No
sé qué es más difícil, si escribir sobre Maggi o que Maggi te perdone por
haberlo hecho. Juro que hice todo lo posible por zafar. Mi primo Carlos Flores
me llamó para que escribiese una columna en el homenaje que el Semanario
Reconquista le iba a hacer al cumplir noventa años. Es decir: el hijo de mi tío
Carlitos Flores me pide que escriba sobre mi tío Carlitos Maggi. Yo no me
atrevería a escribir sobre mi hermano, por ejemplo, sin consultarlo. Sé que no
me autorizaría y si me autorizase yo nunca encontraría la comodidad para lograrlo.
De mi padre, en vida, ni media palabra, por miedo a que me tirase por una
ventana del apartamento de la calle Constituyente. En cambio, ahora que no lo
tengo, es de lo que más me gusta hablar. Y oír. Manolo me dijo un día,
exagerando y no exento de su mejor sentido del humor, que si todos los que
dicen que tomaban café con Maneco en alguna esquina de Montevideo, dijesen la
verdad, pues no alcanzarían las esquinas para albergar tantos boliches. Hoy de
mañana mismo –juro que es verdad- conocí a alguien que me hizo muy feliz
contándome cómo tomaba café con Maneco en el bar “Cien años”, en la esquina de
Carnelli con Gonzalo Ramírez. Y cuánto había aprendido de él. La vigencia de
Maneco es a esta altura incomprensible para mí, me hace sentir cada día que no
lo he perdido.
Desde ya que si
le pido permiso a Maggi para escribir sobre él, no me lo va a dar. Ya lo he
escuchado pronunciarse varias veces, en la Tertulia de los viernes de Radio
Espectador, sobre el punto. Se incomoda y se va si alguien se atreve a
alabarlo. No obstante, ése no es mi principal problema. Mi principal problema
es que no sé escribir sobre Maggi. Le dije a mi primo Carlos Flores que tenía
que pedirle la tarea a un dramaturgo. Es más, le sugerí al dramaturgo. Yo
tendría que estudiar un año entero para ponerme en condiciones de analizar su
obra. Me dijo que ese campo ya estaba cubierto, que les interesaba un perfil
más personal, familiar. Le dije que lo mejor era hacer hablar al propio Maggi.
Preguntarle sobre su relación con Onetti, o Felisberto, o Paco Espínola o
Bergamín. Preguntarle sobre su época con Bonardo –exiliado del peronismo- en
radio Espectador, junto a mi padre. Y pedirle que cuente cómo eran los
liberales, los que recibían a los exiliados de todos lados. Preguntarle sobre
su relación con Luis Batlle. Y sobre todo, preguntarle sobre su visión del país
maravilloso que tuvimos y del cual hoy día la juventud cree que nunca existió,
o se construyó solo y lo estropearon los partidos tradicionales. Y que tuvo que
venir el FA para empezar a intentar reconstruirlo. Hay muchos jóvenes que creen
que los políticos de antes eran todos chorros. Que los tupamaros lucharon contra
la dictadura y fueron víctimas de ella. No se enteran de que fueron los
responsables en traérnosla, al atentar contra unas instituciones que eran
modelo de democracia en el mundo. Y que lo hicieron contra la totalidad de la
opinión del país, que los rechazaba, y hasta contra la opinión del propio Ché
Guevara, que unos meses antes de que ellos empezasen a organizarse, dijo en el
paraninfo de la Universidad que este era un país de libertades plenas y que
aquí no hacía falta ninguna revolución.
Cuando se habla
de la Suiza de América, como distinguiendo al Uruguay que fuimos, yo siento que
quienes lo hacen se quedan cortos. Acá nunca fabricamos ni chocolates ni
relojes. Teníamos una socialdemocracia pionera, gracias a la estatura política
de Batlle y Ordóñez. Y además teníamos praderas, mar y fútbol, cosas que los suizos
nunca tuvieron. No teníamos ni pobreza, ni analfabetismo, al igual que ellos,
pero tampoco teníamos a los aviones nazis volando por nuestro espacio aéreo, ni
ostentábamos una neutralidad que de poco les habría valido a los suizos si los
nazis hubiesen logrado hacer lo que casi hicieron, que era dominar Europa. Yo
creo que hay un interés, a esta altura indisimulado, del gobierno en ocultar
nuestra historia o directamente tergiversarla. Hemos llevado al Uruguay a ser
un país con voces oficiales indignas. Y es nuestra obligación, para con
nuestros mayores, pero principalmente para con nuestra descendencia, devolverlo
a su rumbo y a su imagen de sí mismo. No hay nadie en este país más calificado para
hablar de esto que Maggi.
