Por Gustavo Toledo
Cuando Batlle nació, en 1856, los ecos
de la Guerra Grande aún retumbaban en las calles de Montevideo y los odios que
la habían incubado seguían tiñendo de sangre nuestra campaña. Cuando murió, en
el 29, pese a la crisis mundial que se cernía sobre el mundo y que poco después
llegaría hasta nuestras costas, el Uruguay que dejaba como herencia era otro,
muy distinto a aquel país tosco, salvaje y violento en el que vio la luz.
Dejaba un país en paz, con instituciones vigorosas, socialmente justo, en el
que las urnas habían reemplazado a las lanzas y en el que cada uno podía
ejercer su libertad sin más límite que el de la ley. Dejaba tras de sí un país
ejemplar en muchos aspectos y a la vanguardia de su tiempo.
En suma, la vida de Don Pepe representa
una excepcional parábola de aquel Uruguay que con tenacidad y esfuerzo se hizo
a sí mismo y encontró, no sin dificultades, su lugar en el mundo,
convirtiéndose -para orgullo de todos- en “un pequeño país modelo”.
La obra de Batlle es enorme y al mismo
tiempo poco conocida. Se repite, como quien busca memorizar una poesía escolar
o las compras del supermercado, la larga lista de realizaciones que llevó a
cabo, sin reparar en la profundidad y significación de las mismas. A menudo se
pierde de vista que no se trató de un conjunto de medidas aisladas, producto de
impulsos espasmódicos o intereses transitorios, sino de una concepción filosófica
profundamente humanista, liberal y reformista, a la que le debe la república su
período de mayor gloria.
Para algunos, poco tiene para
aportarnos hoy en día aquella formidable figura que abrió las puertas de la
civilización y la modernidad; consideran su experiencia agotada y su
pensamiento una antigualla de museo.
Para otros, desde la vereda opuesta, su
liderazgo está dotado de ribetes heroicos, casi místicos y sus ideas
constituyen asertos infalibles capaces de ser aplicados en cualquier lugar y
circunstancia, sin reparar en el tiempo transcurrido ni en las transformaciones
que han acontecido a lo largo del mismo.
No resulta extraño que unos y otros
cometan el mismo error (que confundan la praxis batllista con la teoría
batllista; los medios empleados con los fines perseguidos; las soluciones
concretas a los problemas del momento con los principios que le dieron sustento
y trascienden las contingencias de la hora); pero, sobre todo, que no entiendan
el modo de pensar de Batlle. Nadie ignora que era un hombre convencido de sus
ideas, a veces radical en sus afirmaciones y siempre persistente en su defensa,
pero nunca necio. Sabía adaptarlas a cada contexto, o, al menos, eso intentaba
hacerlo, a sabiendas de que sólo así podría llevarlas a la práctica. Batlle era,
esencialmente, un realista (o, como se suele decir por estos días: un
pragmático), que es la mejor forma de convertir una ideología, cualquiera que
esta fuere, en un instrumento capaz de transformar la realidad; de lo
contrario, es una ficción inútil e inoperante, completamente divorciada de la
misma. Y así lo hizo, con admirable olfato, desde su aparición en el escenario
político hasta el fin de sus días.
La Lic. Haydée Rodríguez de Baliero en
un artículo de su autoría (“El realismo político de Batlle y Ordóñez”)
publicado en la revista “Hoy es Historia” en marzo de 1986 lo señala de este
modo: “Definidos los principios fundamentales de soberanía del pueblo,
libertad individual, purificación del sufragio, eliminación de la explotación
del hombre por el hombre, transformación económica, social y cultural del país,
la acción política debía discurrir adaptándose a las particularidades del
momento histórico, incidiendo siempre en algún sentido, de manera de lograr una
superación que signifique un acercamiento al estado político ideal”. Para Batlle, “los principios debían
guiar la acción, nunca inhibirla”.
Por tanto, no es lógico pensar que hoy
Don Pepe seguiría sosteniendo exactamente lo mismo que a principios del siglo
XX, como algunos anacrónicamente insisten en señalar, por la sencilla razón de
que nadie que haya estudiado su pensamiento y accionar político se lo imagina
convertido en un necio, en un reaccionario, en defensor del statu quo.
Batlle se escapa de los
encasillamientos convencionales. No fue el “socialista” disolvente que algunos
quisieron pintar ni el aristócrata conservador que otros hubiesen preferido que
fuera, sino un centrista-reformista. Sí, aquel hombre enérgico, a veces
implacable con sus adversarios y duro en el debate de ideas, fue el inventor
del centro político. O, si se quiere, de la centro-izquierda a juzgar por
algunas de sus posiciones más liberales. Un hombre que supo hacer equilibrio
entre la tradición y la innovación; entre su pertenencia a la vieja divisa de
la Defensa y la construcción de una corriente de pensamiento que abrevó en las
fuentes del liberalismo, del socialismo democrático, del feminismo y del
espiritualismo, entre tantas otras. Así se constituyó una doctrina política y
social única que, como bien señala el Programa de Principios del Partido
Colorado, “no es un artículo importado, ni un catecismo dogmático, ni una
especulación doctrinaria despegada de nuestra realidad” sino una construcción
original y trasformadora, abierta a las necesidades de cada momento histórico y
verdaderamente progresista.
Si el centro es el punto de equilibrio
entre la continuidad y el cambio, la negación de los extremos ideológicos y la
expresión de las capas medias dispuestas a vivir en democracia, a que sus
derechos sean respetados y a que el Estado sea el garante de ciertos
equilibrios sociales, sin vulnerar las libertades y capacidades de cada
individuo, no cabe duda de que el Batllismo es el mejor representante del
centrismo uruguayo y el viejo Batlle su principal mentor.
A más de un siglo y medio de su
nacimiento, es bueno saber que sigue alumbrándonos el camino que debemos
transitar.
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