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Domingo Arena |
Por Javier Suárez (*)
Es muy probable que no le falte razón a Ortega y Gasset cuando
define al Hombre por su naturaleza y la circunstancia que lo rodea. Más aún si
nos retrotraemos a ese Uruguay del 900 que todo lo podía para hacer referencia
a uno de ellos.
Quizás,
como sostuviera Manuel Flores Mora, “Maneco”, la clave para comprender la
vigencia de Domingo Arena a través de las generaciones esté en el rechazo a la
solemnidad, virtud de todo aquello que es auténtico, verdadero y vivo.
De
cualquier modo, a diferencia de lo que se oscila efectuar en estas ocasiones,
comenzaremos por el final. En 1936, a sólo tres años de lo que sería su
despedida, un cansado pero no por ello menos entusiasta Arena recordaría en un
reportaje al conmemorarse el cincuentenario de “El Día” los difíciles como
prometedores inicios del abogado, periodista y político junto al fundador del
diario, José Batlle y Ordoñez.
Sin
temor a equivocarnos, difícilmente se pueda ser testigo de una amistad tan
entrañable entre dos personas: la del nieto de catalanes cuya obra marcará un
mojón indiscutible y la del italiano Arena que, con mucha dedicación y algunos
regalos de por medio a un maestro de Tacuarembó, dejaba su hogar infantil con
el certificado salvador para continuar sus estudios universitarios en la
capital.
En
realidad, disociar su vida del Batllismo, así como su leal y fervoroso accionar
de la trayectoria del líder histórico, resulta una quimera difícil de
sobrellevar. La obra “Domingo Arena: realidades y utopías” de Miguel
Lagrotta se muestra sumamente esclarecedora en dicho sentido.
Como
legislador en ambas Cámaras, constituyente en 1917, gobernante, o bien, desde
la tribuna partidaria y el matutino “El Día” donde trabajó desde joven
ocupando distintos cargos de redacción hasta alcanzar la dirección, supo ser
uno de los principales animadores de las leyes sociales vinculadas a la jornada
laboral, el salario mínimo, la abolición de la pena de muerte o el divorcio por
causales o mutuo consentimiento.
Tampoco
fue ajeno a los debates por la separación de la Iglesia y el Estado, por el
ejecutivo pluripersonal, y, en definitiva, por la libertad y la sensibilidad
hacia los desamparados.
Tal vez,
en la vida de Domingo Arena, un pobre y desconocido inmigrante que supo
ascender por meritos y virtudes, apasionado en las tareas, incondicional en
todo momento pero con espíritu crítico e ideas de avanzadas, se trasluzca el
paradigma reformista del Batllismo de las primeras décadas del siglo XX.
Consecuente
con el proyecto en todo momento, romántico, idealista –recalcitrante colorado
como el mismo se calificó– confidente y, al mismo tiempo, uno de los mejores,
sino el mejor asimilador de las ideas de Don Pepe, rápidamente supo convertirse
en el portavoz oficial de la política renovadora de la época.
A pesar
de estar en las cumbres del poder nunca olvidó su humilde origen rural y la
lejana Calabria natal, al sur de Italia, aquella que lo acunó el 7 de abril de
1870. De allí surgió la simpatía por el anarquismo. Sin embargo, al poner un
pie en el país miró el cielo y entendió que en Uruguay no podía ser otra cosa
más que Batllista.
Prefiriendo
la lucha de ideas a la lucha de clases, sin doctrinarismos inflexibles pero si
radicales, creyó posible eliminar los enfrentamientos sociales mediante la
intervención reformista del Estado al asegurar la tranquilidad pública y la
justicia social con un manto protector a todos los excluidos.
En
definitiva, al tiempo que la sociedad se estatizaba y el estado se socializaba,
el propio Arena le demandaba a su colectividad política incorporar ciertas
ideas de avanzadas, sin pensar, claro está, en la destrucción social ni mucho
menos en la negación de las tradiciones partidarias. La política como la
ciencia –decía– debe estar en continuo movimiento si quiere responder a las
necesidades del momento. Para ello –agregaba– el partido para no quedar
rezagado en relación a sus adversarios debe ser “tan liberal como el Partido
Liberal y asimilarse todo lo humano, todo lo práctico, todo lo realizable todo
lo que no sea utopía del Partido Socialista”.
Sean
cuales fueren las confusas interpretaciones del caso, pese a ser
apresuradamente identificado por algunos con ciertas tendencias
revolucionarias, Domingo Arena y el Batllismo nunca estuvieron ni estarán con
el socialismo. Lo que no significa amparar en absoluto la salvaje
mercantilización de la sociedad o el canto de sirena del populismo estatal.
Acordando
que sólo se mantiene en el tiempo lo que se transforma, no podemos
olvidar que en la confrontación dogmática que jamás debió desviarse para hacer
creer que el Estado es un fin en sí mismo, lo más importante –y en lo que el
Arena anarquista hasta llegar al Arena reformista creyó– fue, es, y será, en
última instancia, la promoción de un poco más de justicia sin excesos ni
rupturas de ningún tipo.
Con
todo, no cabe duda que la vida se nos debe ir –como se le fue a él–
defendiendo a los débiles y estimulando a los emprendedores sin dádivas para
los primeros ni castigos para los segundos dentro de un republicanismo de tinte
liberal.
(*)
Edil (s) por Vamos Uruguay, docente.
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