Pero el Semanario Reconquista insiste en que yo
tengo que hablar de él. Voy a tratar de hacerlo sin recurrir a calificativos,
por rodeos o pincelazos de su entorno, como creo que habría hecho Maneco. Sólo
voy a usar un adjetivo y me lo voy a gastar de entrada: quiero decir que el
libro Guinness debería de agregar un récord. Así como hay un récord al hombre
más alto del mundo y hay un récord al hombre más bajo del mundo, debería de
haber un récord al hombre de noventa años más joven del mundo. Ahora vamos a
los hechos. El primero, para lo que yo puedo fehacientemente contar, es que
Maggi es mi padrino de bautismo. Es decir que, cuando yo tenía unos pocos días,
hizo el enorme sacrificio de sostenerme en sus brazos y pararse frente a un cura
para dejar que me tirase agua bendita en la frente. No tengo datos de que haya
hecho ese sacrificio por alguien más. Y si lo hizo, no quiero enterarme. Me
siento su único ahijado.
Maggi conoció a
Maneco en la primaria del Liceo Francés. En la foto que ilustra esta columna,
es el que está parado arriba al centro, y a su izquierda está Emir Rodríguez Monegal.
Abajo, a la izquierda de la foto está Maneco. En esa época las clases eran de
muy pocos alumnos. No sé cómo se las arreglaron los profesores con estas tres
fieras. Seguro que les decían: “salí de acá” y se ponían a dar clase ellos. Fue
el mejor amigo de mi padre, en vida de mi padre y muerto mi padre. Lo recuerdo,
el 15 de febrero de 1985, cuando aún el Ejecutivo estaba en manos del régimen
de facto, y aparecieron en el velatorio unos militares a negociar las honras
fúnebres, mandados por no sé quién. Lo recuerdo exigiéndoles los honores de
ministro de estado, rubro por rubro y de muy mal humor. Tiempo después publicó
un libro con una selección de las contratapas de Maneco y con un prólogo
memorable escrito por él. Era el homenaje a su amigo.
Maggi y Maneco
se casaron con dos hermanas, mi tía María Inés Silva Vila, escritora también, y
mi madre, estudiante de bellas artes, maestra e integrante del taller Torres
García. Los cuatro formaron parte de la generación del 45, grupo de los
“entrañavivistas”, junto a Ángel Rama e Ida Vitale, José Pedro Díaz y Amanda
Berenguer, Mario Arregui y Gladys Castelvecchi, entre otros, quienes se
distinguían del grupo de los “lúcidos”. No sé si Maneco y Ángel tenían veinte o
poco más años cuando codirigieron la página literaria del semanario Marcha.
Pertenecieron a una generación muy fermental que cobró fama desde muy temprana
edad, por su brillantez y capacidad crítica. Maneco y Maggi se ganaban la vida
desde antes, escribiendo guiones para la radio e hicieron un trabajo histórico
sobre Artigas, en conjunto, que fue premiado por la Universidad de la República
y publicado por ésta. Posteriormente escribieron un guión radiofónico titulado
“Vida de Artigas”, que fue grabado por la Comedia Nacional, en diez episodios.
En 1950, centenario de la muerte del prócer, “El País” publicó un libro, donde
se incluyen trabajos de ambos. Un día, trabajando para la agencia Reuters, se
enteraron de que su jefe –al que digo yo que mirarían por arriba del hombro-
había publicado “El Pozo”. Era ni más ni menos que Onetti. Ese país teníamos.
