El SEMANARIO RECONQUISTA es el órgano de prensa de la Agrupación Reconquista del Partido Colorado, fundado por Honorio Barrios Tassano y Carlos Flores. Director Prof. Gustavo Toledo.

sábado, 28 de enero de 2012

El país como divisa

Por Graziano Pascale (*)
Cuando se cumplen 93 años del nacimiento de Wilson Ferreira Aldunate, la figura de este excepcional líder político, incontaminado por el ejercicio del gobierno, y perseguido por la dictadura militar con una saña que demostraba su buen olfato para eliminar de su camino a quienes más obstaculizaban sus perversos planes, transita por un singular derrotero: a medida que pasa el tiempo su influencia en la sociedad crece, en lugar de disminuir.
El número de wilsonistas “post mortem” no deja de aumentar en el Uruguay de hoy. Comprobar esta realidad llena de asombro al observador, y seguramente es motivo de regocijo para el espíritu de este uruguayo fuera de serie, que está cada día más prendido en el corazón de quienes lo conocieron y más vivo en los que sueñan con un futuro de libertad, de justicia y de decencia para el país.
¿Cuál es el motivo de este curioso fenómeno político? Seguramente podrían señalarse varios, pero si hubiera que elegir solamente uno, ese no sería otro que su probada vocación de uruguayo cabal, por encima de su pasión partidaria, que la tenía como pocos, y que fue una de las aristas más destacadas de su polifacética personalidad. Eso es hoy lo que más se echa de menos en el Uruguay, enfermo de sectarismo, de pujos partidistas, de exclusiones, de ninguneo por el que no se integra dócilmente al rebaño de ovejas que pastan en la fresca gramilla del generoso presupuesto nacional.
La vigencia de Wilson es aún más llamativa si se observa que muchas de las ideas que alentó en su campaña electoral de 1971 hoy han quedado relegadas ante el cambio que ha sufrido la economía mundial, y los avances de la tecnología que han modificado drásticamente costumbres y culturas. Pero desgajado de aquel programa los puntos concretos de las medidas de gobierno, permanece intacta la fuente de su inspiración: el amor profundo a esta tierra y a sus habitantes, a cuyo destino supo unir el suyo en las horas más amargas de la historia nacional.
A un paso de la presidencia, que se hizo más corto aún luego de completar el segundo escrutinio de los votos, Wilson puso el hombro para sostener un gobierno contaminado por la inconstitucional campaña reeleccionista del entonces presidente Jorge Pacheco Areco, quien, gracias a ese ardid, pudo imponer a su delfín Juan María Bordaberry. Jaqueado por la guerrilla tupamara, que llevó a no pocos votantes blancos a sufragar por el coloradismo que entonces se presentaba como la víctima predilecta de los violentos, el Uruguay se iba deslizando hacia un régimen de fuerza que no demoraría en llegar.
Consciente de ese riesgo, y ante la división que vivía el Partido Colorado por el aliento de algunos sectores al golpe militar, Wilson buscó con desesperación evitar la instauración de la dictadura. Primero otorgó las potestades legales pedidas por el gobierno para enfrentar con eficacia a la guerrilla envalentonada que quería implantar una dictadura de izquierda, y luego dejó abierta la posibilidad para que una salida política negociada permitiera, dentro de la Constitución, una necesaria oxigenación política en el país, capaz de contener los espíritus más enardecidos por la guerrilla fuera de aparente control.
Nada de eso fue posible. Los dados estaban echados en el ocaso de una partida que aún debe recrearse en forma completa. Esporádicamente aparecen revelaciones, datos, indiscreciones, que permiten recomponer fragmentos de aquel mosaico. Personajes y situaciones aún permanecen bajo el velo de la reserva, que muchos todavía observan para no dejar al descubierto los pliegues menos honorables de aquellos episodios que dejaron honda huella en la historia nacional.
Un razonamiento similar cabe aplicar al proceso de salida de la dictadura, teñido por las mismas opacidades que signaron al de entrada. En ambos casos, el sacrificio de Wilson formó parte del guión que otros escribieron. Quizás allí esté encerrado mucho más que simples movimientos de peones y alfiles en el tablero del poder. De pronto está dibujado el fresco completo de un cierto modo de ser uruguayo, en el que no hay cabida –no puede haberla, claro- para personajes de la talla de Wilson.
Ferreira Aldunate se sobrepuso a todo eso. Sintió la muerte cerca de su carne, vivió el horror del asesinato cobarde de dos entrañables amigos –Michelini y Gutiérrez Ruiz- con quienes compartió el amargo pan del exilio. Nada de eso le impidió defender ante la comunidad internacional el buen nombre del Uruguay, manchado por quienes se adueñaron del poder y cometieron todas las tropelías imaginables que sólo una dictadura absolutista puede amparar.
El resto es historia más reciente, pero en ella el protagonismo de Wilson estuvo marcado por la misma impronta que lo llevó a ser el enemigo número uno de la dictadura, así como el más duro defensor de la legalidad cuando ésta aún tambaleaba.
No hay en el Uruguay de hoy quien quiera poner distancia con Wilson. Incluso aquellos que se aprovecharon de su hondo sentido patriótico cuando dispusieron inconsultamente de su destino, hoy lo levantan como prenda de paz y de concordia.
Esa es, en el fondo, la gran victoria de Wilson en la historia uruguaya. El haber superado hace ya tiempo las fronteras de su Partido Nacional, para ser un símbolo común de la dignidad, la bandera que a todos cobija cuando se busca el horizonte de la libertad y la justicia.
(*) Periodista. Colaboración especial para Reconquista.

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