Puestos a reflexionar acerca del desarrollo de
nuestro departamento y del país, se nos presenta nítidamente la necesidad de
hacer desaparecer, de una vez y para siempre, varios de los numerosos problemas
que cada día enfrenta la sociedad.
Muchos
emprendimientos se ven impelidos al fracaso debido a las mezquindades e
intereses propios de los seres humanos, y así, cuando lo que debería prevalecer
sería el interés común surgido a partir del respaldo de principios sustentados
sobre la convicción de que el bien de la sociedad es el bien de todos lo que la
integran, los que se imponen son el egoísmo y la vanidad.
En otros
casos, lo que domina son las controversias triviales, los cuestionamientos
superfluos, las interrogantes livianas (¿Quién fue el responsable?), en lugar
de los contenidos profundos (¿Qué pasó? ¿Por qué pasó? ¿Cómo lo solucionamos?
¿Cómo evitamos repetir el error?) que obligan a encontrar una solución.
El
individualismo con que muchas veces se actúa es contraproducente a tal grado
que, lo que eventualmente debería ser una inmejorable oportunidad de alcanzar
un éxito o mejorar alguna faceta de nuestra vida, de nuestra institución o de
nuestra sociedad, por errores propios termina siendo un nuevo fracaso cuyos
únicos responsables somos nosotros mismos.
Cierto es
que la soberbia, la traición y la ingratitud prevalecen en algunas personas a
la hora de identificar las bajezas humanas que a todos nos caracterizan, pero
no menos cierto es que a cada paso también a aquellos se contraponen la
humildad, la fidelidad y la lealtad de aquellas personas que orientan su tarea
y su trabajo a mejorar su familia, el entorno y la comunidad en que se
desenvuelven.
Lo que
sucede en una familia, sucede también a nivel del Estado.
Allí donde
como una constancia sobrevienen las bajas pasiones, se alza cuando menos se lo
espera un ejemplo de dignidad o altruismo: el funcionario que no sólo cumple a
cabalidad su tarea sino que incluso excede la misma en beneficio de los
contribuyentes, por ejemplo.
La
posibilidad de mejorar tal vez no se encuentre tan alejada, pero lo cierto es
que para ello debemos promover, individualmente, como trabajadores, como
empresarios o como nación, políticas de Estado que alienten al crecimiento y al
desarrollo por encima del orgullo y la arrogancia.
Una pregunta
con resabios ideológicos subyace desde hace tiempo en cuanto escenario sea
proclive para ello: ¿apuntamos a la redistribución de los ingresos, como
algunos opinan, o apuntamos a generar riqueza, como otros sostienen?
La
disyuntiva, desde nuestro punto de vista, no arroja dudas: es una constante a
lo largo de la historia que, mientras más se incentive a los individuos a no
producir bienes sino a tomarlos de otros que los producen, el modelo fracasa. Y
si alguien está produciendo de buena manera y está logrando un avance exitoso
(por ejemplo, el sector agropecuario hoy en Uruguay), el Estado busca la manera
de quitarle lo producido. Es lo que sucede con los países pobres: enaltecen a
un sistema económico predatorio cuyo objetivo es quitarle a los que más
trabajan para darle a los que no lo hacen.
De tal
forma, lejos estamos de que exista un crecimiento equilibrado y sustentable,
habida cuenta que la mejora social de un ciudadano tiene lugar en desmedro de otro.
Apuntar a
igualar de esta manera no solamente es un error, sino que es el peor de los
errores.
Subsanarlo
requiere una orientación firme, y ella comienza con la siembra de hábitos,
valores y principios, entre ellos, el del trabajo.
Empecinarse
en repartir sin lograr un crecimiento previo, no hace más que profundizar
carencias.
Está a la
vista.
(*) Médico. Representante por el
Departamento de Colonia (Vamos Uruguay – Partido Colorado)
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