Lo demás, más o
menos se sabe, y hay registro para estudiarlo: los libros de Maggi, la labor
periodística de Maneco, principalmente sus contratapas del semanario Jaque. Voy
a contar sólo dos o tres acontecimientos, muy distantes entre sí, que elijo
porque los viví directamente y me parecen significativos. En el año ’63, José
Bergamín, integrante de la generación del ’27 y exiliado del franquismo,
primero en Venezuela, después en Uruguay, donde vivió en mi casa y dictó clases
magistrales en la Facultad de Humanidades, y finalmente exiliado en Francia,
digo que en ese año ’63, Bergamín se metió de contrabando en España, porque ya
no aguantaba el exilio y no le importaba más qué cosa le ocurriese con su
suerte. Mi padre viajó y lo metió del cogote en la embajada uruguaya y lo
acompañó en su regreso a Francia. Mientras tanto, Maggi, mi tía y mis primos,
se vinieron a quedar con nosotros en casa. Recuerdo el día que volvió Maneco a
Uruguay: era el viernes 22 de noviembre, al mediodía, y el mundo se estaba
enterando de que acababan de asesinar a Kennedy. Maggi y Maneco se reunieron en
el living y tuvieron una larga charla, que yo, con mis ojos de niño, no
olvidaré jamás. Los escuchaba extasiado sacarse chispas, en un contrapunto de
brillar de ojos que no tenía solución de continuidad. Nunca vi a dos personas
tan igualmente inteligentes.
En el año ’85,
ya muerto mi padre y yo vuelto de Venezuela, a Maggi, Sanguinetti lo nombró en
el Directorio del Sodre, para que se ocupase del canal oficial. Maggi me llevó
a colaborar con él. La labor que emprendió era de fantasía. Pasaban los días y
cada día tendríamos un canal mejor. Televisión de primer mundo. Hasta que los
canales privados se quejaron, porque vieron lo que se venía. Maggi no se sintió
respaldado y renunció. Mi hermano, que era senador y director de Jaque (cargo
que luego me cedería), escribió un editorial con el título: “El gobierno se
equivoca”. Lo que le costó el ostracismo en el partido, del que nunca quiso
volver, por más ofrecimientos que tuvo, cada año de estos últimos 23 años.
En el año ’98,
la revista Posdata, que dirigía mi hermano desde su independencia absoluta, se
había vuelto un azote permanente, denunciando los episodios de corrupción,
primero del final del gobierno de Lacalle, luego del principio del segundo
gobierno de Sanguinetti. En una operación fulminante, sin parangón en la
historia de la justicia uruguaya, fuimos detenidos y procesados los directores
de la publicación, en una probada connivencia entre el ministerio público y el
juez de la causa (Poder Ejecutivo y Poder Judicial), sin darnos la oportunidad
de la más mínima defensa. No sólo no fuimos impuestos de las acusaciones que
pudieran haber: en mi caso, ni siquiera fui interrogado, ni pude conocer la
cara de la fiscal. Lo que no la salvó de tenérselas que ver conmigo, meses después,
obligada y con un trabajo de doscientas páginas en la mano, que yo había
escrito, en veinte capítulos, demostrando nuestra inocencia y el avasallamiento
de nuestros derechos. Se tuvo que disculpar. De este triste episodio, lo que me
interesaba rescatar es que Maggi, con Posdata cerrada y nosotros presos, cedió
su doble página central de “El País” de los domingos, de manera inconsulta,
para que mi hermano pudiera denunciar lo que estaba ocurriendo. La otra
denuncia se dio por destrozo espontáneo. Ministros, embajadores, legisladores,
personalidades públicas de toda clase y color concurrieron a la cárcel a
expresar su solidaridad. Al que le costó más caro fue a Fernández Faingold, que
de candidato natural para la próxima elección, pasó al ostracismo también.
No sé si he
hablado de Maggi, he tratado de no hacerlo. Pero, les mentí en algo: no iba a
utilizar un solo adjetivo, me he guardado otro para el final. Hace tres meses,
mi padrino me llamó para que le fuera a dar una mano con el jurado del concurso
de cuentos breves de la Tertulia de los viernes. No es un hecho relevante, lo
único de resaltable es que es el último de una serie de gestos suyos que abarca
toda mi vida. Maggi ha sido, después de Maneco, el tipo más influyente y
querido que he conocido. Si Dios me diera la oportunidad, como pedía Franklin,
de volver al pasado por quince minutos, no lo dudaría: quince minutos de
incógnito en la barra del café Metro, viéndolos sacarse chispas.
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