Uruguay,
por muchas razones, se parece a una bicicleta. Pero no a cualquier bicicleta,
sino a una de esas largas de cuadro rectangular con tres millones y pico de
asientos, y apenas dos pedales. Aunque cueste admitirlo, nuestra principal
dificultad como nación está allí, a la altura de los pies. Sucede que no
pedaleamos todos juntos ni al mismo tiempo, o, si usted prefiere, para decirlo
en términos deportivos: no jugamos en equipo.
De hecho, sólo algunos pedalean; y los
demás, se dejan llevar. Eso sí: cuando hay una “bajadita” (aumento de los
precios internacionales de las materias primas, incremento coyuntural de las
exportaciones, etc.) levantamos las piernas y nos tiramos gustosos, sin pensar
en el después.
Suponemos, con esa imperdonable mezcla
de ingenuidad y engreimiento que caracteriza a nuestra idiosincrasia nacional,
que el pelotón siempre nos va a esperar y que los punteros, tarde o temprano,
van a pinchar o a tener algún revés que los ponga a nuestro alcance. No
buscamos ponernos a su nivel apelando a nuestro esfuerzo sino, por el
contrario, a que ellos se pongan al nuestro. No nos resignarnos a ser uno más
del montón, es cierto, y no está mal que así sea, pero mantenemos la marcha de
siempre, sin hacer nada para tomar la delantera. Duele aceptarlo, pero
“dejarnos estar” forma parte de nuestra forma de ser.
Mientras tanto, por más que atrasemos
los relojes, el tiempo pasa y el enamoramiento por el statu quo sigue intacto.
No avanzamos, apenas hacemos equilibrio para no caernos. ¿Por qué? Porque no tenemos
claro hacia dónde vamos, ni mucho menos hacia dónde queremos ir.
Nos guste o no, el tiempo se nos va y
con él nuestras oportunidades de llegar a algún lado. Como sociedad, ya
deberíamos haber entendido hace mucho que si no pedaleamos todos juntos en la
misma dirección, terminamos fuera de carrera. Pero todavía no nos cayó la
ficha, posiblemente porque aún no hemos advertido que uno de nuestros peores
males es esa suerte de cortoplacismo autocomplaciente que nos impide hincarle
el diente a los problemas (reales). Tendemos a atarlo todo con alambre, a
emparchar y a seguir andando. Dilatamos indefinidamente las soluciones
(reales), pateándolas para más adelante, como quien barre bajo la alfombra, a
la espera de que alguien -un mesías, un iluminado, un salvador- en algún
momento, se haga cargo. No hay planes con vistas a futuro, ni mirada
prospectiva de ninguna clase. Sólo enunciados y buenas intenciones. Sólo
lugares comunes y promesas de grandes cambios para algún día, pero no hoy, ni
mañana, ni pasado mañana, sino, simplemente… algún día.
Nuestra intelectualidad –por llamarla
de alguna manera- brilla por su ausencia de ideas y nuestra casta gobernante
chapotea alegremente en la cuneta del voluntarismo, sin tener conciencia
siquiera de dónde está parada. Pocos plantean desde “arriba” qué modelo de país
quieren construir para dentro de quince, veinte o treinta años. Y quienes sí lo
hacen, más que pensar en el futuro están pensando en el pasado. Hasta nuestros
revolucionarios de antaño desistieron de sus sueños de redención colectiva: los
más fieles se parodian a sí mismos, encerrados en sus mausoleos particulares, y
los otros, los “pragmáticos”, sólo aspiran a la comodidad burguesa de un
carguito público. Todo es aquí y ahora. Todo está signado por un oportunismo
corporativista, cuando no lisa y llanamente individualista, sin norte ni
brújula, que nos hace girar en círculos concéntricos cada vez más pequeños.
Quizás por todo eso, enamorados del
statu quo, contemplándonos constantemente en el espejo del ayer, los uruguayos
guapeamos con un par de mallas oro ganadas en el pasado -cuando sí nos
animábamos a afrontar riesgos-, confiados de que esos viejos laureles
convertidos ahora en fetiches anacrónicos van a abrirnos mágicamente las
puertas del futuro y al mismo tiempo conformar nuestro ego huérfano de éxitos
propios.
Pero, ¿sabe qué?... El mundo no es tan
nostálgico, ni generoso como nos gustaría que fuera. No da ventajas. Es más, ni
siquiera nos registra. Basta con hacer un cálculo al alcance de cualquier niño
en edad escolar para constatar que representamos apenas el 0,055% de esos casi
siete mil millones de ciclistas que circulan en este cada vez más congestionado
Planeta. O sea, una gota en el océano; el equivalente, en términos
estadísticos, a muchísimo menos que un error de redondeo y en términos
estrictamente demográficos a un barrio mediano de alguna ciudad de China o la
India.
Nuestra dimensión nos impide darnos el
lujo de vivir en Babia, sin proyectos ni estrategia a largo plazo. Si no lo
entendemos de una buena vez, si no empezamos a mirar hacia delante sin miedos ni
aprensiones, promoviendo los cambios que hacen falta y pedaleamos todos juntos
en la misma dirección, no sólo vamos a perder la carrera sino que hasta podemos
llegar a perder la bicicleta.
1 comentario:
perfecta descripcion...me encanto
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