Vivimos un tiempo de líderes descafeinados. De prohombres cuya única
preocupación radica en su imagen (que sus medias combinen con sus corbatas, por
ejemplo). De héroes exprés. De intelectuales de 140 caracteres. De ideologías
descartables.
En ese desierto, no es
extraño que haya quienes corran detrás de espejismos de segunda mano y sientan
que allí donde el desierto se funde con el horizonte les aguarda un oasis. Su
oasis. El deseo de creer en algo, o en alguien, es más fuerte. Cierran los ojos
y se entregan. Asocian la política con la fe, no con la razón. Y mucho menos
con la lógica.
Así, hemos visto emerger a
uno y a otro lado del Atlántico personajes como Berlusconi, Correa, Sarkozy, Chávez,
por solo mencionar a los más conocidos. ¿Qué tienen en común? En apariencia,
nada. Sin embargo, todos ellos son fruto del mismo árbol, cuyas ramas son el
pensamiento débil (Vattimo), el crepúsculo del deber (Lipovetsky) y la
tentación autoritaria (Revel), según la cual las instituciones y las leyes son
un estorbo entre el caudillo y su pueblo.
Ya sea por falta de cultura
democrática o por pereza republicana, o ambas, poblaciones enteras optaron –y
algunas de ellas siguen optando- por figuras ajenas al mundo de la política
tradicional. Por personajes mediáticos, sin formación intelectual alguna, cuyo
único capital –salvando las distancias y las circunstancias- es su carisma.
Sobre esa base, un aceitado aparato propagandístico se encarga de hacer la
diferencia, transformando la desmesura en virtud y la demagogia en algo
natural.
Ya no hay izquierda ni
derecha. Ni centro ni periferia. Las palabras fluyen vacías de contenido. Las
sonrisas se repiten. Las apelaciones a la Patria se suceden ampulosas, para
algarabía de los claustrofóbicos de siempre. En ese cambalache, no importa lo
que se dice sino cómo se dice, y –sobre todo- que nadie diga algo distinto. De
ahí el cerco mediático a los opositores, los monopolios informativos y el
asedio a la prensa independiente. Resultado: el debate se empobrece hasta transformarse
en monólogo, la crítica fecunda cede paso al elogio interesado y la división de
poderes se reduce al dedo índice del cacique. La casa conserva su fachada, es
cierto, pero su interior ya no es el mismo. Y sus habitantes, tampoco.
Y todo esto, con la
aquiescencia de esa masa de hombres y mujeres manipulados hasta el hartazgo. Aplaudidores
que legitiman, sin saberlo, que recorten sus derechos y despilfarren sus
recursos. Personas despojadas groseramente de su condición de ciudadanos a
cambio de dádivas y mentiras. Hombres-masa.
Ahora bien, que la derecha
bruta, opte por tipillos como Berlusconi, es entendible; pero que la izquierda,
leída y sofisticada, se incline reverente ante personajes como Morales,
Kirchner o Correa, es trágico. Un triste y patético reflejo de los tiempos que
corren.
Claro que nada de esto es
casual. Para salvar del naufragio del socialismo real algún trapo, los
marxistas de antaño y los recién llegados, debieron reciclarse. Despojarse de
sus antiguas vestimentas y convertirse en “showmans”. En hurracas parlanchinas
dispuestas a divertir a su grey, más que a convencerlas. A venderles humo. E,
incluso, a comprarlo.
El caso más notable es el del
recientemente fallecido Hugo Chávez. La quintaesencia del caudillo
latinoamericano, autoritario y lenguaraz, que los García Márquez, los Vargas
Llosa y los Roa Bastos supieron inmortalizar en sus novelas.
Un verdadero compendio de
lugares comunes y bravuconadas de todo tipo, que se creyó heredero de los
hermanos Castro, y así intentó hacérselo creer a todo el mundo, cuando, como es
notorio, su mentor y referente fue el General Juan Domingo Perón.
Se pretendió
revolucionario, y no lo fue. Su “revolución bolivariana” se llevó puestas las
instituciones de su país, y si algún cambio produjo, fue hacia atrás.
Como buen populista se sintió
más allá del bien y del mal. Asumió el papel de mesías, liderando una troupe de
paniaguados y nostálgicos de las charreteras. Y hasta se creyó inmortal. Prometió
900 años de “revolución”. Cien años menos que Hitler, en su momento.
Con su muerte, se
transformó en lo mismo en lo que había convertido a su adorado Bolivar: en un
mito fundante. En el pilar de una épica bizarra y exagerada. En una herramienta
política. En un arma arrojadiza.
Sé que las democracias
son aburridas, sobre todo cuando son en serio (es decir, cuando hay elecciones
libres, los poderes están separados y son independientes entre sí, existe alternancia
en el poder, se respetan las instituciones, las personas pueden expresarse
libremente y hay debate de ideas, etc.), pero, ¿saben qué? No puedo mentirles. Me
gustan los sistemas donde los gobernantes no son divinizados y la soberanía
reside en el pueblo.
No hay duda: soy
un aburrido bárbaro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario