían absolutamente a su merced), y
comprometiendo su esfuerzo y su lucha en pro del restablecimiento democrático.
Nombro a esos Senadores para homenajearlos: Eduardo Paz Aguirre, quien presidió
la sesión; Héctor Grauert, Luis Hierro Gambardella, Nelson Constanzo y Amílcar
Vasconellos, que esa noche fue el último Legislador en abandonar el Palacio
Legislativo. Y no eran Senadores, entonces, pero notoriamente estaban contra el
golpe de Estado -y por eso también los nombro para homenajearlos-, Jorge
Batlle, Julio María Sanguinetti, Manuel Flores Mora, Renán Rodríguez y -dígase
también- Raumar Jude quien, pese a haber sido Secretario General de la Unión Nacional
Reeleccionista, estuvo en la oposición al golpe y participó después de lo que
sería el triunvirato colorado, formado por Batlle, Vasconcellos y el propio
Jude, que actuó hasta que se constituyeron las autoridades partidarias, después
de la elección interna de 1982.
El
Partido Colorado quedó dividido en 1973, tal como había ocurrido en 1933. Las
elecciones internas de 1982 se disputaron, precisamente, acerca de la actitud
de unos y de otros respecto de la dictadura. Hubo quienes abogaron por evitar
ese choque en nombre de la unidad partidaria, pero los batllistas rechazaron
esa pretensión: "Bagres de un lado y tarariras del otro", dijo
Tarigo, y el resultado de la elección fue el triunfo categórico del Batllismo
Unido.
El
Partido así reconstituido trabajó en pro del restablecimiento democrático. Y
preciso es consignar que en ese empeño, conducido por las figuras del Batllismo
Unido, no hubo divisiones ni fisuras y el Partido todo se alineó detrás de las
figuras de los doctores Sanguinetti y Tarigo en la negociación con las Fuerzas
Armadas, que culminó exitosamente en el Pacto del Club Naval al que
concurrieron el Partido Colorado, el Frente Amplio y la Unión Cívica para poner
fin a aquel estado de cosas y allanar el camino al restablecimiento
democrático.
En ese
largo camino de luces y sombras, de avances y retrocesos, el gran Juez de la
democracia, que es el pueblo, supo discernir finalmente culpas y méritos; supo
hacer el balance entre unos y otros, teniendo en cuenta que no había partido
sin errores ni partido sin aciertos, ni hombres sin errores ni hombres sin
aciertos. Y haciendo el balance de todo aquello, ponderando y calibrando las
circunstancias, el soberano, el pueblo oriental, al expresarse en las urnas en
1984 le dio el triunfo al Partido Colorado y le encomendó la tarea,
exitosamente realizada, de conducir el cambio en paz. Y así efectivamente se
hizo.
De esa
manera se cerró una etapa luctuosa, una etapa tremenda de la vida nacional y el
país pudo reencontrarse no con la beatitud de la democracia, como si la
democracia fuera una situación de paz permanente, de armonía perpetua, sin
esfuerzos, sin sobresaltos, sin luchas, sin desencuentros: nada de eso. Todos
sabemos que la democracia es otra cosa: es el choque de los partidos, el choque
de las ideas, el enfrentamiento, el reclamo de los sectores sociales, la
vivencia de la libertad en toda su extensión imaginable. Pero los hechos
ocurridos y vividos a partir de aquel golpe de Estado deben enseñarnos que así
como todos podemos disfrutar de los derechos y libertades de la democracia,
también debemos contribuir a preservar las instituciones de la democracia,
porque sin el esfuerzo de todos, no se sostienen. No alcanza con cumplir con la
Constitución y con la ley; eso es indispensable, pero no es suficiente. Hay que
cumplir, además, de buena fe, lealmente, con lealtad institucional, permitiendo
que el Gobierno elegido por el pueblo para gobernar efectivamente gobierne,
permitiendo que el otro pueda ejercer sus derechos como yo ejerzo los míos,
teniendo presente una norma siempre olvidada del Pacto de San José de Costa
Rica, el artículo 32, que establece: "Los derechos de cada persona están
limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las
justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática". La
República no es yuxtaposición de individuos, amontonamiento de libertades
individuales sin orden ni concierto. La República es más que eso: es un orden
colectivo fundado sobre el respeto a los derechos de todos, cimentado sobre las
instituciones que la Constitución consagra, que requiere del ejercicio
permanente de la responsabilidad y del respeto, para que ese edificio
institucional no se debilite y termine cayendo. Esa es la lección que tendríamos
que haber aprendido, porque sin instituciones democráticas no hay nada: para
empezar, no hay paz. Como decía Benito Juárez, "el respeto al derecho
ajeno es la paz", y si no empezamos por respetarnos en esta tierra de
orientales, que no somos seres sumisos, no va a haber nunca paz. El respeto es
la base de la convivencia. El respeto, la tolerancia y la convivencia
democrática son absolutamente indispensables para que en ese clima se respeten
también los derechos humanos.
Los
derechos humanos no tienen por protección y garantía lo que digan los
instrumentos internacionales ni los organismos internacionales, porque acá
estaba vigente la Declaración Universal de Derechos Humanos y muchos otros
instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos cuando se
cometieron las atrocidades y las barbaridades que se llevaron adelante durante
la dictadura. La protección para los derechos humanos está en la vigencia de
las instituciones democráticas, en el Parlamento libre y plural, en la prensa
libre, en la Justicia independiente -¡sobre todo en la Justicia
independiente!-, en las organizaciones de la sociedad civil, en los sindicatos,
en todo lo que constituye la rica pluralidad de una sociedad democrática, que
cuando se expresa libremente defiende los derechos de todos, detiene los
atropellos, denuncia a los déspotas y garantiza el imperio de la libertad.
¡Eso
es lo que tenemos que asegurar nosotros: la democracia, porque sin democracia
no hay paz, no hay derechos humanos ni desarrollo! El desarrollo es a veces un
espejismo que hace que algunos busquen atajos hacia él y olviden las formas
institucionales dentro de las que hay que conducirse. Ese es un espejismo, y
otro suele ser la justicia social, y a veces el desarrollo con justicia social
puede ser el espejismo más atractivo y más poderoso, que haga creer que se
puede pasar por encima de las normas constitucionales. ¡No hay espejismo que
valga! ¡No hay desarrollo económico sólido sin un Estado de derecho que dé
certeza jurídica a los agentes! Esa es la base que necesitamos todos para que
aquí sea posible invertir, trabajar, prosperar, construir, edificar una vida de
acuerdo con las expectativas de cada uno.
Democracia
para la paz; democracia para los derechos humanos; democracia para el
desarrollo económico; democracia para la justicia social: estas son las
lecciones que tiene que significarnos la reflexión sobre el 27 de junio de
1973. No se trata de recordar para volver a recriminarnos, de recordar para
volver a enfrentarnos; hay que recordar para comulgar en el propósito común de
construir en democracia, todos juntos, con respeto por los derechos de todos.
Muchas
gracias, señor Presidente.
(Aplausos
en la Sala y en la barra)
(*)
Abogado. Senador de la República (Vamos Uruguay- Partido Colorado)
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