Por Gustavo Toledo
Nuestra historia reciente es una madeja de
lugares comunes, mentiras, verdades a medias y mitos de toda clase, bastante difícil
de desenredar. Sobre todo para quien quiere entender cómo fueron los hechos y
se topa con una historieta que ni siquiera respeta la secuencia cronológica en la
que se dieron. Quienes perdieron en el campo de batalla, por
llamarlo de alguna manera, triunfaron en las librerías. Impusieron una versión
-su versión- deliberadamente distorsionada de los acontecimientos, a fin de construir
una épica tupamara, y, a partir de ella, conquistar el imaginario popular. Y así
lo hicieron. El resultado está a la vista de todos.
La reaparición de Amodio Pérez, un boomerang que
nadie esperaba que algún día retornara a casa, nos conduce inevitablemente a
debatir ese pasado que aún nos duele, pero también sobre el sentido y construcción de lo que denominamos "verdad histórica". En el siglo XIX, Ranke proclamaba que la historia
es el relato de lo que realmente sucedió. Sentado sobre una pila de documentos,
se jactaba de haber alcanzado una verdad absoluta sobre el pasado. Nada ni
nadie podía modificar lo que estaba escrito. Para él, allí estaba la verdad. Hoy
sabemos que toda verdad es relativa y que la historia se construye en función
de las preguntas que nos formulamos acerca de ese pasado, que nunca son las
mismas, y de las pruebas a las que tenemos acceso, que tampoco nunca son las
mismas. Aproximarnos al pasado, si nuestro interés es entender y aprender, exige
-¡siempre!- una alta dosis de apertura intelectual y de humildad. Cosa que,
entre los cultores de la mística tupamara, ciertamente, no abunda. Claro que
ellos no quieren aprender sino enseñar. Por eso pueden darse esos lujos, y
hacer de la historia un collage surrealista.
Desde su liberación hasta ahora, los
tupamaros pintaron su lucha armada como una “necesidad histórica”, su mesianismo
autoritario como una “causa justa”, y sus tropelías como “actos revolucionarios”.
Con empeño digno de mejor causa, se dedicaron a tergiversar e invertir el orden
de los acontecimientos, señalando que el MLN nació para enfrentar el golpe de
Estado, que no tuvieron nada que ver con el ascenso militar y que siempre
defendieron la democracia. ¡Hasta algunos llegaron a decir que la recuperamos gracias a ellos!
Según su relato, su propósito era defender las instituciones del avance de los militares,
con los que, se olvidan de decir, no todos tenían tan malas relaciones como ahora
señalan. Para eso, también obvian decir que su organización surgió a
principios de los años 60, cuando el Uruguay estaba gobernado por un Colegiado
de mayoría blanca, y la posibilidad de un golpe de Estado solo estaba en sus
cabezas y en la de algún trasnochado que, algunos años antes, como recordó el
general Seregni en uno de los libros de Alfonso Lessa, Luis Batlle sacó “a
patadas en el culo” (sic). También olvidan decir que, cuando finalmente cayeron
las instituciones, en junio de 1973, ellos ya estaban presos, exiliados o
escondidos por ahí. Ni una sola de sus balas fue disparada en dictadura; todas
ellas fueron disparadas en DEMOCRACIA. Mala, buena, burguesa, o como quieran llamarla,
pero democracia. En la que se podía avanzar por la vía electoral, como les dijo
el Che Guevara en la Universidad, y no le hicieron caso; o como
intentaron las fuerzas de izquierda democrática a través del Fidel, la Unión
Popular y luego del Frente Amplio.
Como bien explicó Gerardo Caetano hace un tiempo
al semanario Búsqueda, hay “una inflación cultural y política” del rol de los
tupamaros en nuestra historia reciente, que, me animo a decir, no es inocente. Y
que, como él señaló, “tiene más que ver
con la lucha política que con evaluaciones históricas”.
El retorno de Amodio Pérez, impacta contra esta
versión rankeana de los hechos impuesta por los tupas a lo largo de estos años.
De la mano de la entrevista que le realizó El Observador, y de su catarata epistolar, no sólo empieza a tambalear el relato oficial
sino también la credibilidad de sus constructores.
El propio Amodio lo dijo. Ante la pregunta, ¿Por qué reaparece ahora?,
él respondió: “Para que se sepa la verdad y terminar con 40 años de mentiras”.
No es casual que
la reacción del oficialismo oscile entre el silencio y el ninguneo. Para Sendic Jr., se trata de “un pobre
tipo”; para Zabalza de “un personaje nefasto”; para Lucía Topolansky de un “hombre
muerto”; para Rosencof de “un fantasma”, y para Fernández Huidobro de un “chisme”.
Amodio, no tiene proyecto político, al menos
aparentemente, pero sí un evidente deseo de trascendencia. Quiere limpiar su
nombre. Sacarse el mote de “traidor” que pesa sobre él. Dejar una huella. Hacer
historia.
Su nombre, irónicamente, sintetiza lo que
genera entre nosotros ese pasado de sangre y fuego del que fue protagonista:
amor y odio. Extremos de un Uruguay fracturado que espera saldar sus deudas con
el pasado. Y en el que, con mentiras y leyendas, alimentamos a las nuevas
generaciones, rehenes de conflictos ajenos, pateando culpas que no son propias,
y que les impide ver el futuro con claridad.
Es tiempo de decir la verdad, la que cada uno
vivió y padeció, de reconocer los errores y horrores cometidos, de abjurar de
una buena vez de los métodos empleados, y no reivindicarlos como lo hacen cada
8 de octubre, de pedir disculpas por ellos, y contribuir a la necesaria reconciliación
nacional.
La verdad os hará libres, dice la Biblia.
No se me ocurre nada más sabio en este momento que
hacerle caso.
Amén.
1 comentario:
La primera trampa es llamar guerra a una miserable escaramuza terrorista. Ni siquiera guerrilleros sino terroristas. Nunca enfrentaron al enemigo. Lo violentaron desde la sombra y a mansalva.
La revolución termina en parodia. No tuvieron la suerte del Che, que luego de la fantasía loca, encontró una muerte que lo transformó en show.
Amodio es intrascendente: como lo son en realidad los Pepe y los Zabalza.
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