Al opacar en la memoria colectiva
el día de la independencia nacional, tal vez la “noche de la nostalgia” es un
misterioso instrumento de la historia que nos pone delante de un episodio
traumático del cual el país no parece aún haberse repuesto. El nacimiento del
Uruguay como estado independiente, de la mano de la diplomacia inglesa, ocurrió
el 4 de octubre de 1828, con la Ratificación Preliminar de Paz entre Argentina y
Brasil.
Los
historiadores se resisten en tomar esta fecha como la de la independencia
verdadera, pues no ven en ella intervención nacional alguna. Pues creo que es
un error. Hubo en estas tierras, desde el Cabildo del 1 de setiembre de 1808
(apenas 20 años antes) un sentimiento de tipo local, una identidad propia,
diferente a las del resto de las posesiones españolas o de las Provincias
Unidas luego, que desemboca en el sentimiento uruguayo que hoy nos une.
Ha sido un proceso largo. El Uruguay fue tierra de frontera entre España y Portugal primero, y entre Argentina y Brasil, después. Y lo sigue siendo.
El desafío para las generaciones de hoy es enfrentarnos sin complejos a nuestra historia. A veces los países, como las personas, pueden tener nacimientos borrascosos, fruto de episodios que por pudor se quieren ocultar. Pues si así fue, ya es hora de asumir nuestro nacimiento con sus luces y sus sombras.
Si se revisan las crónicas de la época, o si se consultan las memorias pasadas de generación en generación en familias patricias, se advertirá que la Jura de la Constitución de 1830, que consagraba el estatuto del estado ya existente, no fue un acontecimiento traumático. Más bien, fue visto como lo que realmente fue, el desenlace natural de un largo proceso en el que se fue incubando una identidad, un sentimiento, que es la base de la nacionalidad de la cual hoy nos sentimos orgullosos.
Y que, en
momentos de zozobra, debería ser un sentimiento de unidad y de esperanza.
(*) Periodista
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