Yoani Sánchez |
La primera impresión
de aquel encuentro fue que mi amigo exageraba, pero inmediatamente repasé mi
propia experiencia como madre de un escolar. Visualicé la cantidad de frazadas
de piso, bolsas de detergente y escobas que hemos donado –a lo largo de estos
años- para lograr que los pasillos y los baños del colegio estuvieran al menos
presentables. En esa lista quedaba también el candado para la puerta del aula
que repusimos en varias ocasiones y el ventilador comprado entre todos los
padres pues el sofocante calor impedía a los niños mantener la atención. No
olvidé tampoco la infinidad de veces que en nuestra casa se imprimieron los
exámenes porque en la escuela no había papel, ni tinta, ni una impresora que
funcionara. La merienda que tantos mediodías regalamos a los maestros, pues la
comida del comedor estaba simplemente impresentable. Evoqué las cartulinas, los
tubos de pegamento, las temperas y papeles de colores que también entregamos
para el mural al que después le colocarían una imagen de Fidel Castro sonriente
y magnánimo.
Sin embargo, decidí no
quedarme sólo en el alto costo material de estos años escolares y seguí
conectando memorias. Recapitulé sobre aquellos momentos en que se implementaron
las llamadas tele-clases que llegaron a cubrir más del 60 % de las horas de
enseñanza a través de un televisor. Las magníficas maestras y maestros que
decidieron irse a sus casas a pintar uñas, vender café o se reubicaron en el
sector del turismo porque la mezcla de alta responsabilidad y bajos salarios
les resultaba insoportable. Y también tuve un minuto para los contados profesores
de primaria y secundaria que a pesar de todo se quedaron en sus puestos.
Enumeré una a una todas las atrocidades dichas a tantos adolescentes por los
maestros emergentes (deberían llamarlos maestros instantáneos): desde que la
bandera cubana tiene una estrella de cinco puntas por el número de agentes del
Ministerio del Interior que guardan prisión en cárceles norteamericanas hasta
que Nueva Zelanda está ubicada en el mar Caribe. Reconstruí también la tarde en
que una maestra anunció frente a nuestro hijo que muy cerca de allí se
realizaba un acto de repudio contra “peligrosos contrarrevolucionarios” y el
pequeño Teo tragó en seco, pues sabía que su madre y su padre estaban entre las
víctimas de aquel acoso. Desfilaron frente a mis ojos las innumerables
ocasiones en que una auxiliar de ropa ajustada y ombligo afuera o un maestro
con diente de oro y un águila en el pulóver criticó el pelo largo de los
alumnos y no los dejó entrar a clases.
No faltaron, en mi
catártica evocación de aquella tarde, las consignas repetidas hasta el
cansancio, los matutinos interminables y rutinarios, el culto a la personalidad
de unos hombres que aparecen en los libros de historia como salvadores y en los
libros de ciencias como científicos. Todo eso me hizo, al final de mi
reflexión, comprender el por qué mi amigo italiano prefiere la “escuelita
francesa” de La Habana. Pero también supe que sus hijos crecerán con una idea
muy diferente de lo que es la educación en esta Isla. Creerán que los luminosos
y bien habilitados locales donde reciben cada asignatura, el almuerzo
balanceado, la profesora solícita y los materiales escolares de calidad, son
características inherentes a nuestro sistema educativo. No descarto que algún
día -de regreso a Europa- participen en alguna protesta callejera para que su
educación pública se parezca a la nuestra, para que sus hijos gocen de lo que
ellos “conocieron” en Cuba.
(*)
Bloguera cubana. Licenciada en Filología.
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